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Orígenes del ajedrez (III) Bestias, caballeros inexistentes y Scachs d’amor

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Fig 2 Ajedrez medieval

Tristán solo quiere estar con la bella Isolda; que se detenga el tiempo, que puedan permanecer juntos, aislados del mundo, jugando al ajedrez. Lancelot se debate entre su amor irrefrenable por Ginebra y la obediencia debida a su rey Arturo; solo quiere una cosa: que al atardecer Ginebra mueva las piezas sobre el tablero y las horas se alarguen hasta la eternidad. Fernando está perdidamente enamorado de Miranda: no habrá tempestad que los separe, pasarán los días soñando juntos mientras queden casillas por explorar en el universo. Dejemos que sea el propio Shakespeare el que lo exprese:

Miranda: Mi señor, me haces trampa.

Fernando: No, mi amor, no lo haría ni por todo el mundo.

Miranda Sí, y lo harías por ganar veinte reinos,

mas yo lo llamaría juego limpio.

El ajedrez, en esas épocas oscuras donde solo aquellos que vivían intramuros sobrevivían a la miseria, era una manifestación más del orden del Universo. Obras, escritos y poemas que han sobrevivido hasta hoy muestran al ajedrez como una metáfora: ni las piezas, atenazadas por las reglas y por las casillas del tablero pueden escapar de los designios del jugador, ni la humanidad puede escapar de los designios divinos. El origen chino de adivinación y chance resuena con especial fuerza: ¡la religión sublima a la astrología!

Fig 3. Wenceslas_Hollar__The_basilisk_and_the_weaselEl uso de la metáfora del mundo y de los equilibrios de fuerza entre lo divino y lo humano se expandió gracias al ajedrez, con el que se podía enseñar tanto el dogma como la moralidad cristiana, por ejemplo en los sermones de un vicario del inquisidor genovés llamado Jacopo da Cessole (hacia 1400) que fueron recogidos en el Libro de costumbres de los hombres y deberes de los nobles. En ellos, el ajedrez aparece de manera prominente como alegoría, donde cada pieza era un escalón distinto de la sociedad medieval. Pero el conocimiento medieval está amordazado por el poder de la iglesia. La imaginación reina y campa a sus anchas sobre la ignorancia. Hay mucha presión para que sea así: cuanto más ignorante el pueblo, más temeroso. Surgen los Bestiarios, recopilaciones de faunas absurdas que vivían en supuestas tierras lejanas amedrentando a los lugareños. Hasta la aparición de la imprenta, los bestiarios eran la única fuente de conocimiento de la historia natural. Se mezclaba realidad y ficción, animales posibles junto con irrealidades desproporcionadas. Aquellos que eran ciertos eran menos ciertos por compartir su ontología con los habitantes de la no existencia. Esas bestias se representaban en las columnas de las iglesias para asustar al pueblo que temían lo desconocido: el que acecha en el umbral.

Así, con unos orígenes tan precarios, se ha ido fraguando la ciencia y, en especial, las ciencias naturales, la que se ocupa del paisaje que nos rodea, sus piedras y sedimentos, sus pájaros y bichos y alimañas. De la propia iglesia se desprendió en esos tiempos la escolástica, de la que surgieron las universidades, centros de indagación de donde saldrían los Servet o Vesalio a declarar que el conocimiento no puede pararse, que al dogma se lo combate con observación, experimentación y formulación de hipótesis. Algunos pagaron con el ostracismo, otros con la hoguera, pero el tiempo los ha puesto en el sitio que les corresponde por derecho propio.

Más allá de las piezas Staunton, el ataque de minorías, los castillos indios, las clavadas o la oposición distante del rey, el ajedrez también tiene su propio bestiario. Hay jugadores bestiales, capaces de realizar hazañas casi imposibles como Koltanowski y Najdorf, que podían jugar decenas de partidas a ciegas al mismo tiempo (simultáneas) sin perder el hilo de ninguna de ellas ¡y ganándolas! Hay bestias acechando en la mente de los propios jugadores, como analizó el controvertido Ruben Fine en su estudio psicoanalítico de la representación simbólica de las piezas y del propio juego. Hay bestias del propio juego; jugadores que se salen de la norma con un talento especial, cuyas partidas quitan el aliento, como los históricos Alekhine, Tal, Fischer y los actuales Kasparov, Shirov, Anand, actual campeón del mundo y el joven Carlsen, jugador con más puntaje ELO de la historia. Y hay jugadores que pueden jugar partidas a un ritmo vertiginoso, haciendo jugadas muy fuertes, razonando en segundos, como el americano Nakamura.

Fig 5 VesaliusAristóteles, con su Historia de los animales nos dejó el primer tratado sobre el mundo natural. Sus observaciones y sus expresiones llegaron con fuerza hasta la ciencia moderna y de sus textos se hicieron eco los bestiarios posteriores, como el de Plinio el Viejo o el famoso Bestiario de Aberdeen. En la biología moderna leemos al malogrado investigador español, Pere Alberch, en un artículo científico que supuso una revolución silenciosa en el ámbito de las teorías evolutivas, generando un sinfín de ideas y sirviendo de base fundacional para la ciencia de la Evo-Devo (Evolución y Desarrollo), abundó en la idea del bestiario desde una perspectiva científica. Su artículo se titula La lógica de los monstruos y en él se lanza a analizar animales aberrantes, sucesos extraños en la naturaleza que forman organismos singulares para desglosar la lógica de su construcción, que no es otra que la lógica de la construcción de todos los seres vivos. Lo que demuestra Alberch es que no todo está permitido en el juego de la formación de los seres vivos: hay monstruos posibles y monstruos imposibles. Pere Alberch prologó uno de los trabajos del afamado fotógrafo-pensador Joan Fontcuberta. Se trata de Fauna Secreta, en donde el inexistente profesor Peter Ameinsenhaufen introduce una serie de animales quiméricos, más allá de las descripciones, como juego de imágenes y de objetos reales-irreales conjugados con animales embalsamados de dudosa filiación.

¡Ah, pero el ajedrez! El ajedrez (del árabe, shatranj), procedente de Persia, pasó a la península ibérica (al shatranj: axedrez) y, después, al resto de Europa. Esta versión era bastante similar al juego moderno, con la diferencia notable de la poca movilidad de la dama y de los alfiles. Además, los peones solo podían avanzar una casilla, por lo que la apertura consistía en una serie de maniobras para llegar a un punto en el cual las piezas podrían comenzar a entrar en liza. A consecuencia de esta movilidad limitada, el juego era mucho menos dinámico que el que conocemos actualmente.

Hacia finales del siglo XV el ajedrez sufriría los cambios fundamentales en las reglas de juego que lo convertirían, en esencia, en el juego actual. Los cambios se centraron principalmente en dar más movilidad a los peones y a las piezas. Los primeros ganaron la oportunidad de avanzar esas dos casillas desde su posición original. En cuanto a las piezas, el alfil podría desplazarse a lo largo de las casillas de su color en forma oblicua a larga distancia y la dama pasaría de ser una pieza muy débil a ser la más poderosa del tablero, al unir los movimientos de la torre y de ambos alfiles en lo que podría caracterizarse como uno de los primeros eventos conocidos de la emancipación de la mujer. En los primeros libros y tratados ajedrecísticos de los siglos XV y XVI, el “nuevo ajedrez” sería apodado “axedrez de la dama” y, en ocasiones, “alla rabiosa” en italiano y en francés antiguo “échecs de la dame enragée“.

En la floreciente cultura andalusí, la tradición por saber era mucho más fuerte que en la oscura y dogmática Europa cristiana y entre juegos de ajedrez y estudios de todos los ámbitos del conocimiento, surgieron las obras más avanzadas del medioevo, en medicina, farmacopea, matemáticas o en astronomía. La influencia cultural árabe sobre la península ibérica se hizo ver no solo en el avance del conocimiento, también en el ajedrez, de tal modo que el libro europeo más importante de la Edad Media aparecería en España, en 1.283, el famoso Libro del ajedrez, dados y tablas, de Alfonso X el Sabio. Además, los primeros libros de ajedrez moderno surgieron también en la península. No sólo eso, parece probado que el propio ajedrez moderno con sus reglas dinámicas surgiera en Valencia. Gracias al minucioso trabajo de varios historiadores se sabe que el poema Scachs d´amor (1475) con mezclas de alegorías a la usanza recoge la primera descripción de los movimientos modernos de la dama enrabietada. Más tarde surgen dos libros de importancia capital, editados con la imprenta moderna, uno es el del valenciano Francesch Vicent: Libre dels jochs partits dels schachs en nombre de 100 (1495) que contenía reglas y problemas, muchos de los cuales fueron posteriormente copiados en el libro, más famoso, de Luis Ramírez de Lucena: Repeticion de amores e arte de axedrez en 1.497. Asistimos al nacimiento del ajedrez moderno.

Cultura y juego, conocimiento y ajedrez, lo real y lo posible, binomios ligados al avance de la civilización. Jorge L. Borges, Julio Cortázar o Italo Calvino cultivaron la idea del bestiario moderno, alucinante, metafórico y misterioso, habitado por seres alucinantes; en ocasiones bestias mitológicas, en ocasiones ocurrencias fantásticas y aún en otras, ciudades enteras, elementos invisibles de una irrealidad cotidiana. Aislados de todo aquello que es superfluo en las relaciones humanas, nuestros héroes románticos, Tristán e Isolda, Lancelot y Ginebra, Fernando y Miranda, sólo querían compartir hermosas horas de juego frente al tablero ¿O quizá no fuese el ajedrez lo que les llamaba a pasar juntos porciones íntimas de la eternidad?

Fig 6 Tristan & Isolda


Cuando jugábamos a los Imperios

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Las escasas veces que la prensa y los líderes de opinión tratan el tema de los videojuegos, el enfoque dista mucho de ser amable. Pareciera que, como los juegos de rol,  esta forma de ocio es una pieza que hay que cobrarse como sea. Los tribunos de la plebe repiten siempre lo mismo como un mantra; los videojuegos corrompen a los adolescentes. Y de hecho la lista de cargos es extensa. Con los videojuegos hemos aprendido a construir armas para hacer crímenes terribles, a normalizar los genocidios, a ser una amenaza contra el régimen político e incluso a defraudar dinero para esconderlo en cuentas suizas (Bárcenas, ese gamer).  En suma, con los videojuegos hemos aprendido a banalizar el mal. Sin embargo, los que defienden esas tesis no se dan cuenta de que son ellos quienes han banalizado el papel de los videojuegos en la vida de una generación. Más en particular en la vida de mi generación, la generación postransición, la generación post-Atari.

No valoraré lo sintomático de que el informe más exhaustivo sobre videojuegos en España lo haya realizado la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción. Es algo inútil. Para una parte de la población no computa que, igual que series, libros o películas, los videojuegos también entretienen y socializan. Sin embargo, no me apetece quejarme de esa incomprensión. Allá penas. A lo que os invito aquí es a que hagáis conmigo un viaje que tiene un poco de biográfico. En este artículo lo que os ofrezco es un repaso desordenado por algunos de los juegos de estrategia a los que más he jugado a lo largo de mi vida. Y ojo, porque esto dista mucho de ser un ranking o algo exhaustivo. Más bien lo que quiero es bucear en mis tiempos de niño y adolescente para rescatar algunas perlas olvidadas que, probable, también os traerán recuerdos a vosotros. Títulos, sonidos y músicas que puede que os resulten conocidas, que tal vez también formen parte de vuestras tardes muertas a la vuelta del instituto.

Eso sí, empezaremos con una llamada de atención. Que mi repaso se ciña a juegos de estrategia no significa que no sepa lo que es un mono de tres cabezas, lo que implica romper el telar de la realidad, para qué sirven las cuentas de Orichalcum, cómo luchar contra el tirano FunFrock, moverme entre tentáculos, pilotar un X-wing, dar un buen salto a tiempo, vérmelas con Black Mesa o salir vivo de castillos nazis. Lo hago sobre juegos de estrategia porque, para muchos que vivimos con pasión la política, este género ha estimulado nuestra imaginación y formas de entenderla más que cualquier otro. Quizá un poco de lo que soy, de cómo pienso y cómo vivo viene de aquí.

Pero empecemos por el principio. Empecemos por la Edad de Piedra

Imperios para todas las edades

Cuando tenía 15 años llegó a mis manos una caja de cartón duro que contenía en su interior una joya que marcaría el destino de los juegos de estrategia en tiempo real para siempre: Age of Empires. La criatura venia respaldada por Microsoft y era la primera producción de Ensemble Studios, un clásico sin fecha de caducidad. Escogiendo una de las 12 civilizaciones disponibles, tenías que guiarlas hasta la victoria desde la Edad de Piedra hasta la de Hierro. Como concepto estratégico no tenía gran enjundia: acumulando recursos limitados de piedra, oro, comida y madera (con sufridos aldeanos), había que ir descubriendo tecnologías, formando un ejército lo más grande posible y barriendo al enemigo. Las ediciones posteriores fueron Age of Empires II, ambientado en la Edad Media, Age of Mithology, en un mundo de dioses y mitología, y Age of Empires III, ambientado en el descubrimiento de América y Oriente. En todas ellas se fue perfeccionando la serie, incluyendo nuevos edificios y unidades más equilibradas. Cosas como que la caballería está para matar arqueros se convirtieron en el ABC de la estrategia. Bueno, eso y el persuasivo  poder de la religión.

Cuando apenas era un chavalín se me caía la baba con esta introducción.

Una rama paralela con el mismo tipo de oferta era la que venía de Warcraft. Este juego nos mete en el clásico conflicto de orcos contra humanos y devino en uno de los mundos virtuales más desarrollados que existen en la actualidad. Blizzard es una de las compañías más punteras en la materia y acababa de despegar desde el pelotazo que supuso Diablo. Mención especial merece el juego Starcraft, que salió en 1998 y que ofrecía un equilibrio estratégico entre tres razas futuristas enfrentadas (los protoss, los zerg y los terran), cada cual con sus unidades especiales, poderes y tecnología. Probablemente, dentro del género Real Time Strategy, este es uno de los juegos más completos que se han hecho —al menos para aquellos que no tienen una querencia especial por las togas—. Su secuela ha salido hace no mucho y mantiene la jugabilidad de su padre fundador. Pero por entonces ya estaba casi en la mayoría de edad. Volvamos algunos pasos atrás.

Apenas un año antes del lanzamiento de Age of Empires, Westwood Studios sacó Command and Conquer: Tiberian Dawn, un juego de estrategia militar (casi) contemporáneo. Se supone que a mediados de los 90 llega a la Tierra un recurso de origen extraterrestre, el tiberio, el cual es fuente de energía y tóxico a la vez. Este recurso desata una especie de carrera armamentística entre países que provoca una contienda militar entre la Global Defense Iniciative y la siniestra Hermandad NOD por todo el planeta. La línea paralela de juegos del mismo estudio, lanzada un año después y que me engancho mucho más, fue la de Red Alert. El argumento es muy sugerente. En el juego Albert Einstein logra construir una máquina del tiempo, la cronosfera, y viajar hasta 1924 para asesinar a Adolf Hitler. Sin embargo, ello no aborta la Segunda Guerra Mundial sino que cambia el enemigo. La Unión Soviética, guiada por Josef Stalin, se lanza a la conquista del viejo continente en una guerra total contra las fuerzas aliadas (al ritmo de la Hell March). Por supuesto, el jugador puede escoger de qué lado combate. La idea clave sigue siendo la misma: acumulación de recursos y aprovisionarse bien de fuerzas armadas. Sin embargo, Red Alert tiene algo de mágico, marca de Westwood Studios: sus escenas cinemáticas. Rodadas con actores reales (algunos de mucha solera), el acabado es digno de una película y logra crear una trama absorbente.

Aquí podéis charlar un rato con papá Stalin.

El mismo año que salía a la venta Red Alert se lanzó una pequeña obra maestra de Trevor Chan: Seven Kingdoms: Ancient Adversaries. Para mí este es el verdadero punto de inflexión en los juegos de estrategia en tiempo real. Lejos de un modelo estrictamente «acumula recursos y mata», por primera vez se desarrolló un sistema (algo más) sofisticado de gestión cultural, diplomática y de espionaje. El juego se basa en siete culturas que se agrupan en aldeas. Estas deben capturarse mediante violencia, sobornos o colocando generales del mismo rasgo cultural. Pero ojo, que muchas veces las aldeas son mixtas, lo que hace que tengas que gestionarlo con inteligencia y mano izquierda (supongo que el multiculturalismo salió de aquí). ¿Favoreces unas sobre otras? ¿Las obligas a exiliarse? ¿Intentas buscar un equilibrio? Un reto interesante. También la diplomacia y las relaciones comerciales tuvieron una mejora sustancial. Por fin podías elegir entre exportar materias primas o refinarlas tú mismo para anegar los mercados con tus productos. Modelo productivo y tal. Pero la verdadera diferencia la marcaban los espías. Con ellos podías infiltrar aldeas, intentar asesinar generales (o reyes), o promocionarlo internamente hasta que tu espía fuera un general… Y traicionar a su reino cuando más te convenga.

Finalmente, dentro de esta gran familia solo me queda por destacar Rise of Nations. Este quizá ha sido el último RTS al que me he logrado enganchar. Lanzado en 2003, la idea es similar a la que desarrollaron los Empire Earth de Sierra algunos años antes, si bien con acabado grafico más sencillo —mi ordenador no tenía un procesador muy potente—. Con más edades, con más recursos y con más naciones, el objetivo del juego sigue siendo el mismo (acumular recursos y conquistar al adversario). Sin embargo, destaca esta producción por algunos elementos que la hicieron más original, como la necesidad de construir ciudades para poder expandirte, lo que te llevaba a tener fronteras reales en el mapa. El número de unidades que se podía desplegar en cada partida era considerablemente grande y el rol jugado por generales y espías, en parte recogiendo el testigo de juegos anteriores, terminó de redondear el producto. La verdad es que eso y no tener que usar barcos de transporte para cruzar un río fueron un acierto.

Tradicional intercambio amistoso de misiles nucleares.

En todo caso, los juegos de estrategia en tiempo real, con tanto de arcade, no fueron capaz de desarrollar el potencial gestor de los estrategas consumados. Normal que muchos quisiéramos más que conquistar un mapa de unas pocas pulgadas. Está bien lo de matar cocodrilos, pero nosotros queríamos dirigir civilizaciones.

Mamá, he inventado la alfarería

Una  gran familia de juegos de estrategia es la de los juegos por turnos. El más viejo que conozco (fuera del tablero) es Genghis Khan, un juego desarrollado por Koei y éxito de ventas en Japón. Es el primer videojuego por turnos del que tengo memoria y funcionaba a trompicones en mi buen 386. Escogido el país que querías jugar —Mongolia, Bizancio, Inglaterra o Japón—  y guiando a su gobernante, debías ponderar entre la acumulación de riquezas, tropas y marchar a la guerra. Los turnos básicos eran estaciones, en las que los aldeanos recogían las cosechas para alimentar a las tropas, siempre jalonados por algunos eventos aleatorios como inundaciones o hambrunas. No descubrí hasta mucho más tarde que este juego imitaba la estructura de el Romance de los Tres Reinos, ambientado en las famosas guerras civiles chinas del siglo II y III (y que a su vez se basa en una novela histórica de Luo Guanzhong). Esta serie había nacido en 1985 y ha continuado hasta la actualidad en formatos y soportes muy diferentes, aunque por mis manos solo paso su segunda edición.

Sin embargo, la edad de oro de la estrategia por turnos no habría de llegar hasta principios de los 90, cuando Sid Meier, la leyenda viva de los videojuegos de estrategia, lanzaba la gran saga Civilization. Eligiendo una de las múltiples civilizaciones humanas y comenzando con un humilde colono, el objetivo era llegar a la dominación de la Tierra transitando el camino de la historia. Estos juegos permiten ir dirigiendo los pasos evolutivos de tu civilización controlando sus investigaciones —el hierro, la alfarería, teología, hospitales, electricidad…—. En paralelo al desarrollo cultural debes expandirte fundando ciudades, construir carreteras y granjas, comandar y dirigir ejércitos y hasta elegir tu forma de gobierno favorito (desde el despotismo hasta la república o el comunismo). Repasando el juego, reconozco que el pensamiento de Samuel Huntington parece menos original. En 1998 esta serie alcanzo su plenitud con el lanzamiento de Civilization II, juego que mejoraba sustancialmente los gráficos de su antecesor y hacía más sencillo e intuitivo el interfaz. En cada una de las ediciones que lo han seguido (hasta un total de cinco con sus respectivas expansiones) se han seguido mejorando la jugabilidad y aumentando las opciones de civilizaciones, unidades y tecnologías

Baba Yetu, el tema de Christopher Tin para soñar con civilizaciones.

Partiendo del mismo tronco de juegos, una primera rama paralela a la que jugué fueron los Colonization. El primero llegó en 1994 (hay una versión actualizada de 2008) y nos ofrece ser una de las cuatro potencias conquistadoras de América.  El juego tiene el formato de su hermano mayor Civilization pero más centrado en la microgestión. Obliga a vigilar el equilibrio de especialistas (como tramperos o ferreteros, además de las materias primas que puedan necesitar), supervisar el comercio y tratar con los nativos (amistosamente o no tanto). Además, quizá lo más divertido sea la relación con la metrópoli. Aunque al principio el rey te ayuda dándote recursos y especialistas, pronto empieza a molestar con tributos y restricciones, algo que cada vez aumenta más el sentimiento de agravio en tus colonias. Lo más bonito con diferencia es cuando te ves con la fuerza suficiente para proclamar la independencia de las colonias y tienes que librar tu propia Revolución Americana. La segunda de las ramas es Alpha Centauri, un juego de 1999 que relata la colonización humana de ese planeta, al cual se supone parten las naves al final del juego Civilization. De manera un poco premonitoria la humanidad se divide en siete facciones ideológicas —intelectuales, capitalistas, colectivistas, religiosos…— y se lanzan a la lucha por asegurar el territorio. En este caso, la lógica sí que es totalmente en la línea de Sid Meier, aunque para imperios intergalácticos siempre tuve otras preferencias.

We, the People.

Con diferencia el mejor juego para soñar con destructores imperiales es Master of Orion II. Este juego llegó a mis manos en 1997, un año después de su lanzamiento de mano de MicroProse. Permite escoger entre 14 razas diferentes y tu objetivo es la colonización del universo. Cada raza tiene sus preferencias por unos u otros planetas (con oxígeno, con carbono…) y su árbol tecnológico correspondiente. Algunas cosas interesantes de este juego era poder diseñar las naves espaciales a tu gusto, además de poder participar en los enfrentamientos, o algunas opciones, siempre morbosas, como la posibilidad de bombardear orbitalmente los planetas con armas químicas. Correcto, implicaba una firme condena de la comunidad intergaláctica, pero poca consecuencia más. A ver si os suena. Recogiendo ese mismo espíritu surgió la saga de Imperium Galactica, de la cual tan solo jugué su segunda edición del año 2000. Este juego presentaba una tónica similar a Master of Orion pero con un acabado gráfico mucho más decente —al menos para la época—. La colonización aquí sí que estaba mucho más cuidada, en especial la planificación urbana y defensiva de las ciudades. Además, el juego permitía operar en tiempo real la partida y vivir las batallas como si de un RTS se tratara.

Quien comanda una flota comanda un tesoro.

Pero también es cierto que gestionar un imperio o hasta una civilización puede ser cansado, en especial cuando en la típica batalla crucial contra la facción rival destrozan a todo tu ejército. Mira, mejor cerrar el juego sin salvar partida y pasar a otra cosa, a ser posible un libro de Isaac Asimov (mucho más pacífico para hablar de imperios galácticos). Sin embargo, otra opción posible es dejarse de soñar con ovejas eléctricas y entrar de lleno en lo práctico. Ya se sabe, lo típico, montar un negocio próspero o levantar un acueducto.

Mercaderes, prefectos y concejales de urbanismo

Machiavelli: The Prince (1995) fue uno de los primeros juegos que conocí sobre gestión comercial, si bien hay que reconocer que es una gestión particular. Probablemente cuando hablamos de lo que era ser un autónomo en el Renacimiento los tiros iban por aquí. Ambientada en la Venecia de la época, tu misión es atesorar una fortuna comerciando y abriendo rutas comerciales mientras creces en influencia política. El dinero, ese excelente engrasante de las relaciones sociales, será de gran ayuda para comprar a senadores y cardenales en tu ascenso hacia la gloria. Aunque puedes reclutar a algún mercenario para atacar piratas o asaltar caravanas rivales, lo cierto es que tiene un rol menor. Lo importante es ganar poder y la violencia no es más que otro medio posible. En la misma lógica está la saga de Patrician, ambientada en las ciudades-estado de la liga hanseática. Compra barato y vende caro en otra ciudad, negocia con audacia y gana dinero y prestigio. Reconozco que en mi caso todas mis partidas empezaban con el clásico recurso de la usura… Prestando dinero a otros mercaderes, embolsándome bien intereses o embargando sus bienes ante impagos. Balzac, ya sabenSu tercera edición, sacada en 2003, fue a la que más jugué, aunque los cambios sustanciales entre ellas son el apartado gráfico y la interfaz.

Esto es un hombre hecho a sí mismo y no Amancio Ortega.

Pero no todo tiene por qué irse tan atrás en el tiempo. Negocios más contemporáneos también atrajeron mi atención. Una opción digna era Theme Hospital, un programa de gestión que me llegó en 1998 y que además era bastante divertido. La idea es ser capaz de hacer operativo un centro sanitario curando pacientes, mejorando las instalaciones o, incluso con un poco de malicia, enviando a los incurables al hospital rival u ocultando epidemias (humor negro, sí, que pasa). Las enfermedades iban desde la calvicie hasta el síndrome del cabezón o las lenguas caídas, de modo que la compañía que lo lanzó, Bullfrog, se ahorró muchas demandas. Si ese día prefería algo más movido me pasaba por Transport Tycoon, un juego de gestión de compañías de transporte tanto de pasajeros como de mercancías. En su versión Deluxe (1995) la jugabilidad era endiablada. Si algo había genial era ver cómo el transporte traía el progreso, con el florecimiento de ciudades e industria gracias a las infraestructuras que construía. Si el anterior es buena práctica para ministros de Sanidad, este último es para los de Fomento.

De la clásica familia de los Sim arranqué con Sim City a principios de los 90 —Sim City 3000 fue al que más jugué— construyendo mi ciudad una y mil veces. Con la clásica delimitación de suelo industrial, residencial y comercial, todos los que nos hemos viciado a este juego hemos dejado en pañales a Paco el Pocero. Y sin comisiones por medio, dicho sea de paso. Desde ahí salté a la macrogestión de Sim Earth (1991) en el que podías desarrollar tu propio planeta alternando la climatología, el ciclo del agua, introducir especies, provocar desastres naturales… Una auténtica delicia de gestión ecológica avant la lettre. Por otro lado, también tuve ocasión de probar Sim Ant, que salió el mismo año pero que no caté hasta que tuve los 14. En este juego tu objetivo era gestionar ¡una colonia de hormigas! Aquí el equilibrio entre la hormiga reina, las trabajadoras y las soldado es fundamental. Y si encuentras comida, deja el rastro químico para marcar el camino a las demás esquivando colonias rivales, pájaros y arañas. Nadie dijo que conquistar un jardín no tuviera su dificultad.

Un ataque alienígena en tu ciudad… Típico reto de un alcalde.

Otro de los subgéneros de gestión de ciudades son los que te ponen al frente de una ciudad de la Antigüedad. El primero de los juegos que pasó por mis manos fue Caesar III, de la serie homónima. Tu objetivo es la gestión de una ciudad romana controlando desde la edificación de sus acueductos hasta la provisión de alimentos, desde los espectáculos circenses hasta su defensa, y todo ello acompañado por música digna de Miklós Rózsa. Cada partida era un reto delicioso. Tus objetivos siempre eran alcanzar unos niveles marcados de población, prosperidad (con las viviendas), de cultura (con educación y bibliotecas), de paz (seguridad), y ganando en la medida de lo posible el favor del César (mandándole tributos, aunque esté de botellón medio juego). Y mucho cuidado con olvidarte de hacer templos para honrar a los dioses o su ira caerá sobre ti. De esta familia surgieron una gran variedad de secuelas ambientadas en distintos contextos históricos. Faraón nos traslada al antiguo Egipto, donde las crecidas del Nilo tenían un rol fundamental en las cosechas y construir una pirámide no era un reto a la altura de todos los relojes (su banda sonora es puro arte). Zeus: Master of Olympus, en una estética de cómic nos trasladaba al mundo de las polis griegas y su mitología. Emperor: El Nacimiento de China pues os lo podéis imaginar. Todos ellos son juegos de la factoría Impressions y publicados por la extinta y gloriosa Sierra. Quizá con ningunos otros he aprendido más sobre cómo vivían los ciudadanos de aquellas civilizaciones.

Me habré visto esta introducción casi mil veces.

Estos juegos absorbieron bastante de mi tiempo. Por ejemplo, con un solo nivel de The Settlersun juego clásico de construir una colonia «por relevos», en el que cada obrero cubría un trozo del camino transportando cosas para pasárselo al siguiente— podías tirarte semanas. Si bien es verdad que con los de estrategia RTS o por turnos muchas veces quedábamos amigos para hacer partidas «a medias», los de gestión estaban mucho más orientados a un solo jugador. Solo nos llamábamos a veces para fardar de quién tenía la ciudad más chula. Y lo reconozco, todos ellos tuvieron terribles consecuencias sobre mí. Avivaron mi interés por la historia, especialmente la antigua (parece increíble pero la historia es como un juego de ordenador. O al revés). Me ayudaron a entender qué es un balance y cómo gestionar economía a nivel básico (no siempre activaba los trucos. Solo muchas veces). Pero además hubo algunos juegos de estrategia que también estimularon mi imaginación. Lo que para Cervantes serían juegos de caballerías.

Desde las mazmorras hasta los Cielos

Hubo esencialmente cuatro juegos de estrategia fantástica que me marcaron mucho. El primero es la saga de Heroes of Might and Magic (de las cuales ya hay, si no me equivoco, seis). Esta saga de juegos de estrategia por turnos estaba basada en el universo de videojuegos roleros de Might and Magic. La idea es que el jugador controla un héroe con el cual va evolucionando a medida que libra batallas (y que iba equipando a su gusto) y con el cual tenía que reclutar un ejército de criaturas mitológicas. Como os podéis imaginar, a lo largo de la partida te hacías con un despliegue de seres de todo tipo —desde arcángeles a unicornios, desde gorgonas a trogloditas, desde zombis a ballesteros— mientras conquistabas diferentes castillos. Había opciones, como es acostumbrado, de luchar en un mapa individual o hacerlo en modo campaña, aunque esta última era el verdadero reto. Principalmente jugué a Heroes of Might and Magic II, surgido a finales de los 90, y su continuación de principios de los 2000. Creo que he perdido la cuenta de las veces que liberé el reino de Erathia de las hordas del mal (o lo invadí con ellas, según el día), pero es uno de esos juegos que recuerdo con cariño.

Cada castillo de Heroes tiene una preciosa composición asociada.

Un juego que también resultaba cautivador por su fantástica banda sonora era Lords of Magic, sacado a la venta en 1998. Este juego se desarrolla en el mundo fantástico de Urak y, escogiendo un mago ladrón o guerrero como personaje principal, tienes que apadrinar una de las ocho religiones disponibles: Aire, Fuego, Tierra, Agua, Orden, Caos, Vida o Muerte. Se supone que cada facción debe luchar por la supremacía de una y frenar la amenaza del Lord de la Muerte, el típico malote que viene con las rebajas. La campaña se desarrolla en un mapa por turnos pero los combates, en perspectiva isométrica, son en tiempo real (aunque con opción de pausa para dar órdenes). Por supuesto, tus unidades iban acumulando experiencia y los ejércitos se iban llenando de criaturas mitológicas, desde elfos a gigantes de hielo, con el objetivo de enfrentarte en algún momento al ejército del villano. Mi bando favorito con diferencia era el de la Vida, cuyo guerrero caminaba sobre una especie de lagarto bípedo con forma de avestruz.

El tercero de mis juegos fantásticos preferidos es el polémico Dungeon Keeper (1997), una obra maestra de Peter Molyneux y los estudios Bullfrog. Cansado de tener que rescatar a princesas en apuros, este juego te pone en la piel de un Señor de la Mazmorra cuyo objetivo es la construcción de un imperio subterráneo del mal. Ya se sabe, el típico que suele ser asaltado por elfos de orejas picudas. Tu misión era atraer criaturas malvadas, conseguir recursos, tender trampas a incautos héroes y expandir tu poder maligno. Por supuesto, la gracia del asunto es que eres malvado, y serlo es realmente divertido. Puedes golpear a tus súbditos o encarcelarlos de por vida, puedes torturarlos por mero placer… ¡Para una vez que eres el malo, aprovecha! Su segunda parte, de la que su fundador se descolgó, salió en 1999 y mejoró mucho su apartado gráfico y sonoro. Por supuesto, también perfeccionó los modos de hacer el mal, pudiendo montarse hasta un Eurovegas de las Tinieblas (supongo que el nuestro es del Bien ¿no?). Por cierto, este juego hizo que la sección española de Amnistía Internacional emitiera un informe muy duro criticándolo por hacer apología de la tortura —bueno, también criticaron a Warcraft por racista ya que «los humanos exterminaban a los orcos»—. En fin, no negaré que este juego me dio muchas ideas para tratar con mis primos pequeños.

A los que se creen siempre buenos es obligatorio darles un escarmiento.

Finalmente, el cuarto de los videojuegos, de nuevo de Bullfrog, es Populous: The Beginning. Este juego, de atmósfera envolvente,  te pone en la piel del chamán de una tribu que tiene por objeto convertirse en Dios. Para ello, debes convertir a fieles a tu causa, construir aldeas con diferentes especialistas —lanzafuegos, sacerdotes, guerreros—, adorar tótems para ganar energía, obtener hechizos nuevos  y sembrar la destrucción a tu paso. El juego era verdaderamente frenético y lograba subir la adrenalina cada vez que desencadenaba un nuevo prodigio. Casi llegue a aprender la frase que convocaba cada hechizo. Rayos, pantanos mortíferos, enjambres de langostas, lluvia de fuego, huracanes o hasta un volcán eran plato de cada día para las tribus rivales. Pero ojo, que sus chamanes no son menos ambiciosos y también usarán su magia contra ti. Uno de los atractivos del juego es que aunque los personajes eran en dos dimensiones, el terreno lo era en tres, lo que permitía modificarlo con cada hechizo, levantando montañas o hundiendo en el mar ciudades enteras. Con dificultad creciente, la última de las pistas tenía como premio ser Dios y poder desatar tu venganza sobre el enemigo sin límites. Os aseguro que el Dios del Antiguo Testamento era un angelito comparado conmigo.

¡Aratanka!

La mezcla de magia, fantasía (y también humor) de estos juegos me hizo pasar algunas tardes inolvidables. Por aquel entonces apenas estaba descubriendo el rico universo de Tolkien (sí, cuando no había más película que la de dibujos animados de Ralph Bakshi) y Leyendas de DragonLance, los cuales se complementaban bien con estos videojuegos. Pero si lo último que había visto en la televisión era uno de esos documentales del Canal Historia sobre la II Guerra Mundial, entonces tenía claro cuál era el paso siguiente.

La guerra que había que ganar

Hay dos series de juegos a los que cualquiera mínimamente aficionado a los conocidos como wargames sobre la II Guerra Mundial habrá jugado. La primera es Commandos, una producción de la empresa española Pyro Studios que salió en 1998 y fue un verdadero éxito internacional. La mecánica es de estrategia en tiempo real y el jugador debe manejar un grupo de comandos con diferentes habilidades (zapador, boina verde, francotirador, marine, conductor…), los cuales se deben infiltrar tras las líneas enemigas para cumplir una determinada misión. La documentación sobre cada fase es exhaustiva, con fotos y emplazamientos reales. En el juego la clave estriba en la paciente infiltración, esquivando o liquidando a soldados alemanes. Eso sí, cada misión es más compleja que la anterior y requiere de mayor coordinación entre los personajes. Principalmente jugué a los dos primeros de la serie, pero se sacaron otros dos más por parte de la misma factoría. La verdad es que como los últimos saltaron de una perspectiva isométrica a una 3D, opté por los clásicos shooters como Call of Duty —con una ambientación verdaderamente de película—, mucho menos sofisticados en términos estratégicos. A veces era cosa de vivir la línea del frente.

A ver si adivináis en qué película está inspirado.

La segunda gran familia de los juegos sobre la Segunda Guerra Mundial es la conocida serie Close Combat, lanzada por Atomic Games en 1996. En estos juegos se toma el rol de un pequeño pelotón con tropas de cualquier bando y se debe completar una misión. La perspectiva del juego era totalmente cenital y había que luchar por cada palmo de terreno con las escasas tropas disponibles. Este juego introdujo variables nuevas por entonces como experiencia, moral o munición a la ecuación, lo que hacía de cada misión un verdadero reto. El apoyo de la artillería o la aviación estaba restringido, aunque ametralladoras o morteros son el pan nuestro de cada día. La documentación es verdaderamente impresionante, con una reproducción milimétrica de las unidades y armas. Hasta sus sonidos son iguales. Básicamente jugué a la trilogía clásica de Close Combat, A bridge too Far (inspirado en la genial la película homónima) y The Russian Front. Reconozco que me cogieron demasiado pequeño para saber exprimirlos del todo.

Estos juegos bélicos son muy entretenidos, pero había veces en las que te apetecía tener el destino entero de Alemania o del Reino Unido en tus manos. Los civilization son demasiado amplios para esto y, fuera de escenarios predeterminados, no se podía jugar la contienda con el nivel de detalle histórico que a uno le gustaría. Justo para eso, para permitirte una gestión a gran escala que fuera históricamente realista surgió toda otra serie de juegos que merecen un apartado especial.

La pregunta universal ¿Qué hubiera pasado si…?

Desde siempre me ha gustado la historia y supongo que eso no es independiente de mi experiencia con los juegos de ordenador. Sentirse partícipe de ella tiene estas cosas. Cuando uno es un adolescente y le falta perspectiva, muchas veces juzga los acontecimientos pasados con ojos presentes. Ves la historia como algo lineal, como algo inevitable en que algunos hicieron lo correcto y otros lo incorrecto. Quizá por eso muchas veces me maldijera por la desaparición del Imperio romano, por la ruptura de la cristiandad y las guerras de religión, por nuestra oportunidad perdida con Fernando VII o con la II República. ¿Y si la historia hubiera sido diferente? ¿Cómo sería hoy el mundo si…? Pues bien, para darle respuesta a esas preguntas había toda una saga de juegos: los Europa Universalis.

Esta serie la conocí por primera vez en 2001 con Europa Universalis II, de la factoría Paradox. Comprendido entre 1492 y 1792, en este juego de estrategia se te da la opción de escoger cualquier país del mundo dentro de ese periodo. Y a partir de ahí total libertad. Crea ejércitos, comercia, investiga, haz políticas que conformen tu sociedad —hazla más feudal o menos, más liberal o conservadora, más ortodoxa o tolerante—, decide cómo te relacionas con el Papado o el Imperio romano-germánico, coloniza otros continentes, cuadra tus presupuestos, recluta ministros, desarrolla diplomacia al máximo nivel, haz que tus mercaderes controlen los centros comerciales… Al poder escoger cualquier país en cualquier momento, te es posible reproducir (y cambiar) cualquier situación de la época. La guerra de Secesión española, la conquista de América, la guerra de los Treinta Años, la Revolución francesa… ¡Cualquiera! Y todo jalonado por sucesos históricos (desde expulsar moriscos a hacerte protestante) en los que puedes decidir qué curso tomar, marcando el rumbo posterior de tu país. La tercera de la saga es gráficamente mejor y un gran juego, pero por desgracia pierde el encanto de la banda sonora del anterior (con temas de Jucolatores Upsalienses).

Imperios en los que no se ponía el sol.

El siguiente de la serie que pasó por mis manos fue EU: Vae Victis —ampliación del original EU: Rome—. La mecánica es similar a la de su antecesor solo que este está ambientado en la edad clásica. Eso sí, hay dos diferencias muy interesantes. La primera es que en este juego hay una gestión mucho más sofisticada de los personajes. Tienes que nombrar consejeros, gobernadores y prefectos con determinados atributos que les pueden hacer mejores guerreros, intelectuales, gobernantes… y más o menos leales. Esto es un verdadero reto por introducir la crucial variable de la «política de personal». Hay que estar atento para no tener generales desleales al cargo de ejércitos, no sea que te monten un tiberio (nunca mejor dicho). La segunda es que los regímenes políticos se notan mucho más. Si eres una monarquía tienes que vigilar a tu sucesor e intentar que no sea (muy) inútil, librándolo de conspiraciones palaciegas. Si eres una república tienes que estar atento con el equilibrio entre facciones políticas, especialmente con la populista. Si estos últimos consiguen tener la mayoría en el Senado te pueden hacer el país ingobernable o montarte una guerra civil que desgarre tu imperio.

Lo típico, expandiendo el Imperio romano desde el salón.

Otro que también está genial es Victoria, ambientado en el periodo entre 1830 y 1919, y que recibe su nombre por la famosa emperatriz del Reino Unido. Aquí te toca construir un imperio colonial, desarrollar tu industria, mantener el equilibrio entre los burgueses y los obreros y llevar el ferrocarril a cada confín de tu nación. Si os gustan los «que hubiera pasado si», ganar las guerras carlistas tiene su aquel, aunque te obliga a ser más intervencionista en economía al principio de la partida (peor no nos irá que en la realidad). Por cierto, aquí sí hay elecciones aunque tú decides si quieres prensa libre, sufragio censitario o sindicatos legales. Especialmente interesante es vivir las revueltas burguesas de 1848 y las reunificaciones italianas y alemanas. También es divertido poder decidir el camino que quieres seguir para desarrollar tu país; si el basarlo más en la iniciativa privada (como en el Reino Unido) o el de pilotarlo desde el poder (como Prusia).

Los últimos de los EU que he jugado (pero no por ello menos importantes) son los Hearts of Iron. Estos juegos están ambientados en el periodo de 1936 a 1949 y, como os podéis imaginar, van básicamente sobre el periodo de entreguerras y la propia II Guerra Mundial. De nuevo, se puede escoger cualquier país y régimen político de entonces, además de tener la oportunidad de poder librar la Guerra Civil española. La ambientación musical e histórica es genial, hay innumerables opciones y es endiabladamente adictivo. No es fácil de jugar, independientemente del bando que escojas. Aunque la serie tiene varios, al que más jugué de todos ellos fue al primero. Sus ediciones posteriores van en la línea de aumentar las opciones estratégicas, las unidades y el acabado gráfico de su predecesor. Políticamente es muy divertido intentar influir en las naciones neutrales para que tengan regímenes de tu cuerda (democracias liberales, fascistas o comunistas). En suma, el juego es un verdadero reto que, reconozco, jamás he sido capaz de completar con éxito.

El juego que haría llorar al mariscal Rommel.

Estos juegos son sublimes y puedes pasarte horas navegando por la historia —y, de paso, aprender geografía de todo el globo—. Pero aún queda una línea intermedia de juegos que hace las delicias de los aficionados a la estrategia de gestión que no quieren privarse de sentir una carga de caballería o el retumbar de los cañones a ras de suelo.

De geishas, testudos y cargas de caballería

En 1996 Sierra lo volvió a hacer con Lords of the Realm 2. Este juego, antecesor de la saga que luego presentaré, combinaba la gestión por turnos de un condado medieval con batallas en tiempo real. Tras la muerte del Rey, el país (puedes elegir cualquiera de la Europa de la época) está dividido entre diferentes facciones; la tuya propia y las encabezadas por la Condesa, el Barón, el Caballero y el Obispo. Tu objetivo es gestionar los castillos, producir alimentos, reclutar tropas y someter a tus adversarios en cruentas batallas. La perspectiva del mapa estratégico es isométrica y la de las batallas cenital. Los gráficos son relativamente dignos para la época y, en cierta medida, este juego fue inspirador de la que es una de las series más completas de estrategia: la familia Total War.

Todo empieza el año 2000, un verano en que estoy de viaje en Irlanda para aprender inglés (algún día os explicaré por qué aprendí más gallego que otra cosa). Allí me topé por casualidad con un juego llamado Shogun: Total War. Se trata de un juego de estrategia por turnos pero con batallas en tiempo real  ambientado en Japón durante sus guerras civiles del XV al XVII. Escogiendo uno de los clanes samurai, tu objetivo es luchar hasta derrotarlos a todos y convertirte en Shogún, supremo gobernante militar de Japón. La ambientación era realmente soberbia. Igual que un daimyo de verdad debes mover tus ejércitos sobre el tablero, enviar a tus espías para provocar revueltas y ordenar a tus ninjas que liquiden a los líderes enemigos. Además, cada acción tenía cuidadas escenas cinemáticas para ambientarla, las cuales empezaban siempre igual, de manera que no sabías si habías triunfado hasta el final. Sin embargo, fuera del mapa estratégico, cuando dos ejércitos coinciden en la misma provincia, se pasa a un mapa en tres dimensiones en el que debes ponerte al mando de tus tropas. Sun Tzu en estado puro: arqueros en colinas, caballería envolviendo por los flancos, el general insuflando moral a la tropa… Por primera vez te hacías a la idea de lo que era gestionar un ejército en el campo de batalla. Su expansión, The Mongol Invasion, terminó de redondear un producto magistral. Hoy, Shogun II, el hijo de la criatura, presenta un acabado gráfico que verdaderamente quita el habla.

Nunca, NUNCA, invitéis a una geisha a tomar el té.

El siguiente de los juegos de la serie Total War que pasó por mis manos fue Medieval (su primera y segunda parte, igualmente adictivas). Esta vez el escenario es Europa y Oriente Medio, donde puedes escoger cualquier reino cristiano o musulmán. La dinámica no cambia demasiado: combinación de estrategia a nivel de mapa general y batallas en tiempo real de cuidada táctica militar. Como os podéis imaginar el papel de la religión es mucho más importante, en especial las cruzadas y yihads. La expansión de este último, Kingdoms, te permitía participar de la conquista de América o las luchas del reino de Jerusalem, con lo que las posibilidades se volvieron casi infinitas. En paralelo estuve jugando a Rome. De nuevo, vuelta a la idealizada Edad Clásica, aunque con unidades que quitan el hipo. No os podéis hacer a la idea de lo divertido que es hacer volar por los aires a los legionarios romanos con una carga de elefantes. En su expansión, Las Invasiones Bárbaras, por primera vez se te hacía vivir el periodo de decadencia del Imperio. Defiende sus fronteras, salva el Imperio romano oriental o invádelo con tus hordas germanas. Un reto a la altura de pocos. Y por supuesto, para acabar de complicarlo, a ver cómo pones paz entre entre paganos y cristianos.

Mirad la introducción de Rome II: Total War. Miradla y ved llorar en el rincón a productores de Hollywood.

Por último, lo más reciente de la familia Total War que me ha hecho vibrar ha sido Empire y, el verdadero juegazo, Napoleón: Total War. Cuando era adolescente me leí el Napoleón de Max Gallo y me quedé prendado del personaje, quizá de manera un poco infantil. Nunca tuve la ocasión de revivir sus campañas en un juego de ordenador y este último juego, por primera vez, me ha dado la ocasión de hacerlo. El mapa estratégico es brutal, la ambientación y el acompañamiento musical es soberbio y las batallas… Bueno, las batallas son lo más parecido que hay a haber estado allí. ¡Ponerse a ras de suelo y sentir las balas de cañón silbando a tu alrededor es de aúpa! El juego llega a tal punto de realismo que hasta Arturo Pérez Reverte le ha cogido el gusto. Puedes revivir la campaña de Napoleón en el norte de Italia, en Egipto, la guerra de España o librar la conquista de Europa, ya sea del lado del corso inmortal o de las potencias de la coalición. No faltan opciones. Además, otro de sus atractivos ha sido el incorporar por primera vez en la serie las batallas navales, encuentros verdaderamente realistas.  El que no se divierte es porque no quiere.

La familia Total War es una de esas series que me han hecho sentir en primera persona lo que debía ser dirigir un ejército en un campo de batalla. Su dinamismo y jugabilidad la han hecho estar en un lugar de honor entre los juegos que más me han marcado. Y es que, aunque estos me cogieron más mayorcito, no hay duda de que entraron en el mundo de los clásicos de la estrategia por la puerta grande.

Una (personalísima) coda final

Cuando volvía a las 17:00 de clase de inglés, subía con mi amigo a la buhardilla en la que estaba mi habitación. Con un par de bocadillos, encendíamos el ordenador en un sacrosanto ritual y nos poníamos una partida de Shogun. Nos íbamos rotando las batallas mientras comentábamos sobre el instituto y los amigos. Eran tiempos más sencillos, cuando todavía se podía estudiar para los exámenes el día de antes. Entre semana, a veces con disimulo, mi padre encendía el ordenador para echar un Age of Empires o un Caesar III. Sabía que estaba jugando porque tarde o temprano me pedía los trucos… La verdad es que no tenía paciencia para algunas cosas. A veces, mi tío se pasaba por casa y fardaba delante de nosotros de que ya tenía el último de Command and Conquer. Eran situaciones curiosas porque mi padre también jugaba pero no quería que me gastara dinero en los juegos, así que terminaba esperando a que mi tío se cansara de ellos para que me los prestara.

Mis amigos eran más de juegos de coches o fútbol. No se lo reprocho, cada cual ha tenido sus preferencias. Hasta un Need for Speed era bienvenido de vez en cuando, tampoco hay que ser cerrado en esta vida. Sin embargo, a medida que fuimos creciendo, muchos dejaron los juegos de lado porque cada vez hay menos tiempo. Sin embargo, a veces hemos conseguido recuperar parte de aquella magia cuando nos ponemos en torno a una Playstation (yo jamás tuve) a jugar algún Buzz! o Sing Star. Hasta con la familia. Después de todo, son los típicos juegos que hacen que hasta la tía se anime a cantar a David Bisbal. Es cierto que no son exactamente juegos de mucha habilidad pero, desde que Martes y Trece desapareció de los especiales de Navidad, todavía queda algún recurso para que los primos de todas las edades nos pongamos en torno a una televisión antes de salir con nuestro amigos.

Soy culpable. Todos los juegos que he repasado ahí arriba me han dado grandes momentos. Su música, sus sonidos, sus escenarios… Todos ellos son en cierta medida una parte de mis recuerdos, una parte de mí mismo. Con estos juegos me he sentido un emperador de las estrellas, he luchado por expandir mi civilización más allá de los mares, he vivido la magia en primera persona, he encabezado una carga de caballería colina abajo. Quizá a algunos de vosotros os haya pasado como a mí, y por eso os resulte incomprensible la ignorancia de quienes cargan contra la cultura que suponen los videojuegos. Porque, en el fondo, uno no puede más que sentir lástima por aquellos que se han perdido vivir tantas vidas paralelas como las que ofrecen juegos, series y películas. Pobres, nos dejan la partida medio empezada y ni siquiera entienden que hace mucho que perdieron los mandos.

Vida de Lucasfilm Games, muerte de LucasArts (I)

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grimlogo

Tenemos a una Jennifer Connelly adolescente recorriendo un laberinto dominado por las criaturas de Jim Henson y tropezando de tanto en tanto con el paquete de David Bowie envasado al vacío en unas mallas. Todo ello al ritmo del Magic dance: Connelly, el paquete de Ziggy Stardust y los goblins. Y en la pantalla grande.

En pantalla pequeña tenemos una aventura llamada Labyrinth y el año 1986. Funcionando en un Apple IIe de cuando Steve Jobs aún no era un herbario de malvas y presentándose de primeras como una parca aventura en modo texto sin imagen alguna. Temerosos, nos acercamos al teclado y comenzamos a interactuar con el juego y poco a poco entramos en la historia: encarnamos a un personaje que acude al cine. Lo sorprendente ocurre cuando el protagonista de la historia se dispone a ser espectador de la película, porque entonces la propia narración apaga las luces, enciende una virtual pantalla de plata y el juego transmuta de golpe, convirtiéndose en una primeriza aventura gráfica donde el texto a pelo ha sido sustituido por coloridos dibujos y un par de columnas con los comandos de las diferentes acciones.

Aquella ocurrencia era una idea que el escritor Douglas Adams (La guía del autoestopista galáctico) sugirió al equipo de Lucasfilm Games. Aquella Lucasfilm era una compañía creada por George Lucas en el 82 para extender los tentáculos de su imperio. Y aquel Labyrinth era la primera incursión de la empresa en el mundo de la aventura, el género que llegarían a labrar con más pericia. Pero no era su primer juego: el logo de Lucasfilm iluminó una pantalla dos años antes en el vetusto Ballblazer, un simulador de fútbol robótico. Y también en Rescue on Fractalus!, Koronis rift y The Eidolon, juegos que proponían investigar mundos tridimensionales ensamblados a base de fractales. Rescue on Fractalus! Incluía además uno de los primeros tonteos del videojuego con la tensión del usuario al permitirse un jump scare ideado por el propio Lucas: rescatar a una serie de astronautas era el objetivo y al llegar al punto de recogida los perdidos cosmonautas se aproximaban a la nave para, tras unos segundos inciertos, llamar amablemente a la puerta de la embarcación. Entonces el jugador abría la compuerta y el afogado rescatado se acomodaba a salvo. El elemento que pretendía el sobresalto resultaba simpático: en ocasiones aquellos astronautas eran alienígenas disfrazados que se abalanzaban repentinamente contra la luna de la aeronave.

El dato curioso, y relativamente desconocido, es que en ese 1986 Lucasfilm también puso a prueba un experimento para el Commodore 64 llamado Habitat que se adelantaba demasiados años a su tiempo. Se trataba de un mundo multijugador online, posible gracias a Quantum Link, donde uno podía vestirse con avatares e interactuar con otros jugadores durante la aventura como si de un Second Life ochentero se tratase, y su maravilloso vídeo promocional es impagable. El programa tuvo un par de reencarnaciones (Club Caribe y Worlds Away), y es realmente el inesperado precursor de los mundos virtuales masivos de la actualidad.

Maniac Mansion

Tras todo esto la compañía publicaría un par de simuladores navales (PHM Pegasus y Strike fleet) y justo después crearían y distribuirían un clásico: Maniac mansion (que se promocionaba con una demo desde las entrañas del propio juego), una obra de Ron Gilbert y Gary Winnick que nos proponía comandar el rescate de la clásica novia cheerleader de las pérfidas manos de una familia de tarados encabezados por un científico loco, encerrados en una mansión junto a un par de saltarines tentáculos parlantes y sometidos al control de un meteorito cabrón. Nacida en el envase de la aventura gráfica gracias a la influencia de King’s Quest, Maniac Mansion estaba protagonizado por tres cabezones personajes (a elegir de una plantilla de seis) creados con la mirilla en los clichés del terror ochentero (Creepshow, La pequeña tienda de los horrores o el slasher en general) y con el alma de Scooby Doo. La casa del Dr. Ed (que había sido diseñada a partir de la base de operaciones de los proyectos de Lucas: la casa principal del rancho Skywalker) nos proponía una aventura con varios desenlaces posibles dependiendo de la combinación de protagonistas, la posibilidad de freír un hámster en un microondas y un descacharrante sentido del humor que se convertiría en sello de la casa. También implantaba el sistema SCUMM: una serie de iconos que ordenaban verbos e inventario para evitar que el usuario tuviera que pasear por el infierno de teclear, una idea tan práctica que el resto de las aventuras gráficas la heredarían como canon. Maniac Mansion resultaba excelente si se le perdonaban los callejones sin salida: los personajes podían morir (apareciendo en forma de lápida en el jardín de la casa) y utilizar algunos objetos de manera incorrecta podía impedirnos avanzar, pero aun así su encanto convenció unánimemente a la prensa, generó una serie de televisión de tres temporadas y enraizó fuerte en el público, sobre todo en la Alemania amateur: un teutón presentó en 2004 un exitoso remake gratuito llamado Maniac mansión deluxe, otros alemanes ociosos crearon una versión en 3D de la aventura llamada Meteor Mess y otros hijos de las Bratwursts se dedican a intentar fusionar el juego con el estilo gráfico de su secuela (Day of the tentacle) en el vistoso proyecto Night of the meteor.

Tras la mansión del terror cómico aterrizaría otro simulador de batallas navales, Battlehawks 1942, y otra aventura: el por aquí inédito Zak McKracken and the Alien Mindbenders ideado por David Fox y con una trama que liaba a un reportero de un periodicucho con alienígenas muy poco considerados, pirámides, un sistema de claves muy pesado en forma de pasaporte para volar entre países y gafas con el combo nariz/bigote falsos. Zak Mckraken era el hermano consciente de Maniac mansion, ambos no solo compartían estilo visual sino que se permitían chistes cruzados: en la mansión una motosierra traía de cabeza al jugador al ser imposible encontrar gasolina para la misma, en Zak McKracken aparece la gasolina pero no la motosierra, «No lo necesito, eso es para otro juego diferente», se nos asegura a modo de metapatada.

Lucasfilm estaba subiéndose en un podio interesante cuando en el 89 reaparecía Indiana Jones. Coincidiendo con el estreno del tercer film la compañía publicaría dos videojuegos basados en película: Indiana Jones & The last crusade: The action game e Indiana Jones & The last crusade: The graphic adventure. Taito lanzaría otro Indiana Jones & the last crusade para NES, y Ubisoft en un ejercicio de marketing subnormal también crearía años después un juego con idéntico título para la caja de ocios de Nintendo. Lo importante de toda esta clonación loca de fedoras es recordar que el bueno era el de Lucasfilm.

Indiana Jones and the Last Crusade

Indiana Jones & The last crusade: The graphic adventure incluía a padre e hijo en portada y en el interior de la caja una de las mejores adaptaciones de película a videojuego. Siguiendo la trama original pero planteando pequeñas rutas alternativas (y con apoyo directo de Steven Spielberg y Lucas) la aventura gráfica era un más y mejor de lo que se había planteado en el género hasta entonces: gráficos brillantes, soluciones alternativas para algunos puzles, estructura firme, diálogos complejos y mucho sentido del humor. Y sobre todo la sensación de protagonizar la Última Cruzada. Las primeras ediciones regalaban un pequeño diario del grial de Henry Jones, el diseño del programa incluía un sistema de puntos IQ (Indy Quotient), la posibilidad de morir y escenas de acción a puñetazo limpio que requerían de cierta habilidad. El juego se convertiría en un éxito.

Los 90 llegarían mucho más movidos, una revisión de Ballblazer llamada Masterblazer desarrollada por terceros; Night shift, un llamativo arcade donde el encargado de una fábrica de juguetes (licenciados nada disimuladamente de franquicias de Lucas) se peleaba con el mantenimiento de una gigantesca maquinaria llamada La Bestia e impulsada literalmente a pedales. Y Loom, aventura de carácter fantástico y experimental en un mundo ambientado en el año 8021 y repleto de artes mágicas cuya principal curiosidad la hallábamos en un ingenioso sistema de control que utilizaba el motor SCUMM pero obviando todo verbo y palabra para ponerse musical: el jugador disponía de un pentagrama y poco a poco lo iba rellenando con diferentes notas, las cuales al ser tocadas en el orden correcto producían las acciones. Lo más ingenioso del asunto no era solo el descubrir las melodías observando los objetos y seres del mundo, sino la capacidad de tocar cada secuencia sonora al revés para provocar el efecto contrario de cada acción: Si Bobbin Threadbare escuchaba una melodía que permitía abrir cosas, interpretándola al revés podría también cerrarlas. El posible bache de las acciones sin opuestos lo saltaban elegantemente con palíndromos musicales. Las versiones originales incluían además una cinta de casete de 30 minutos con los actores que ponían voz al juego interpretando un prólogo en plan radionovela.

Loom, pese a un final de desvergonzado cilffhanger, no vería perpetuada su estirpe. Creada como una trilogía (iba a ser continuada por Forge y The fold) se quedó en una entrega porque a Brian Moriarty, responsable del mundo de notas y capuchas, nadie le hacía caso cuando comentaba lo de ampliar la saga por los pasillos de Lucasfilm.

Ron Gilbert llevaba un tiempo masticando la idea de crear una de piratas tras leerse En costas extrañas de Tim Powers y haber surcado un centenar de veces a la atracción Pirates of the Caribbean en Disneyland. Se solapó de nuevo a Tim Schafer y Dave Grossman y comenzó a desarrollar una aventura bajo el nombre de Mutiny in Monkey Island. Las correrías de los piratas clásicos supondrían insalubridad, terrorismo marítimo en el siglo XVII, violencia salvaje y grumetes con muchas posibilidades de convertirse en la almohada sexual de un marinero con barba de un metro y olor a puerto, pero Gilbert optó por adoptar el tono humorístico de la atracción y el toque paranormal de la novela. Reescribiendo un texto propio en el que un villano y su interés romántico se ponían fantasmales, Gilbert añadió al conjunto el recién llegado que quiere sacar la carrera de piratería. Guybrush Threepwood aterrizaba en Mêlée Island y tras superar tres pruebas, enamorarse de la gobernadora y coordinar una tripulación, que tardaría medio día en amotinarse, se dirigía hacía Monkey Island para recuperar a la chavala de las garras de un pirata (LeChuck) que navegaba junto a una tripulación ectoplásmica sin considerar que fuese un impedimento real estar muerto.

The Secret of Monkey Island

Aquella sería una de las aventuras que encariñarían a más gente gracias a la buena combinación de diversos factores: un reparto con carisma y mucho humor (Gilbert, Grossman y Schafer escribieron el guión a seis manos pero centrándose cada uno en personajes concretos para encauzar con efectividad sus diferente estilos humorísticos), una genial historia de piratería con ramalazo sobrenatural, una icónica banda sonora en MIDI definida como pirate-reggae y compuesta por Michael Land, unos combates a espada que inspirados en la verborrea del cine de Errol Flynn y con la ayuda de Orson Scott Card se convertían en peleas de gallos en prosa, una protección anticopia encantadora y un diseño del script magistral que hasta se esforzaba por impedir la frustración en el jugador menos despierto: permitía resolver varios puzles al mismo tiempo y en aquella época en la que la competencia (Sierra) cocinaba aventuras masoquistas que descuartizaban al jugador a cada error, los de Lucas decidieron que el protagonista no pudiese morir (pequeña mentira: se podía matar a Guybrush de un modo concreto, aunque eso era un chiste).

El poso de la isla de los monos es bastante más salvaje que el de las otras producciones del estudio: una película en proyecto que quedó en nada —pero de la que internet nos deja ver ciertos bocetos, una estrella de Nickelodeon fanática del Monkey explicando cómo le arrimó la idea de producir otra película sobre Guybrush a un ejecutivo de Hollywood, la frase «mira detrás de ti, un mono de tres cabezas» apareciendo en lugares tan dispares como el film Copito de nieve o el libro Esto se ha hecho mil veces de Xabi Tolosa y muchos entusiastas de la aventura haciendo juegos fanmade, deviantarts dedicados, figuritas, recopilaciones de curiosidades y cualquier pleitesía en honor a un juego con más de 20 años.


Arqueología lúdica: Vídeo promocional de Lucasfilm que incluye parodias de teletienda, empleados de la empresa con menos glamour del esperado y, según me comenta Tim Schafer, a la Swordmaster real en el minuto 6:37.

A destacar a esa horda de fans señalando las similitudes entre la cinta Piratas del Caribe y la saga digital, similitudes que partían desde la misma atracción de Disneyland en la que se basaban ambos productos y continuaban con uno de los guionistas, Ted Elliot, como responsable del libreto de la cancelada película de Monkey Island y también del blockbuster de Johnny Depp. La cuarta entrega de las películas de Sparrow además utilizaría de subtítulo el nombre del libro de Powers, On stranger tides cerrando así el círculo por completo.

En esa época Lucasfilm también editaría Their Finest Hour y Secret Weapons of the Luftwaffe, simuladores aéreos de la Segunda Guerra Mundial. Y en 1991 aparecería la secuela del bestseller de piratas fantasma: Monkey Island 2: LeChuck’s Revenge. Novedades de empresa como el cambio de nombre de Lucasfilm Games a LucasArts, nuevo logo (cuya historia se repasa un poco aquí) y técnicas como el sistema iMUSE para gestionar una banda sonora moldeable, escenarios construidos gracias al escaneado (aún pixelado) de dibujos hechos a mano, un mayor casting, un torneo de escupitajos, una némesis que volvía convertida en zombi, el reencuentro de Guybrush y Elaine tras los devenires posteriores al primer juego y ciertos jugueteos con la narrativa: el grueso del juego era un flashback enorme y el desenlace una ida de pelota que dejaba en el aire cientos de preguntas y en las sillas frente al PC muchos traseros inquietos.

Monkey Island 2

Durante esos primeros años de la década noventera la compañía comenzaría a hacerle carantoñas a su Yoko Ono particular: el universo de La guerra de las galaxias. Publicarían los dignos Star Wars y Star Wars: The empire strikes back para una NES agonizante y los estupendos Super Star Wars, Super Star Wars: The empire strikes back y Super Star Wars: Return of the Jedi para ese otro trasto de Nintendo autoproclamado «El cerebro de la bestia».

Al mismo tiempo se estaba incubando en el rancho de Lucas otra de las producciones potentes de la compañía, la nueva entrega de Indiana Jones. Al frente del proyecto se colocó Hal Barwood, y junto con la silla de dirigir se le entregó un libreto, era el guión rechazado que Chris Columbus había escrito para una cuarta entrega del Indiana de cine: Indiana Jones and the Monkey King/Garden of Life. Un texto que incluía fantasmas escoceses y un Rey Mono chino jugando partidas de ajedrez a muerte (texto que se puede consultar en internet). A Bradwood aquello le pareció un horror y tras olvidarlo en una papelera se dirigió a la biblioteca del rancho Skywalker y se puso a escarbar entre libros hasta encontrarse con un mapa de la Atlántida que le despertó la musa. Continuó abrazado a la pseudociencia recogiendo datos de los textos de Platón, Helena Blavatsky, Edgar Cayce, Ignatius L. Donnelly y los estilismos de la civilización minoica, hasta confeccionar una trama sobre atlantes y en torno a un misterioso metal llamado orichalcum. Nacía entonces Indiana Jones and the Fate of Atlantis. La creación del juego se alargó más de lo deseable gracias a la extraordinaria idea de permitir al jugador optar por tres caminos diferentes: el de la inteligencia (donde primaban los acertijos); el acompañado (donde Indy trabajaba en equipo con su compañera de aventuras Sophia Hapgood); o el de la fuerza (donde había un mayor componente de acción), incluyendo en cada una de las rutas diferentes puzles y situaciones que desembocaban en un tramo final común en la Atlántida. Se le estampó una carátula de William Eaken al estilo de los carteles dibujados por el mítico Drew Struzan y el resultado fue un juego tan redondo que para muchos constituía una perfecta cuarta entrega de la saga fílmica por lo bien que encajaba en ella el hombre de la chaqueta de cuero. La crítica lo declaró clásico instantáneo y el juego hizo una caja excelente. Al igual que con el anterior videojuego también se publicó una versión bastarda, Indiana Jones and the Fate of Atlantis: The Action Game a la que no jugó nadie, que había sido encargada a terceros para ser publicada al mismo tiempo que su hermanastra buena.

Tras el éxito de Indiana, en el rancho preparaban otra secuela de una de sus creaciones estrella: Maniac mansion. La compañía colocó bien cerquita a Schafer de Grossman y estos alumbraron Day of the tentacle, recuperando solo a uno de los personajes del juego original (Bernard), y añadiéndole dos compañeros de piso: Laverne, una estrambótica estudiante de medicina; y Hoagie un heviorro clásico; y enviando al trío de vuelta al escenario de la mansión, donde el tentáculo púrpura se estaba poniendo villano tras beber de un desagüe poco salubre. El Dr. Fred, científico loco de la anterior entrega, colaboraba con el grupo enviándolos en Cron-O-Letrinas a surcar el tiempo y catapultando por error a cada uno de los personajes hacía el mismo punto geográfico (la mansión) pero en distintas ubicaciones temporales: el pasado, el presente, y el futuro. Si por algo brillaba Day of the tentacle era por lo ocurrente de sus puzles. Intercambiando a voluntad el control de los personajes, el jugador debía resolver los enigmas utilizando la ventaja del salpimentado temporal: para evitar que un personaje se quedase atrapado entre las ramas de un árbol la solución se encontraba en talar ese árbol en una época pasada, impidiendo su existencia en el futuro. Esa maraña de time travel llegaba a proponer deliciosos disparates: en cierto momento era indispensable conseguir un disfraz para pasar desapercibido en un futuro dominado por los tentáculos, y la única forma de lograr dicho atuendo consistía en enviar los planos anatómicos de uno de los tentáculos al pasado para entregárselos a la mujer encargada de confeccionar la bandera de los Estados Unidos, y en consecuencia poder tener disponible en el futuro un perfecto disfraz de tentáculo ondeando en un asta sobre el tejado de la casa. El fabuloso planteamiento de la historia se veía rematado además por un diseño estético que adoraba a Chuck Jones y el cartoon clásico, por la curiosidad de tropezarnos con figuras emblemáticas de la historia de los Estados Unidos y con el bonus nostálgico de incluir el juego completo de Maniac Mansion de regalo escondido dentro de un ordenador de la propia mansión. La única pega es que se podía hacer corto, pero eso daba igual porque el pogo temporal y lo divertido de su humor lo hacían merecedor de efigie en el pasillo de los clásicos.

(Continua)

Maniac Mansion 2

Vida de Lucasfilm Games, muerte de LucasArts (y II)

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Lucas-Arts

Ilustración de Thorn Bulle basada en la portada original de Steve Purcell.

Chaquetas de cuero y monos de tres cabezas, mansiones maníacas y gaviotas musicales, LucasArts se había convertido en el mesías de la nueva aventura gráfica hasta bien llegado el 93, pero en los que serían los años previos al declive del género aún le quedaba por berrear antes de ahogarse en los lados oscuros.

Steve Purcell es un ducho dibujante con un desquiciado sentido del humor que había colaborado muy activamente en los desarrollos de juegos de la compañía de Lucas. Y resulta que aquel Purcell que dibujaba las carátulas, diseñaba personajes, fondos, animaciones y storyboards en las producciones de LucasArts también tenía un par de personajes alojados en los tebeos. Alguien decidió que un perro llamado Sam y un conejo llamado Max que ejercían de policía freelance bajo la tinta de Purcell eran buen material para otra de sus aventuras, y el artista, orgulloso de sus hijos, se puso a trabajar junto a Collete Michaud, Sean Clark y Michael Stemmle creando una aventura gráfica muy fiel a las peripecias de las viñetas, incluso teniendo en cuenta que aquellas historias entintadas estaban dirigidas a los adultos mientras que LucasArts era más de apostar por el humor blanco y family-friendly. Sam & Max: Hit the road era hilarante e incluía todo las filias características de Purcell, desde el decadente y pop american way of life de estaciones de servicio hasta el imaginario legendario norteamericano de big foots y locuras similares. La aventura incluso escondía minijuegostontorrones para descansar el cerebro, y la edición original ofrecía, a modo de manual de instrucciones, un libro para colorear con viñetas y coñas de Purcell y un pequeño juego de tablero a doble página.

Sam & Max1993, un año con el cederrón como emergente medio de almacenamiento y con dicho disco alojando en exclusiva un juego de la compañía, Star Wars: Rebel Assault. Los ordenadores de aquellos años aún no eran lo suficientemente potentes como para procesar un número interesante de polígonos en tiempo real, pero se encontró un remiendo viable: utilizar otros ordenadores más potentes para crear mundos complejos, grabarlos en vídeo y utilizar en los videojuegos lo grabado. El FMV (full motion video) se puso de moda en el mundo del ocio digital aprovechándose de la mayor capacidad de almacenamiento que permitía el cederrón, y Rebel Assault tiraba de los escenarios prerrenderizados para proyectarlos en la pantalla y superponer en ellos naves, personajes y rayos láser, conformando así un torpe pastiche, pero asombroso en aquella época, que provocaba la sensación de estar jugando sobre unos raíles invisibles y espaciales. Rebel Assault perseguía las peripecias en la lucha contra el imperio de un joven novato (bautizado por alguna musa vaga como Rookie One), incluía varios niveles a los mandos de naves míticas de la saga y uno a pie, caminaba de forma paralela a las películas, era divertido de experimentar y presentaba a todo un casting original que debido a la técnica empleada se movían como títeres de cartón en las escenas intermedias.

Rebel AssaultDos años más tarde aterrizaría su secuela, Rebel Assault II: The Hidden Empire, que LucasArts se tomaría como una superproducción: actores filmados intercalados con metraje real de las películas, attrezzo que provenía de los films, peliculera ilustración de portada, banda sonora espectacular (al igual que su predecesor) y unas escenas prerrenderizadas que disimulaban con más ganas el sendero prefijado utilizando pequeños trucos para engañar al usuario al hacerle creer que tenía más control del posible sobre la ruta en curso. Muy épico todo, aunque el jugador más veterano podía abandonar pronto esa galería de tiro por creerla más cercana a la película interactiva que al juego puro. Parte de la culpa la tenía la libertad real ofrecida por juegos de la competencia como Wing Commander, o las variantes de aquel creadas por la propia compañía de Lucas: el bombazo que fue el simulador espacial X-Wing.

Donde Rebel Assault ofrecía una experiencia peliculera pero acotada con luces de neón por la barrera técnica, X-Wing se presentaba como un juego puro que prefería soltarnos en un espacio infinito creado por completo a base de polígonos (en los juegos en 3D hasta entonces se solía abusar de las imágenes planas en 2D para aligerar carga) y nos dejaba hacer a nosotros y a nuestra pericia en lugar de llevarnos esposados. El juego proponía otra historia original que transcurría de manera paralela a la primera cinta de Star Wars, aunque comenzaba antes que esta. Un simulador espacial publicado por LucasArts pero desarrollado por Totally games, responsables unos años antes de los juegos de combate aéreo, y ganador de multitud de menciones y premios del sector crítico de la prensa de juego. Bendecido con unas ventas explosivas y ampliado con un par de expansiones: Imperial Pursuit y B-Wing. A la hora de plantearse una secuela, los desarrolladores mejoraron el motor, afinaron la inteligencia artificial del producto y optaron por una idea muy astuta: darle la vuelta a la tortilla. Si en X-Wing se pilotaba junto a las tropas rebeldes, en su continuación habría que alistarse en el bando del lado oscuro. Ese juego era TIE-Fighter, y al igual que su predecesor se ganó a base de misiones poligonales el respeto de las masas.


Vídeo promocional en cómodo VHS de LucasArts.

El catálogo interno empezaría a tontear con los juguetes del salón publicando cosillas para las consolas. Zombies ate my neighbors, acortado a Zombies en las Europas por culpa de algún ejecutivo de márketing de espíritu triste, era un juego de acción de perspectiva aérea y personajes extraídos del terror palomitero, nada del otro mundo si exceptuamos el detalle de tener un nivel basado en el escenario de Day of the tentacle y que logró crear una base de fans de manera inexplicable. A este le seguiría una secuela, Ghoul patrol, y algo más de leña en perspectiva aérea: Big sky trooper proponiendo mazmorreo espacial, y Herc’s adventures revisitando mitologías con piel de dibujos animados ya en las consolas que masticaban discos. La parte interesante venía con el desconocido y desamparado Metal warriors de SuperNES, con esos americanos jugando a ser japoneses haciendo juegos de salta y dispara con mechwarriors esculpidos en anime. Y también el retorno del héroe en Indiana Jones’ greatest adventures, un plataformas muy bonito de ver y oír que repasaba escenas puntuales de las (en aquel momento) tres películas.

Entretanto, Tim Schafer se empeñaba en demostrar que era macarra y heviorro de moto, y se ponía a los mandos de otra aventura gráfica tirando la casa por la ventana con un presupuesto de millón y medio de dólares, licenciando a los The Gone Jackals para la banda sonora (aquí se les puede ver tocando para promocionar el juego) y contratando a dobladores profesionales para dotar de voz a los personajes. El resultado sería Full Throttle, protagonizada por un antihéroe llamado Ben con chupa de cuero, motocicleta con la potencia de un cohete espacial y rodeado de mucha referencia al mundo de Star Wars (y de su padre: George Lucas tenía un cameo en el juego). Se optó por simplificar las acciones a cuatro opciones de interacción que agrupaban tanto el iniciar una conversación como el meterle una patada a aquello que la necesitase. Schafer tuvo que renunciar a un pasaje alucinógeno que implicaba meterse peyote (y cuya idea en el fondo fue el origen del loado Psychonauts años después), y todo el juego hacía gala de un humor cafre, que se puede resumir con dos de sus líneas de diálogo:

—Bonito perro.

Es mi hija.

Buena aventura con olor a gasofa que pecaba de un defecto importante: era demasiado corta y sencilla, cualquiera con un par de luces sin fundir podía completarla en un suspiro.

Full Throttle

El mismo año de las aventuras de Ben, Lucasarts puso el ojo sobre la fiebre de first person shooter que estaba comenzando a forrar el mercado tras el éxito de Doom. Y decidió aprovechar sus propias licencias y combinar el pegatiros subjetivo con el universo de la Estrella de la Muerte. Dark forces apareció en las pantallas como un aprendiz avanzado de Doom, su motor permitía más posibilidades que el paseo por el infierno de iD, se situaba en la franquicia galáctica y aguantó las quejas de los fans por la ausencia del sable láser como parte del armamento. Vendió una barbaridad.

Después llegaría Spielberg y la película que no pudo ser. The dig se presentaba como una aventura gráfica de semilla muy Spielbergiana, con un equipo perdido en un planeta misterioso. El director la idearía en principio como un capítulo para su serie de Historias asombrosas y posteriormente como una película que a última hora decidió desechar por costosa. Orson Scott Card y Brian Morarty trabajaron en equipo junto con Spielberg para crear la trama y los diálogos. Y pese a que empezó a moldearse en el 89 (en una versión mucho más dura y sangrienta) no acabó tomando forma hasta el 95. Una aventura sólida pero que no acabó de convencer tanto como las más clásicas, pecaba de mucho rompecabezas de piezas y de menos encanto general. El tener a pocos protagonistas en un planeta sin demasiada gente quizá tenía parte de la culpa.

La producción de LucasArts se montaría en un cohete y fabricaría un poco de todo. Afterlife, un Sim City en el más allá que proponía gestionar al mismo tiempo el cielo y el infierno, una buena idea desquiciante por sus licencias fantásticas y por tener que controlar dos ciudades al mismo tiempo. Indiana Jones y sus aventuras de despacho, juego de perspectiva Zeldesca y movimientos rácanos vendido en uno de los casi abandonados disquetes de 3 y ½ que ofrecía miniaventuras de una horilla para jugar en los ratos libres (incluía un botón de emergencia para minimizar si uno se encontraba en el trabajo). Una idea continuada con Yoda’s stories, que era lo mismo pero en el mundo de la galaxia muy muy lejana; Outlaws, un FPS en el lejano Oeste con producción de dibujos animados; Star Wars: Shadows of the Empire, un third person shooter con un clon espiritual de Han Solo; Star Wars: X-Wing vs. TIE Fighter, encaminado el simulador espacial hacia el multijugador; Star Wars Jedi Knight, la secuela del exitoso Dark Forces, permitiendo esta vez empuñar un sable láser; y Mortimer and the Riddles of the Medallion, uno de sus productos más desconocidos, enfocado a los más pequeños y con un caracol viajando a través de mundos fantásticos que daban la impresión de estar regados en ácido lisérgico.

The Curse of Monkey IslandCon el 97 llegaría la esperada tercera parte de las aventuras de Guybrush, con Jonathan Ackley y Larry Ahern (venían de Full Throttle) supliendo la ausencia de Ron Gilbert, creador de la saga que abandonó LucasArts tras el segundo Monkey. The curse of Monkey Island aterrizó entre las quejas de los fans cuando se encontraron a primera vista con un rediseño radical del arte del juego. Si los anteriores eran hijos prodigio de la hegemonía del pixel, La maldición de Monkey Island optaba por el dibujo animado (como ya hacía la compañía rival Sierra con Larry 7 y King’s Quest 7) empuñando una personalidad muy estilizada de cúmulos en espiral obra de Bill Tyler. Aquella fantástica fachada pronto entró por los ojos y aletargó un poco que el juego fuese finalizado con tantas prisas: su desenlace fue podado para cumplir la fecha de entrega y por eso el epílogo resultaba tan abrupto y apurado como inconsistente. Eso sí, durante el trayecto una gran aventura, muchísima gracia, una banda sonora que por fin se lucía de verdad gracias a las virtudes del cedé, un cachondísimo puzle cantado que se quedó fuera de las versiones en lengua no inglesa y unas cuantas escenas memorables frente a un puñado de ellas menos imaginativas: volvían las peleas de insultos pero esta vez en forma de rimas, y la personalidad de algunos secundarios clásicos se transmutaba de golpe. Y entre sus incorporaciones a la mitología icónica de Monkey Island figuraba Murray, la calavera megalómana, o el secundario malvado con más carisma del mundo del videojuego.

El siguiente producto sería otra obra de arte de la compañía y la primera que dejaba de lado las dos dimensiones para tontear con las seudo-3D: Grim Fandango. O Schafer utilizando el Día de los Muertos mejicano como escenario para crear un mundo lapidado por el cine noir y la iconografía de caretas y esqueletos. Casablanca en el más allá, un protagonista llamado Manuel Calavera, una aventura cómica, trágica y melancólica al mismo tiempo que se empeñaba en ir más lejos de lo que el medio acostumbraba. Se apunta a un camino que insinúa la poesía visual, con muertes florares ocurriendo con un faro como testigo o la visita a ese mundo de los vivos plano, deforme y extraño. E incluso el propio final tan incierto y evocador como el canon de la serie negra. Todo encorbatado en un imaginario visual increíble y por desgracia dotado de un control incómodo que no impidió que los jugadores y la prensa al completo acabasen levantando sombreros ante la creación de Schafer.

En el 2000 aparecería una nueva entrega de los devenires piratas con La fuga de Monkey Island, dirigida por Sean Clark y Michael Stemmle, reciclando el incómodo motor de Grim Fandango. Aventura meritoria que ni con esas logró convencer a los siempre irascibles fans por tomarse demasiadas licencias que parecían desmerecer a la saga: aquella sosísima parodia de Mortal Kombat o un absurdo acto final que incluía una gigantesca cabeza de mono convertida en un mechwarrior. El traslado visual a las tres dimensiones de Guybrush tampoco causó demasiadas alegrías a un público demasiado acostumbrado a las 2D.

Tras el cuarto barco de monos, LucasArts lo intentaría de nuevo con tres proyectos de funesto destino. Full Throttle: Payback secuela motera suspendida tras desavenencias internas con jefazos. Otro Full Throttle: Hell on Wheels, enfocado como un juego de acción que sería cancelado cuando ya paseaba las demos promocionales. Y Sam & Max: Freelance Police, una segunda parte de Sam & Max que se suspendió con el juego en un estado bastante avanzado escudándose en lo poco rentable de la aventura contemporánea y con el presidente (Jim Ward) de la compañía anunciando que no volverían al terreno de la aventura gráfica hasta 2015 o por ahí.

Grim Fandango

Por aquel entonces la empresa ya llevaba tiempo centrándose en productos menos arriesgados de la manera más práctica: sepultando al consumidor entre juegos de Star Wars. LucasArts se enajenaría y publicaría más de medio centenar de juegos sobre la Guerra de las Galaxias, desarrollados tanto por ellos mismos como por tercero,s y tocando todos los géneros existentes del universo: estrategia (SW Force Commander, SW Galactic battlegrounds), acción en primera persona (SW Republic comando), massively multiplayer online role-playing game (SW Galaxies), lucha (SW Masters of Teräs Käsi, The Clone Wars: Lightsaber Duels), destruction derbies (SW Demolition), carreras (SW Episode I: Racer), nuevas sagas (la series de SW Rogue Squadron y The Force Unleashed), adaptaciones de las nuevas e inmundas películas (SW Battle for Naboo, Jedi power battles, Obi-Wan), competiciones de karts (SW Super Bombad Racing), más secuelas (Jedy knight II, X-Wing Alliance), exitosos clones de Battlefield (la serie SW Battlefront) e incluso enciclopedias (SW Behind the magic).

De entre todos ellos destacaban con honores los roleros Star Wars: Knights of the Old Republic y su continuación Star Wars: Knights of the Old Republic II: The Sith Lords, un par de muy celebrados RPG que se apuntalaban en la trama y heredaban el sistema de juego de Dungeons & Dragons. El primero fue desarrollado por Bioware y su inesperado y recordado giro de guión en el desenlace dejó muchísimas bocas abiertas. De la secuela se encargaría Obsidian Entertainment, quienes completaron un juego notable pese a recibir los latigazos de LucasArts y sus prisas, hasta el punto de tener que recortar una gran parte del contenido y sacar una versión repleta de bugs para llegar a tiempo a la tienda.

Star Wars KOTORA lo largo de esta avalancha de productos empezaba a notarse que la cantidad de los juegos galácticos influía en la calidad media de los mismos. Años antes, la propia compañía había asegurado que limitaría el 50% de los desarrollos a Star Wars para crear más productos originales, pero con tanta cancelación y como en el fondo aquello era una gallina incubando oro la promesa no llegaría a cumplirse. Tampoco ayudó que la oficina de dirección de la compañía viviese una conga continua durante los últimos años: al presidente James Ward lo sustituyó temporalmente Howard Roffman y a este Darrell Rodriguez. Rodriguez abandonaría el puesto en un par de años y llegaría Paul Meegan, quien también estaría dos años en la silla antes de decidir irse con los vientos y ser sustituido por Kevin Parker y Gio Corsi como remedios temporales. Todo aquel movimiento se convirtió en recortes y en unos cuantos trabajadores revisando su inventario dentro de una caja de cartón a las puertas del Rancho Skywalker.

También durante estos años se produjo la reconversión de Indy hacia el plataformeo de Tomb Raider, lo cual no dejaba de tener cierta guasa al ser aquella Lara Croft una versión de sexo opuesto confesa del hombre del látigo. Indiana Jones y la máquina infernal, dirigido por el Barwood que lo invitó a la Atlantis pero con mucha menos fortuna que la aventura gráfica pese a recuperar también a Sophia y siendo simplemente correcto. Indiana Jones y la tumba del emperador, siguiendo la misma senda de plataformeo 3D, con portada de Drew Struzan, narrativa de precuela y ambiente oriental. Indiana Jones y el cetro de los reyes girando en torno a un artefacto legendario interesante, el cetro con el que Moisés separó las aguas, pero patinando como juego al estar resuelto con escenas inconexas. La versión Wii de este último tenía además el detalle de incluir como contenido desbloqueable Indiana and the fate of Atlantis, que irónicamente era mejor juego que aquel. Y finalmente Indy tuvo su dosis de formato Lego (Lego Indiana Jones: The Original Adventures, Lego Indiana Jones 2: The Adventure Continues).

Entre tanto sable láser y sombrero asomaron tímidamente otros títulos que LucasArts publicaría, tanto propios como de terceros: el loquísimo Armed and dangerous y su arsenal imposible; la olvidada (mal) escuela de gladiadores que montaron con Gladius, RTX Red Rock; Secret Weapons Over Normandy; Wrath Unleashed, la entrega pandiloca de Mercenaries; Fracture; dos Thrillville enfocados en la construcción de un parque de atracciones divertidos pero demasiado fáciles al estar dirigidos a los pequeños; y Lucidity, que era un fallido intento de combinar el Tetris con las plataformas. De paso remakearian con capa de pintura las dos primeras entregas de Monkey Island en ediciones especiales en HD. Y otorgarían la licencia de las las aventuras de Guybrush a Telltale Games (empresa formada por exempleados de LucasArts), quienes gestarían una quinta entrega episódica (Tales of Monkey Island) más que recomendable.

Pero aún había tiempo para revolcarse más hondo publicando un título desarrollado por Terminal Reality que acabó por prostituir lo poco que quedaba entero de las galaxias: Kinect Star Wars, diseñado para jugar con la tontería de cámara-sensor de Xbox. El disco incluía entre los minijuegos una sección de baile discotequero con auténticas joyas de la vergüenza ajena: Ojo a ese lado oscuro reventando la pista de baile o a la sangrante letra de la canción que menea a Han Solo en la discoteca.

En 2012 George Lucas se reunía con un ratón y le vendía a The Walt Disney Company el pack completo de Lucasfilm (que incluía la rama de videojuegos) por 4000 millones de dólares. Disney aseguraba que todo seguiría del mismo modo, pero meses después anunciaba el cese de LucasArts como desarrolladora de juegos y cancelaba los productos que estaban cocinando: el llamativo Star Wars 1313, First assault, y los supuestos (un RPG, un simulador aéreo y un FPS). Se podó salvajemente la plantilla a base de despidos y se convirtió ese brazo lúdico en un pequeño departamento de diez personas dedicado a gestionar la licencia de franquicias en propiedad.

En 2013 LucasArts no ha muerto en la teoría, pero en la práctica se limitará a moverse entre papeles licenciando sagas a otros (EA se está encargando de un Battlefront). En las oficinas de Lucas todo lo que queda son una decena de personas ataviadas con orejas de Mickey Mouse, mirando por la ventana como un pirata translucido que observara a su tripulación fantasmal y sabe que quizá todo eso no es tan mala idea después de cosas como Kinect Star Wars o El poder de la Fuerza II y de que los diseñadores estrella hubiesen abandonado el barco muchos años atrás.

Para el epitafio quedan un montón de valiosos valores, los homenajes a las personas detrás de los juegos y la firma dorada estampada en la época aventurera del mundo del entretenimiento.

 fin

Los mejores grupos que no han existido jamás

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this-is-spinal-tap-1984-01-g2

Spinal Tap (oficialmente con diéresis en la n) es probablemente la Mejor Banda de Rock que jamás ha existido. Y la culpa de ello la tiene la película This is Spinal Tap, que estableció su leyenda a base de falso documental descacharrante y logró que el culto que la rodeaba convirtiera la broma en realidad generando giras de la propia falsa-pero-no-tanto formación. La existencia de Spinal Tap y su estupenda manera de entender el verdadero secreto de una escala de volumen también es la razón de que en productos tan dispares como Toy Story 2, la página de la BBC, House, las novelas de Mundodisco, House of the dead: Overkill, Los Simpson, Hora de aventuras, Scott Pilgrim contra el mundo, Burn out Paradise o Doctor Who existan medidas acotadas que deciden saltarse jocosamente el límite de la decena. Marshall llegó a comercializar amplificadores luciendo el icónico 1-11, y hasta la propia página de IMDB de la película abandona las diez estrellas habituales de calificación para convertirlas en 11.

This is Spinal Tap puede ser uno de los más influyentes grupos que no han existido, pero podría convivir tranquilamente no solo con otras formaciones creadas a partir de la ficción, sino con bandas reales encabezadas por componentes virtuales, bandas falsas que deberían haber sido reales, artistas falseando agrupaciones musicales o cualquier cosa que juegue a amenazar la presencia en el plano de lo real de la formación melódica habitual.

O algunos de los mejores grupos que no han existido jamás.

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rutles

The Rutles

All you need is cash (1978)

Eric Idle ideó con Neil Innes un sketch para Rutland Weekend Television con una parodia a bocajarro de los Beatles. Un ejecutivo de Saturday Night Live contempló el gag y encontró material para un mockumentary, género que tenía pocos precedentes aparte de Woody Allen, titulado The Rutles: All you need is. Innes se encargó de la BSO con una veintena de temas clones de la herencia escarabajo que le reportarían la nominación a un Grammy. La película incluía una hilera de famosos: Mick Jagger, Paul Simons, Michael Palin, Ron Wood, Dan Aykroyd, Bill Murray, John Belushi y… George Harrison. Claro ¿Y los auténticos Beatles? Harrison estaba en el ajo, a Ringo Star le pareció simpática, a John Lennon le encantaba y aconsejó quitar el tema Get up and go del vinilo para evitar demandas de la compañía, a Paul McCartney no le hizo ni puta gracia hasta que su mujer le convenció de lo contrario. The Rutles sacarían singles y discos, incluyendo un Archaeology en el 96 parodiando el Anthology beatle, y rodarían en gira. Una secuela olvidable, tardía y bastante vaga fue perpetrada por Idle en plan comando en 2002.

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Cachabolik

Cachabolik blues rock

Cachabolik blues rock y el fantasma del museo del Prado (1988)

Al Superlópez de la década de los 80 le tocó un villano contemporáneo: una banda de rock. Cachabolik lideró una agrupación que, gracias a una partitura infernal de Chirridowsky, influenciaba brutalmente a los jóvenes. Al Trapone estaba detrás de todo aquello y Superlópez decidió combatir la amenaza de la única manera lógica: montando su propia banda. Hay quien descubrió en las letras de Cachabolik la influencia de Barón Rojo, e incluso apareció alguna formación musical bautizada a partir del tebeo. Pero lo más curioso de todo era ese acercamiento del gran Jan al mundo sonoro, porque el creador de Superlópez es sordo desde los seis años.

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thebangbang

The Bang Bang

Brothers of the head (1977, novela)

Brothers of the Head (2005, película)

En los 70, convertirse en una superstar del rock implicaba estar cocinado con un punto excéntrico más elevado y notorio que el de la gente normal. Los hermanos Tom y Barry Howe lo tenían mucho más fácil porque ellos directamente reventaban el medidor de extravagancia: dos siameses que empollaban en su cuerpo una tercera cabeza en estado de hibernación, convirtiendo en una tarea imposible para cualquier competidor intentar molar más de cara a las fotos promocionales. La adaptación de esa novela de Brian Aldiss al formato mockumentary incluía la valentía de los actores (Luke y Harry Treadaway, gemelos en la vida real) de interpretar ellos mismos los temas de la banda en los antros más selectos de los punkis 70 británicos: Two-way Romeo.

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Dethklok

Dethklok

Metalocalypse (2006-Actualidad)

Adult Swin alberga Metalocalypse, una serie animada de humor bestia («IM EATING CHIPS») protagonizada por una banda metalera que irradia un extraño carisma pasivo. Detrás de todo estaban Brendon Small (Home movies) y Tommy Blacha, quienes no solo dieron forma a los descerebrados heavies de tinta, sino también una carrera discográfica: Deathklok publicaría tres entregas de The Dethalbum y girarían junto a Mastodon o High on Fire. También son los culpables de que exista un videoclip en el mundo titulado Eyaculo fuego.

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RobinSparkles

Robin Sparkles

How I met your mother 2×09, 3×16, 6×09 (2006)

Just Dance 3 (2011)

Hay que dudar mucho de la paternidad real para sentarse delante del supuesto progenitor y aguantar la narración de ocho temporadas sobre cómo tu padre se ha dedicado a perseguir culos que no eran el de tu madre. Robin Scherbatsky (Cobie Smulders) fue uno de los los intereses del pesado de Ted Mosby. Y aquel personaje ocultaba un pasado de superestrella canadiense del pop, de nombre artístico Robin Sparkles, de viaje eterno por los corazones del consumismo interpretando un tema de clip fake ochentero: Let’s go to the mall.

La canción llegó a colarse en el juego Just Dance 3 con escenario dedicado y una Sparkles fosforita azotándose el culete como si fueran dos bongos. El brillo purpurina de la artista no se libraría de un clásico del espectáculo: la etapa oscura, donde asesinó a Sparkles y alumbró a Robin Daggers.

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386

386 DX

(1998)

Todo lo que necesitaba Alexei Shulgin para montar un grupo era un ordenador vintage.

Configuró el aparato para que interpretara versiones de The Mamas & the Papas, Nirvana o Sex Pistols, lo asentó bajo un paraguas en las calles de Austria y le plantó un tupperware delante por si el viandante decidía dejar limosna. En esencia convirtió la retroinformática en un intérprete virtual con un repertorio compuesto por versiones. Shulgin hizo gira con el aparato y ofreció conciertos tan llamativos como el celebrado en la frontera entre San Diego y Tijuana, con Shulgin en el lado estadounidense y el ordenador en el mexicano.

Sí, Shulgin está como una chota, y eso es genial.

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soggy

The Soggy Bottom Boys

O, Brother, Where Art Thou? (2000)

La película de los Coen propició un inesperado revival del bluegrass que acabó logrando que la banda sonora vendiera 7,8 millones de copias (una cantidad mayor que los DVD del film vendidos). Dan Tyminski, uno de los cantantes encargados de interpretar los temas le dijo a su mujer «En la película verás a George Clooney pero oirás mi voz cantando» y ella contestó «Eso es lo que siempre había deseado».

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Gorillaz

Gorillaz

(1998-2012)

Damon Albarn (Blur) ideó junto a Jamie Hewlett (creador de Tank Girl) la que sería la banda virtual más exitosa. Los intérpretes animados, comandados por 2D, gozaron de revestimiento con biografías salidas de madre, jugando a crear un universo propio defendido con un alud de colaboraciones (D12, Snoop Dog, Lou Reed, DeLa Soul, Jame sMurphy, André 3000, Gruff Rhys, Daley, Paul Simonon o Mos Def entre otros) con una producción discográfica de lo más interesante, y sobre todo con una serie de videoclips sobresalientes (prueba 1, prueba 2, prueba 3, prueba 4, prueba 5, prueba 6, prueba 7). Para las giras y actuaciones en directo Albarn y compañía recurrían a proyecciones animadas y ofrecían un show que agotaba entradas con soltura.

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The Weird Sisters

Harry Potter (2003-2007, novelas)

Harry Potter y el cáliz de fuego (2005, película)

En los libros son un grupo muy peludo que trae loca a la juventud de Hogwarts. En la película una formación de fugaz aparición con Jarvis Cocker y Steve Mackey de Pulp, Jonny Greenwood y Phil Selway de Radiohead, Jason Buckle de All Seeing I y Steve Claydon. Rebuscando en la red encontramos el clip de su actuación completa interpretando el ridículo Do the hipogriff ante groupies hechiceras, aporreando unos platillos absurdos y con el elemento menos rockero del mundo: una gaita intentando petarlo.

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Zack Attack

Saved by the bell 3×22 (1991)

Revisitar Salvados por la campana es más doloroso de lo esperado y uno acaba por comprender por qué Mark-Paul Gosselaar terminó anidando en telefilms y Dustin Diamond rodando porno casero con un dirty sanchez como reclamo. Pero más vergonzoso resulta descubrir que aquella apestosa tonadilla titulada Friends forever que se escondía agazapada en el subconsciente tarareándose a sí misma no había sido una pesadilla pero sí, en la más pura tradición del guionista haragán, un sueño de Zack Morris.

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Restaurantedelfindelmundo

Zona catastrófica

El restaurante del fin del mundo (1980)

La guía del autoestopista galáctico observa que a Zona Catastrófica, un conjunto de rock plutónico de los Territorios Mentales Gagracácticos, se le considera generalmente no solo como el grupo de rock más ruidoso de la galaxia, sino como los productores del ruido más estrepitoso de cualquier clase. Los habituales de conciertos estiman que el sonido más compensado se escucha en el interior de grandes bunkers de cemento a unos 17 kilómetros del escenario, mientras que los propios músicos tocan los instrumentos por control remoto desde una astronave con buenos dispositivos de aislamiento, en órbita permanente en torno al planeta, o con mayor frecuencia alrededor de otro planeta diferente.

En conjunto, las canciones son muy simples, y la mayoría sigue el tema familiar de un ser-muchacho conoce a un ser-muchacha bajo la luna plateada, que luego explota por ninguna razón convenientemente explicada.

Muchos mundos han prohibido terminantemente sus actuaciones, algunas veces por razones artísticas, pero normalmente debido a que el sistema de amplificación de sonido del grupo infringe los tratados locales de limitación de armas estratégicas.

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Dragon

Dragon Sound

Miami connection (1987)

En el 87 los moteros ninja narcotraficantes eran una plaga bastante molesta en las costas de Miami. Pero para compensar, la humanidad tenía a mano a Dragon Sound, la banda rockera experta en artes marciales que cuando no estaba interpretando su tema Against the ninja, estaba haciendo eso mismo, pasarles zapatos por la cara a los ninjas.

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scott

Sex Bob-omb

Scott pilgrim (2004-2010, tebeos)

Scott Pilgrim contra el mundo (2010, película)

«We are here to make you think about death and get sad and stuff» debería de ser el grito de guerra de toda banda de garaje rock canadiense desde que Bryan Lee O’Malley lo pusiera en boca de la batera de Sex Bob-Omb en los fabulosos tebeos de Scott Pilgrim. La conversión al cine del guitarreo salió muy bien parada: Edgar Wright, hastiado por la cutrez de las bandas ficticias en el cin,e quería que el grupo en pantalla sonase real y puso a Beck, Broken Social Scene, Metric o Dan the automator en la trastienda para crear temas dignos. Y el resultado fue tan redondo como se puede comprobar aquí, aquí o aquí (We hate you please die, probablemente el mejor título de canción de la historia).

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autobahn

Autobahn

El gran Lebowsky (1998)

Nihilistas, alemanes y con inspiración directa en Kraftwerk nada disimulada: su nombre proviene de un tema de los robots germanos. De formación ilustre: el Flea de los Red Hot Chili Peppers, Peter Stormare y Torsten Voges. Un único vinilo de electropop titulado Nagelbett, del que solo catamos la portada y la maldad de simular un secuestro con el dedo cortado de un personaje que interpreta otra artista del mundo real: Aimee Mann.

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scaretactics

Scare Tactics

Scare Tactics (1996-1998)

Formación de viñetas con elenco de naturaleza indómita: vampira, hombre lobo, reptiliano y mutante ciclado. La parte más graciosa fue la idea de su guionista (Len Kaminski) de grabar realmente un tema de la banda para regalar a los seguidores: contrató los servicios de un grupo real (cuyo nombre no desvela alegando que está prohibido por contrato) y acabó empaquetando cientos de casetes para que al final DC le comentase que ni los derechos de Scare Tactis eran suyos ni estaban ahí para hacer esas tonterías. Kaminski acabó comiéndose la montaña de cintas.

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thewonders

The Oneders (rebautizados como The Wonders)

The Wonders (1996)

Tom Hanks dirigió una película sobre una banda one-hit-wonder y consiguió el mismo efecto que los one-hit-wonders: expandir la canción culpable de todo como si fuera la peste y que todos acabáramos asqueados del cansino That thing you do!.

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starwars

Figrin D’an and the Modal Nodes

Star Wars (1977)

Coloquialmente conocidos como la Cantina band con su tema Cantina band (renombrado como Mad about me en las novelas paralelas). Ningún otro grupo de ficción ha conseguido cosechar tanto éxito y perversiones de la original, con un tema completamente instrumental compuesto (aproximadamente) en el 3.643 Antes de la Batalla de Yavin.

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gijoe

Cold Slither

G.I.Joe (1985)

Es fácil señalar el momento en que G.I.Joe decidió saltar el tiburón: cuando la organización Cobra, apurada por las deudas, decidió montar su propia banda de rock: Cold Slither.

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stillwater

Stillwater

Casi famosos (2000)

(No confundir con los Stillwater reales)

Cameron Crowe tiró de los recuerdos de su etapa como periodista para Rolling Stone persiguiendo los talones de Led Zeppelin, The Allmanbrothers Band, Lynyrd Skynrd o The Eagles y se embarcó en un tour en bus con Jason Lee. Construyó la banda ficticia con la obsesión de hacerla absolutamente creíble y el resto es historia: ¡SOY UN DIOS DORADO!

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southpark

Timmy And The Lords of the Underworld / Faith +1

South Park 4×03, 7×09 (2000,2003)

Rock Band (2007)

Pocos registros vocales pueden plantarle cara a la asombrosa capacidad de mutar y revolverse de las armonías que Timmy era capaz de regurgitar. The Lords of the Underworld lo vieron claro y reclutaron al chiquillo en su seno para ira y rabia de Phil Collins. El temazo se publicó como single y apareció como bonus track en el aporrea-botones Rock band. Del mismo pueblecillo de Timmy era natural Cartman, creador del grupo cristiano Faith+1, con un ilustre método de composición consistente en agarrar canciones poperas de éxito e introducir un «Jesus» de tanto en tanto.

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milli

Milli Vanilli

(1988-1998)

Versión cárnica del artista virtual. Descubiertos por Frank Farian en Munich, Fab Morvan y Rob Pilatus fueron contratados para simular que eran los verdaderos intérpretes de temas que realmente cantaban Charles Shaw, John Davis y Brad Howell, a quienes Farian descartaría por feos. Su Girl you know it’s true fue un bombazo pero, tras una actuación accidentada con el playback yéndose de cañas y chivatazos de los verdaderos cantantes a los medios, Farian acabó confesando el engaño y la carrera de Milli Vanilli se desintegró con la misma rapidez con la que se les pidió que devolvieran el Grammy de 1990. Farian lanzó entonces The real Milli Vanilli, mostrando a los verdaderos intérpretes en portada y fichando entre ellos a un clon de los Vanilli falsos para abrillantar un poco la foto de grupo. Morvan y Pilatus prepararían un segundo advenimiento, pero Pilatus, tras pasar por prisión, delinquir lo suyo y zambullirse en la droga aparecería muerto y aquel álbum (Back for action) no llegaría a publicarse. Milli Vanilli fueron reales a medias y no andan alejados de otras empresas que proponen maniquís de cara al público con artistas en la sombra. Realmente tampoco hay mucha diferencia con el Justin Bieber que bailotea (y vomita) sobre las tablas mientras en la trastienda tiene el Autotune rebosándole por las orejas.

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Glados

GLaDOS

Portal (2007)

Saliéndonos del concepto de banda y entrando en el terreno del cantautor. Portal venía como añadido en una caja naranja llena de juegos, y resultó ser lo más interesante de ella. El reto parecía un pequeño puzle, pero acaba retorciendo toda la narrativa de los juegos amparándose en un gadget genial capaz de crear portales conectados y en uno de los más brillantes antagonistas: GLaDOS, inteligencia artificial maquiavélica que jugaba con el propio jugador y prometía tarta. La sorpresa de Portal ocurría durante los créditos finales en forma de canción, inesperada y descacharrante, interpretada por la propia GLaDOS: el maravilloso Still alive, o la forma más creativa y menos molesta de cerrar con un «continuará».

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bill&ted

Wyld Stallyns

Bill & Ted excellent adventures (1989)

Bill & Ted bogus journey (1991)

La carrera de Wyld Stallyns comenzó de manera descerebrada y poco prometedora, viajó en el tiempo en una cabina de teléfonos y terminó con la alineación soñada por cualquiera: aquella que incluía un alienígena, dos robots y a la propia Muerte. Mucho cuidado, que traerían la paz y armonía al mundo.

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Jem

Jem and The Holograms

Jem (1985-1988)

Jerrica Benton es a Jem lo que Bruce Wayne a Batman, la identidad real de alguien que tiene que ocultar su vocación y una selección de vestuario cuestionable. Escudándose en la saludable suspensión de la credulidad que ofrecen los dibujos animados, Jerrica utilizaba la tecnología holográfica de sus pendientes para convertirse en frontwoman del grupo Jem and The Holograms, y también para saturar su puesta en escena de FX fucsias. Una de las bandas rivales se hacía llamar The Misfits, pero desgraciadamente no lucían una cascada de pelo grasiento descendiendo por la cara ni maquillaje cadavérico de horror punk.

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Hedwig

Hedwig and The Angry Inch

Hedwig and the Angry Inch (2001)

Hedwig and the angry inch es un musical, que hacía gira por pubs, convertido en película. Hedwig es una cantante transexual que entre las piernas tiene más o menos lo mismo que una Barbie y suena así. Que alguien intente superar eso.

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Miku

Hatsune Miku

Vocaloid 2 (2007)

Yamaha Corporation desarrolló un sintetizador de voz llamado Vocaloid, donde el usuario introducía una melodía y la letra de la canción y el software se encargaba de cantar. Los packs de voces los proporcionaban otras compañías, y una de ellas (Crypton future media) se encargó de construir uno a partir de sampleados de la actriz Saki Fujita, creando a la intérprete virtual Hatsune Miku, cuya imagen acabaría decorando la portada de un Vocaloid 2. Un tema (Ievan polkka) se propagaría rápidamente por internet y pronto aparecerían cientos de creaciones de otros usuarios. De repente aparecería una fanbase bestial que aportaba miles de ilustraciones sobre la diva, diseñaba su vestuario, construía un universo alrededor de su figura e incluso creaba un programa (Miku Miku Dance) para confeccionar coreografías animadas. El éxito de Miku fue tan salvaje en Japón como para ofrecer espectáculos en directo (aquí mismo se puede ver un concierto completo), y su imagen tendría tanta fuerza como para protagonizar todo tipo de campañas promocionales potentes. Miku se convertía en la pop idol virtual definitiva, creada por los fans en lugar de para los fans.

Bonus Points: Hatsune Miku versioneando a otro integrante de esta lista: GLaDOS y su Still alive.

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muppets

Sid Knishes and his Mosh Pit-tatoes / Nine Inch Snails

Muppets Tonight (1996-1998)

Sí, The Muppet Show tenía a la estupenda formación de Dr Teeth and the Electric Mayhem, pero el Muppets Tonight de vida efímera que apareció en los 90 ocultaba entre sus habitaciones dos brevísimas actuaciones estelares: la agónica interpretación (con ese «The shell is my cell» fabuloso) de los Nine Inch Snails, la versión caracol del grupo industrial de Trent Reznor, y por otro lado a Sid Knishes and his Mosh Pit-tatoes, el mejor grupo punkarra formado por patatas que jamás ha existido.

Indispensables: tienes que jugar a esto antes de morir

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Journey p

¿Pueden los videojuegos ser arte?

Es la pregunta pedante y eterna que trae consigo una avalancha de opiniones más o menos encrespadas. El recientemente desaparecido Roger Ebert la lió en su momento con unas declaraciones que encendieron a muchos, el MoMA decidió añadir el videojuego a su catálogo, y el jugador medio defendió el orgasmo que tuvo con Flower, Tetris o Shadow of the colossus como una prueba irrevocable de haber descubierto un arte latente. La pregunta en sí acaba convirtiéndose en la prima de la rancia «¿qué es el arte?», ese detonador entre interrogantes de conversaciones apoyadas en barra de bar y de aliento seudointelectual de garrafón.

¿Pueden los videojuegos ser arte?

¿Y qué coño importa? Los juegos son un medio y como tal lo verdaderamente interesante está en cómo los creadores son capaces de manejarlo, revertirlo, pervertirlo, reinventarlo o mimarlo de acuerdo a sus convenciones. Y sobre todo en cómo el jugador reacciona y disfruta con ello.

Estos no son juegos perfectos, y ni siquiera es necesario que alguien corrobore si son arte, ínfulas indies o simplemente mierda enlatada. Son creaciones que destacan por distintos motivos: por ser innovadoras, por ser granadas de ingenio, por tener un encanto extraordinario o simplemente por ser juegos que invocan a la habilidad en su concentración más pura.

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braid p

Braid (2008)

Xbox 360, Windows, Mac OS X, Linux, PlayStation 3

Hay enigmas que invitan a estrujarse los sesos y después está Braid, que prefiere dinamitar la masa encefálica y mandarla de viaje hacia atrás en el tiempo. Y es que a Braid le divierte desmontar las convenciones preestablecidas: una pantalla en la que arde un título mientras se recorta una sombra y un jugador que aún no sabe que realmente ha comenzado la partida, un hombrecillo encorbatado caminando por mundos extraños y en el menú del juego una sección de ayuda que se olvida a propósito de explicar el botón más importante. La primera impresión es la de un plataformas corriente, enemigos achaparrados y plantas carnívoras que asoman por tuberías, un Mario Bros pintado al óleo. Hasta que sucede algo extraño: al morir durante la partida el juego no nos estampa un Game Over, sino que prefiere pausarse eternamente. Y entonces una pequeña señal nos advierte que con un botón podemos rebobinar el tiempo a nuestro antojo.

Y a partir de aquí se desata.

Braid es una de las obras más ingeniosas y retorcidas que se han producido en mucho tiempo. Jonathan Blow nos propone alterar el tiempo para resolver puzles, y en lugar de conformarse con eso prefiere coger carrerilla, cambiar las reglas, añadir elementos y replantear toda mecánica: mundos que se mueven al ritmo de nuestro andar, objetos que ralentizan el paso del tiempo e incluso ecos de nuestros últimos movimientos antes de viajar al pasado. En Braid se fuerza al jugador a usar el pensamiento lateral, el perpendicular y el kamasutra del seso retorcido. Hay un momento en el que nos encontramos realizando premeditadamente un itinerario de acciones sin sentido para después volver atrás en el tiempo y, aprovechando que nuestro reflejo temporal repite aquellas acciones, poder combinarlas con otras. Como en Portal (el Now you are thinking with portals fue una de las más certeras frases promocionales de aquel) hay un momento en que pensamos en modo Braid. Hay un puzle que utiliza un elemento del videojuego (un cuadro donde engastar las piezas que recolectamos) de manera asombrosa saliéndose por completo de la línea de puntos de lo que creemos posible. Y hay un momento en el que algo sucede: el cerebro hace click y la solución viene acompañada de un «¿cómo es posible que se le haya ocurrido ESO y que yo lo haya descubierto?».

Ese es el corazón y el motor del reto.

Braid es maquiavélico, brillante y endemoniado, requiere habilidad con las plataformas e ingenios afilados. Es una maravilla de empaque precioso (un lienzo en movimiento obra de David Hellman), una banda sonora increíble y un epílogo abierto a interpretaciones.

Y sobre todo es el juego que tiene esa última fase, la de la princesa a la carrera, tan extraordinaria que es capaz de abrir bocas hasta ángulos imposibles cuando se descubre realmente lo que está ocurriendo en ella. O el modo más genial que se ha visto nunca de convertir la aparente mecánica cuadriculada de videojuego en un elemento narrativo.

Uno cruel e implacable como el paso del tiempo.

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Papers, please (2013)

Windows, OS X

¡Gloria a Arstotzka!

Lucas Pope consigue lo imposible, crear un juegazo a partir de un concepto que difícilmente inspira alegría: un simulador de funcionario gris.

En Papers, please asumimos el rol de un agente de inmigración durante principios de los 80 asentado en la frontera de una ficticia república comunista llamada Arstotzka. Nuestro deber es permitir o no la entrada a inmigrantes de países vecinos, trabajadores eventuales o arstotzkianos. Para ello comprobamos que los papeles e información son correctos (foto, fechas, validez de los documentos o su declaración verbal) y decidimos si la persona cruza o no al país. Parece sencillo, y probablemente aburrido, hasta que descubrimos que el trabajo en la frontera tiene demasiada miga: tras la ventanilla estamos moralmente obligados a decidir si separar a un matrimonio por la falta de documentos, si debemos aceptar sobornos de los guardias a cambio de ayudarles a incrementar las detenciones, si es buena idea permitir la entrada de sospechosos de crímenes, si colgar ese diploma que nos han concedido por nuestro trabajo en la pared no será demasiado ostentoso o si debemos colaborar con una misteriosa organización encapuchada revolucionaria que nos remite mensajes en clave. Todo ello mientras evitamos que se nos cuelen ilegales con excusas o carnets falsificados e intentamos mantener con el escaso salario a una familia que se muere de hambre y frío.

Papers, please llega mucho más allá de lo que parece, es una ácida sátira política donde los atentados terroristas hacen que cada día cambien por completo las normas de inmigración. Nuestra mesa termina cubierta de pruebas dactilares, tarjetas de identificación, escáneres de cuerpo entero, permisos sellados y con un rifle tranquilizador a mano. Es un juego que, a través de un interfaz que solo consiste en una mesa de oficinista, te hace preguntarte si llegará el final de la jornada laboral antes de que cualquier terrorista suicida decida que es un buen día para inmolarse en la frontera. Un juegazo.

¡Gloria a Arstotzka!

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Journey (2012)

Playstation 3

Despertar en un desierto y comenzar a caminar. Aquí el viaje es la llave de todo y el destino una montaña en la lejanía. Puede que encontremos a alguien por el camino. El héroe de las mil caras de Joshep Campbell como inspiración reconocida.

Journey se ha llevado de dunas a la crítica, basta ojear Metacritic y comprobar la cantidad bestial de dieces que acumula en su evaluación. Y a Journey es mejor enfrentarse virgen porque se apoya más en la experiencia individual que en lo que el propio juego quiere contarnos, quizá por eso mismo ha tocado tantas fibras. Tiene un acabado estupendo, una banda sonora increíble y una dirección de arte sublime aferrada a la sencillez. Y un ingenioso sistema multijugador en el que los usuarios interactúan (siendo forzados a lidiar con una comunicación limitada a sonidos) al encontrarse en el camino.

Es un paseo por desiertos asombrosos que se puede recorrer en hora y media. Y eso pone de los nervios a sus detractores, aquellos que aseguran que algo tan breve no merece su dinero cuando en realidad lo realmente importante del juego está especificado bien claro en su propio título.

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Maldita Castilla (2012)

Windows

Locomalito es un tipo que hace juegos por pasión. Su Maldita Castilla es una visita a los arcades de finales de los 80 y principios de los 90, aquellos bordados con una dificultad exigente y un ajuste fino. Es un Ghost’n Goblins afinado que se ambienta en las leyendas españolas.

Si alguien se pregunta alguna vez cómo eran los videojuegos durante la era dorada de recreativas, la respuesta es como Maldita Castilla. Un juego que condensa de manera excelente el espíritu, y aspecto, de aquella etapa y nos lo presenta en forma de acción pura (y puta) tras unas bellísimas scanlines.

(Maldita Castilla es gratuito y se puede descargar aquí mismo).

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Hotline Miami (2012)

Microsoft Windows, PlayStation Vita, PlayStation 3, OS X, Linux

Jonatan Söderström, alias Cactus, había asomado su cabeza por aquí en alguna ocasión. Esa cabeza suya que esconde algo retorcido en ebullición constante y que se expurga a través de videojuegos.

Hotline Miami tiene una premisa enfermiza: recibiremos una llamada informándonos de un lugar, y nuestra misión siempre consistirá en acudir al sitio concretado y aniquilar a todo ser vivo que allí nos encontremos, sin más explicaciones ni motivos. Las futuras víctimas ofrecen cierta resistencia, porque están bien armadas y porque suelen opinar que para manchar las paredes son mejores nuestros sesos que los suyos. Nosotros nos calzamos una máscara de un animal (que funcionan como power-ups otorgando ventajas) y entramos en los edificios llenándoles el cuerpo de plomo, apuñalándolos a traición y aplastando sus cabezas contra la pared a patadas. No es delicado, es sádico y gratuito, también vibrante y exigente. De conjunto desquiciado por punki: colores chillones y parpadeantes, motor justillo (plagado de bugs en su lanzamiento), textos bamboleantes, olor a callejón, banda sonora alucinógena, interludios ochenteros y una confusa sensación de que esto es un juego remojado en un cubo de LSD. Salvaje, adictivo y desquiciado.

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Dear Esther (2012)

Microsoft Windows, Mac OS X, Linux

O uno de esos no-juegos que más reacciones a favor y en contra han levantado. Dear Esther no plantea retos, ni exige habilidad alguna por parte del usuario. De hecho, lo único que el jugador puede hacer es caminar por los escenarios —bellísimos de una isla escocesa sin la capacidad de interactuar con su entorno, tan solo contemplando lo que hay en ellos como un mero espectador. Y escuchando. Porque Dear Esther no quiere ser un juego sino una nueva forma de narrar historias: el descubrimiento del paisaje viene acompañado de una voz en off de prosa barroca que lee fragmentos de unas cartas dirigidas a la mujer del título. Una historia difusa, que varía ligeramente con cada partida, sobre la culpa y la pérdida. Una dirección artística colosal tanto en lo gráfico como en lo musical. Un hermoso juego sin juego.

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Jamestown: legend of the lost colony (2011)

Microsoft Windows, Mac OS X, Linux

Tal y como reflejan los libros de historia, durante el siglo XVII los conquistadores españoles hicieron piña con los marcianos y sometieron la colonia británica asentada en Marte fundando Nuevo Madrid. Nosotros, valientes pilotos, seríamos la única esperanza que tendría Marte de evitar convertirse en una universidad de bares con un abultado índice de paro. Shoot’em up clásico de los que requieren reflejos, mirada de camaleón y precisión de pianista para atravesar tormentas de balas con milimétricos huecos entre los que deslizarse. Inspirado por las obras de Cave, compañía japonesa excelsa en el arte de cocinar matamarcianos, y con el ojo puesto en el steampunk del gran Hayao Miyazaki (ahora retirado) de Nausicaä del valle del viento y El castillo en el cielo. Jamestown es un matatodo profundo de precisión quirúrgica y carcasa de 16 bit. Un caramelo para el maníaco de los esquivabalas.

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thomas p

Thomas was alone (2012)

Microsoft Windows, Mac OS X, PlayStation 3, PlayStation Vita, Linux

Plataformas de puzles protagonizados por una banda de rectángulos con nombre propio y sentimientos. Aunque parecía poco probable representar emociones a través de piezas geométricas inexpresivas, Mike Bithell lo logra utilizando la figura del narrador de manera genial. Una voz el off descriptiva y brillante que no evita el guiño pop, de fotos de gatitos en internet pasando por Matrix, Nathan Fillion y los superhéroes hasta llegar a los jocosos flechazos en la rodilla de Skyrim. Lo que hubiera sido una sucesión de niveles ingeniosos ambientados en las entrañas de un código informático acaba convirtiéndose en una aventura en la que el jugador se preocupa por el destino de los aristados protagonistas. Y pocas veces es posible decir que hemos comprendido emocionalmente a un rectángulo.

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Little inferno (2012)

Wii U, Microsoft Windows, iOS, OS X, Linux

Little inferno es el nombre de una chimenea incineradora. Su catálogo oficial de combustible lista objetos de lo más diverso. La única utilidad de cada uno de los productos de dicho catálogo es servir de merienda para las llamas. Prenderles fuego y contemplar como arden.

Y ya.

O puede que no del todo. Little inferno nos permite avanzar descubriendo combos al quemar ciertos objetos al mismo tiempo, desbloquear nuevos catálogos y recibir información de un mundo exterior asolado por el frío: correspondencia promocional de la directora de la compañía Tomorrow Corporation, informes meteorológicos de heladas eternas, misteriosas misivas de una desconocida de ortografía difusa.

Little inferno no tiene un marcador de puntos y no hay penalizaciones ni límite de tiempo. Permite al jugador divertirse quemando objetos absurdos, y eso por si solo es bastante entretenido. Pero la obra resulta más ácida de lo que aparenta: acaba convirtiéndose en una mirada irónica al juego mismo, empezando por los entretenimientos sin meta de Facebook (de quienes roba su mecánica esencial de objeto/tiempo de espera) y continuando por la sociedad representada en un personaje que afronta la vida a golpe de catálogo y consumiendo (literalmente) objetos sin parar. Little inferno aplica su mordisco crítico sobre su propia naturaleza de entretenimiento. Tanto que en su tramo final hacer explotar todo por los aires y convierte el juego en algo diferente, más cercano a la aventura gráfica, en un «sal a la calle y aléjate de esta pantalla» de pinta Burtoniana y con un personaje que nos advierte de que una vez dado el paso, no podremos volver.

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VVVVVV (2010)

Windows, Mac OS X, Adobe Flash, Linux,Nintendo 3DS, Open Pandora, PlayStation Vita

Seis uves. Por las seis iniciales de los tripulantes de la nave del juego. Y también como guiño gráfico a los muros de pinchos eternos que convierten en trampas mortales paredes, pasillos y techos. Canibalizando los gráficos hasta la época del MSX, y limitando el control a izquierda y derecha junto a un botón para invertir la gravedad, VVVVVV es la destilación del plataformas clásico de pantallas imposibles y mapa extenso. Una tripulación por rescatar y una serie de orbes que recolectar por el camino, un ejercicio que se retroalimenta de años de píxeles ensartados en trampas.

Ni extremadamente largo ni especialmente difícil, exceptuando dos orbes puñeteros: el situado al fondo de un tobogán de espinas y aquel que está sujeto a un retorcido metapuzle infernal que pervierte el concepto de checkpoint. Extrañamente adictivo y encantador.

Y con un elefante gigantesco.

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Proteus (2013)

Windows, Mac OS, PlayStation 3, PlayStation Vita

Proteus comienza con unos ojos abriéndose y descubriendo un isla extraña, pixelada y evocadora. Y no propone un objetivo más allá de la exploración de un entorno simplificado de amaneceres low-fi. Es cierto que un mecanismo de la isla acelera el paso de las estaciones y aproxima el final del viaje, pero la gracia está en perderse por el escenario y contemplar el entorno, los sonidos y las criaturas. El detalle: la isla se genera de manera procedimental y cada viaje que hagamos será a un mundo diferente. Para algunos (al igual que sucedía con Dear Esther) es un simulador de paseos, para los más neohippies es un viaje sensorial. Para unos cuantos es perderse un rato en una isla digital de píxeles como puños.

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Super meat boy (2010)

Xbox Live Arcade, Windows, Mac OS X, Linux

Super meat boy es un plataformas diabólico protagonizado por un pedazo de carne que corretea. Es un juego que comienza burlándose de aquellos que decidan jugar con teclado y no con un pad, un juego con guitarreo atronador desde el mismo menú de inicio y centenares de pantallas que son, directamente, ejercicios de sadismo.

Super meat boy es hijo de la necesidad de una dificultad atronadora. Unos niveles que solo se superan siendo extremadamente hábil, saltando en el momento justo con la fuerza precisa, rebotando a la carrera, calculando el hueco ínfimo y haciéndolo todo en el epicentro de un mar de cuchillas mientras algo te persigue, algo explota o algo te dispara. Mientras mueres una y otra vez. Es un juego sin límite de vidas, una condena a la reencarnación constante: cuando el jugador perece, en tan solo un parpadeo, renacerá en el punto de partida. El juego se regocija de ello, superar cada nivel conlleva una repetición en la que todos nuestros intentos pretéritos y fallidos se proyectan al mismo tiempo en pantalla. Es posible morir 50 veces en cinco minutos, y tras cada fallo llegamos un poco más allá, saltamos un poco más lejos y avanzamos unos pocos milímetros desbloqueando algún chakra milenario que libera la memoria muscular y hace que nuestros dedos comiencen a bordar el timming por iniciativa propia hasta que por fin alcanzamos la meta soltando improperios de satisfacción, solo para ser conscientes de que quedan decenas de niveles más extremos por delante. Descubrir todos los mundos ocultos, que homenajean a otros juegos indies desde Braid a Machinarium pasando por I Wanna Be the Guy o Minecraft (y sacan de ellos a personajes como estrellas invitadas), superar las versiones alternativas y dificilísimas de cada nivel y completar la salvaje Cotton alley protagonizada por la chica, Bandage Girl, debería de, como poco, estar premiado con una titulación en Masoquista Extremo de las Plataformas.

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Miasmata (2012)

Windows

Miasmata es un juego de supervivencia. Protagonizado por un científico que, con tan solo unas horas de vida por delante, se arrastra y tambalea por una isla con el objetivo de sobrevivir lo suficiente para descubrir una cura.

Sorprendentemente Miasmata ha sido creado por dos personas (los hermanos Joe y Bob Johnson), pero es más fascinante descubrir que uno de ellos ha construido el motor del juego a partir de la nada. Y aunque, en comparación con los blockbusters del mercado, al mencionado motor se le ven las costuras (pop-in, modelados sencillos, texturas de baja resolución) y milita a varias galaxias de la tecnología más potente, también logra de manera envidiable crear unas estampas de amaneceres y rayos de luz escurriéndose entre la maleza tan espectaculares que es sencillo quedarse embobado con el chip contemplativo activado. Pero Miasmata no nos da tregua, todo es una carrera contrarreloj, recoger especímenes, recolectar plantas, descubrir la isla, vagar por la noche con un mechero que apenas alumbra medio metro sin saber a ciencia cierta dónde estás. El genial motor casero resulta innovador: por primera vez en un juego se simula un caminar real, aquel que nos lleva a correr con dificultad sobre un montón de piedras, a fatigarnos con el esfuerzo, a resbalar en terrenos en pendiente y a obligarnos a calcular cada paso para evitar tropezar e ir de cabeza al suelo. Ni siquiera quiere ayudarnos a ubicarnos, el mapa no señala nuestra posición sino que nos invita a descubrirla por triangulación, observando elementos de la isla que nos sean familiares. Y para rematar(nos) añade la existencia de una criatura en la isla que se ha empeñado en darnos caza.

Combinado todos sus factores, Miasmata logra crear una sensación inigualable y que rara vez encontramos en un videojuego: la de estar completamente perdido en un entorno hostil, en medio de una selva profunda, huyendo sin rumbo, tratando de llegar a algún sitio antes de desfallecer de cansancio, de sed o como aperitivo para una abominación. Imaginad El último superviviente con un felino diabólico intentando almorzarse a Bear Grylls. Eso mismo, pero experimentándolo en nuestros zapatos.

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Superbrothers: Sword & Sworcery EP (2010)

iOS, Windows, Mac OS X, Linux, Android

Esto es lo que pasaría si Spike Jonze dirigiera un Zelda financiado por Pitchfork. Aventura point and click (que se juega mejor en iPad que con un ratón, con los dedos toqueteando, hurgando y arrastrando el escenario) de estilizado acabado, salpicada de bellísimos paisajes como mosaicos de píxeles y con una extraordinaria banda sonora a cargo de Jim Guthrie (ojo y ojo, por poner dos ejemplos). Quizá menos juego y más experimento creativo, con transcripciones de los pensamientos de los personajes y mundos alternativos a los que se accede volteando un vinilo. Una criatura inusual, cautivadora y genial.

Esta semana he jugado a… Kerbal Space Program

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¿Cómo definir Kerbal Space Program? Para un tipo que ha crecido maravillado por la exploración del espacio, la carrera espacial que llevó al hombre a la Luna o las sondas que de tanto en cuanto mandamos a planetas, o satélites cercanos, que aparezca un juego que te permita crear tu propio programa espacial para colonizar el espacio es un sueño hecho realidad.

Porque, no nos engañemos, en esto del videojuego todavía hay nichos desatendidos. Ahora que los granjeros de medio planeta ya tienen su propio pasatiempo (no me refiero a Farmville sino a Farming Simulator), no está de más reivindicar un juego pensado para minorías que, de la noche a la mañana, se ha convertido en un éxito inesperado.

La historia de Kerbal Space Program remite a la de Felipe Falanghe, un mexicano que de pequeño jugaba a crear sus propios cohetes y que, unos años más tarde, ha proporcionado las herramientas para que cualquier lunático de la exploración espacial pueda crear los suyos… dentro de un universo virtual.

Todo comenzó cuando Squad, una compañía dedicada al marketing por internet, decidió dar luz verde a la petición de uno de sus empleados. «Dijeron que nos daría apoyo económico si les presentábamos una buena idea y un modelo de negocio sostenible», ha explicado en más de una ocasión el desarrollador. Dicho y hecho, KSP —como también se le conoce—, había echado a andar.

Para un estudio pequeño, de algo menos de una veintena de personas, solo había un modelo viable: el de Minecraft. Iniciar el desarrollo, pulir las bases, conseguir un núcleo de juego decente y, a partir de ahí, ponerlo a disposición del público. El juego lleva más de un año al alcance de cualquiera que quiera rascarse el bolsillo y ofrece un modo sandbox en el que se pueden hacer virguerías de todos los tipos: explorar los planetas de un sistema solar muy parecido al nuestro, crear estaciones espaciales, mandar sondas a orbitar planetas lejanos, crear bases permanentes en satélites inhabitados, enviar vehículos de exploración a que abran camino por nosotros.

Posiblemente, la mejor categoría en la que encaja Kerbal Space Program es en la de juegos que te piden «una partida más». Diseño un cohete más, y lo dejo. Alunizo una nave más, y lo dejo. Acoplo este nuevo módulo a mi estación espacial, y me voy a comer. El problema, como siempre, llega al mirar el reloj y darte cuenta que esa maniobra extra ha consumido una buena parte de tus horas de sueño.

El juego se encuentra todavía en su versión alpha y aún le queda un trecho para llegar a la beta, lo que significa que cada pocas semanas aparece una actualización que convierte al juego en una experiencia aún más divertida. Antes de la 0.18 era prácticamente imposible el viaje a otros cuerpos celestes sin la ayuda de un mod, como también eran impensables los satélites artificiales. Ahora, a las puertas de la 0.22, el esperado modo carrera está al llegar y la ciencia va a comenzar a jugar un papel vital en el desarrollo del juego.

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He hablado de mods en el párrafo anterior porque son uno de los pilares, por excelencia, del juego. De hecho, la comunidad modder está tan despierta que se ha adelantado al desarrollo del juego en demasiadas ocasiones. ¿Necesitas una herramienta que te mida la altura real a la que te encuentras de cara a un aterrizaje? Hecho. ¿Otra que te diga la velocidad horizontal que tienes? Hecho. ¿Un reloj que te permita programar alarmas para que no se te pase ese encendido que tienes que hacer para corregir tu trayectoria? Hecho. Estos ejemplos son minucias, claro, si los comparamos con los que implementan a las naves con pasajeros tanques con oxígeno, agua o alimentos, y que deberemos ser capaz de consumir dentro de los límites para sobrevivir, o el que permite explotar el suelo de los planetas vecinos para extraer minerales que podemos utilizar en nuestras naves. Una locura.

Eso sí, la mayor de las virtudes del juego es la capacidad que tiene para hacerte sentir que eres el amo del tinglado. Poner un objeto en órbita te hará sentir como el mayor de los genios después de haber estado estrellando cohetes, uno detrás de otro, sin éxito —muy al estilo norteamericano tras el lanzamiento del Sputnik—, plantar una bandera en la Luna te parecerá lo más de lo más y llegar hasta un planeta vecino, una peripecia irreal.

¡Ah! Un detalle sin importancia. El mundo de Kerbal Space Program es ficticio. El planeta principal se llama Kerbin y su luna Mün, por no decir que Kerbin tiene un satélite extra, Minmus. Eso sí, similitudes con nuestro sistema solar las tenemos a puñados y solo hace falta explorar el vasto mapa del juego para encontrarlas. En vez de humanos, los protagonistas son una simpática panda de hombrecillos verdes, que viajarán por el espacio con una cara de entre asombro y terror, y que, eso sí, son unos negados a los mandos de una nave.

Si alguna vez te planteaste lo difícil que era dar ese salto gigantesco para la humanidad, Kerbal Space Program te da las herramientas para que lo compruebes por ti mismo.

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Clara Grima: Los colores de la radio

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Puede parecernos mentira, pero es verdad: los que deambulamos por lo que se ha dado en llamar el mundo 2.0 tenemos una visión reducida de la realidad del mundo real. Sí, pudiera parecer que el hecho de poder opinar en las redes sociales y en los blogs de manera libre y sin censura nos permite llegar a todos los rincones de este, nuestro amado país. Pero nada más lejos de la realidad, me temo. No hay más que ver la cara que me ponen en la peluquería de mi pueblo cuando alguien dice algo con lo que estoy de acuerdo y yo digo con el pulgar hacia arriba: «retuit».

Tonterías aparte, existen muchos ejemplos de que, hoy en día, a pesar de todos estos medios en los que los ciudadanos se expresan libremente, el control de los medios de comunicación tradicionales (televisión, radio y prensa escrita, en orden decreciente de importancia) es fundamental para moldear la opinión pública.

Fíjense, si no, en la de años que Berlusconi ha conseguido estar en el poder o muy cerca de él a pesar de todo lo que sabíamos sobre él: en Italia, la mayoría de los ciudadanos lo que recibían eran las noticias de una prensa de la que es el dueño. O, sin movernos de nuestro suelo patrio: muchos se han extrañado de que en las últimas encuestas el partido que más ha subido sea el PP, a pesar de la crisis, de los Bárcenas, de los Werts y de los relaxing cups. En nuestro país, la derecha tiene muy claro que hay que controlar los medios de comunicación y hacer todo lo posible para que los no afines se consoliden (con ayudas económicas institucionales desproporcionadas a la tirada de los medios, por ejemplo, como la campaña de Sanidad en la que favoreció a La Razón y otros medios similares) o comprando las cadenas de televisión que no les eran cercanas (Cuatro y La Sexta). Miedito da que el señor Lara diga que quiere que La Sexta, su televisión, sea «una televisión de centroizquierda, seria y respetuosa con la derecha ya que no lo es todavía», y que don José Manuel diga, además, de Marhuenda que es un gran profesional. Ay.

Pero ese control de los medios de comunicación se extiende mucho más allá y podemos comprobar cómo los gobiernos de derecha se caracterizan por favorecer de forma descarada a los medios afines a la hora del reparto de frecuencias tanto en las radios como en las TDT locales. Lo que ocurre es que este tipo de noticia suele pasar desapercibida (la SER o algún otro medio protesta un poco, pero como nadie comparte su malestar, pronto se acallan dichas voces discrepantes). Que quede claro que no digo que la SER no sea la radio más escuchada en España, lo que digo es que desde instancias oficiales, cuando se trata de repartir frecuencias en sitios concretos, se favorece siempre a los medios de la derecha. Algunos ejemplos son las siguientes noticias: esta o esta.

Para ser ecuánimes, a veces la derecha también protesta del reparto de gobiernos de la izquierda.

Puede que más de uno se pregunte: ¿por qué hay que repartir las frecuencias? ¿Por qué cada cual no pone su emisora de radio donde quiera y emite sin más? ¿Por qué otorgar ese poder a los políticos como si no tuvieran ya suficiente? Por las interferencias, claro.

Pues por sorprendente que parezca, la física y las matemáticas juegan un papel fundamental en esta historia. Cómo me gustan los maridajes entre física y matemáticas… (suspiro)

El rol de la física es sencillo de vislumbrar: estamos hablando de emisión de ondas y por tanto de interferencias. Así que voy a tratar de explicar por qué hemos de tener en cuenta también a las matemáticas.

Es fácil deducir que si dos emisoras cercanas emiten en una frecuencia también cercana, se puede producir una interferencia entre ellas; por lo tanto, habría que evitar la asignación de frecuencias semejantes a emisoras que no disten mucho entre sí y no disponemos de un número infinito de frecuencias para hacerlo. Entonces, ¿cómo se puede resolver este problema?

Supongamos que el siguiente gráfico muestra una determinada zona geográfica y que cada puntito (o circulito) señala la ubicación de nuevas emisoras de radio. Hemos unido con una línea, de dos en dos, a aquellas emisoras para las que, por la geografía, pudieran existir interferencias entre ellas si se les asignan frecuencias cercanas.

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A continuación, vamos a colorear (espero que no me riñan los jefes de Jot Down por bombardear la estética de la revista) los circulitos, a los que a partir de aquí llamaremos vértices, de forma que dos vértices que estén unidos por una línea, a las que llamaremos aristas, no tengan el mismo color.

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Ea, pues ya está. Cada color representa una frecuencia y han bastado con cuatro (hemos usado cuatro colores) para resolver el problema en esta zona geográfica. Lo que estamos haciendo es representar el problema con un grafo, con vértices y aristas, y dar una coloración de vértices para el mismo.

Es este, el problema de coloración de vértices de un grafo (sin que dos vértices unidos por una arista tengan el mismo color) uno de los problemas más difíciles de resolver en Teoría de Grafos: el decidir cuál es el menor número de colores necesarios para colorear los vértices con esa condición. Además de la asignación de frecuencias a emisoras de radio, tiene infinidad de aplicaciones en problemas de optimización, minimización, de recursos. Sin duda, una de las aplicaciones más fáciles de entender es la de la distribución de invitados en las mesas de un banquete de boda.

Que sí, hombre. Hay que repartir a los invitados en mesas, hay un número concreto de estas, y hay que tener cuidado de no sentar juntas en la misma mesa a tu tía Adela con tu tía Emilia, que no se hablan; o a tu cuñado Juan con tu primo José que se pelearon por los encantos de Lola… En fin, que, normalmente, hay incompatibilidades humanas y se hace necesaria una buena planificación de las mesas para que aquello no acabe en arañazos y/o en camisas rotas, si no hay necesidad de ello. Se trata simplemente de asignar un vértice a cada invitado conflictivo, unir con una arista a las parejas incompatibles para compartir mesa y colorear el grafo como hemos dicho: sin que vértices unidos entre sí tengan asignado el mismo color. Eso sí, procura necesitar un número de colores menor o igual que el número de mesas del banquete… No siempre es posible.

Como he dicho unas líneas arribas, el problema de la coloración de vértices de un grafo con el mínimo de colores posibles es un problema muy difícil, NP-duro le decimos los matemáticos, vamos, que no se puede diseñar un programa (para el ordenador) que lo resuelva en todos los casos. Pero si el grafo es plano, es decir, se puede dibujar sin que se crucen las aristas, se sabe que, como máximo, se necesitan cuatro colores. Este resultado es bastante conocido, es el Teorema de los cuatro colores.

Por otra parte, a los vértices que tienen el mismo color en una coloración, se les llama independientes, porque no existe relación entre ellos. Y eso nos lleva a otro problema de los difíciles de la Teoría de Grafos: encontrar el conjunto de vértices independiente más grande (con más elementos) dentro del grafo. Sí, otro de esos NP-duros. Pero resulta muy interesante encontrar conjuntos de emisoras (vértices) independientes porque a todos ellos les bastaría con una misma frecuencia sin miedo a interferencias.

Pero en el tema de las emisoras también resulta interesante que estas lleguen a cuanta más gente mejor. Vamos a hablar ahora de otro concepto, a mi juicio, interesante en el tema de la transmisión de información. Lo vamos a ver con redes sociales, que puede ser más asequible. Si pensamos en Facebook, la representación de esta red se hace con un grafo en el que los usuarios serían los vértices (los puntitos) y si dos usuarios son amigos en la red, los unimos con aristas. Pero si pensamos en Twitter, nuestras aristas deben indicar además una dirección, puesto que el hecho de que tú sigas a alguien en Twitter no implica que ese alguien te siga a ti. A estos grafos, a los que tienen dirección en las aristas, les llamamos grafos dirigidos o, para simplificar, digrafos. En la figura siguiente, representamos, entre otras cosas, que A sigue a B pero B no sigue a A, que B y E se siguen mutuamente, etc.

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Pues bien, si se quiere controlar la información que llega a todos los usuarios de la red, o a todos los oyentes de las emisoras (para el ejemplo de las emisoras, podemos una flecha de cada oyente a la radio que suele sintonizar) lo ideal es conseguir un conjunto de vértices absorbente, es decir, un conjunto de vértices de forma que cualquier elemento del universo a informar y/o controlar siga a alguno de ellos.

En la figura anterior, el conjunto formado por B y D es un conjunto absorbente: cualquier otro usuario de la red «escucha» lo que digan ellos. O sea, que controlando lo que digan B y D, tenemos controlado lo que escuchan el resto de usuarios. Al contrario que con el problema de conseguir conjuntos independientes, que los queremos cuanto más grandes mejor, en el caso de conjuntos absorbentes lo que interesa es que sean lo más pequeños (con menos elementos) posible. ¿Por qué? Pues porque necesitaremos controlar a menos elementos para controlar a toda la población.

Uniendo los dos conceptos anteriores, lo que interesaría para una «buena» manipulación de la información en radio o en Twitter, por ejemplo, es conseguir un conjunto de emisoras independiente (no se pisan) y absorbente (llegan a todo el mundo). En Teoría de Grafos, si se consigue un conjunto de vértices así, independiente y absorbente, se le llama núcleo del grafo. Ojo, no todos los grafos tienen que tener núcleo.

Pero como a mí no me mola el uso del núcleo de un grafo para controlar la información al pueblo, ni mucho menos, les voy a contar una aplicación de todo esto más lúdico y festiva: una estrategia ganadora para un juego simple que proponer a algún colega a la hora del café.

El juego, para dos jugadores, consiste en lo siguiente: por turno, cada jugador dirá un número natural del 1 al 3, es decir, 1, 2, o 3. Se van sumando y gana el primero que llegue exactamente a 31. Pueden apostar quién pagará le café esa mañana, por ejemplo. Ahora bien, si el primer jugador conoce el núcleo del grafo asociado al juego, ya puede ir sacando el monedero el segundo…

¿Cómo? Lo voy a tratar de explicar pero llegando a 11 en lugar de a 31, por una razón muy sencilla: el razonamiento es idéntico y el dibujo de grafo sale más simple. Dibujamos el siguiente grafo con 11 vértices, dibujando una arista dirigida (con flecha) desde un vértice a otro si se puede llegar del primero al segundo sumando 1, 2 o 3. Por ejemplo, de 7 a 10, ya que 7 más 3 es 10 y puedo llegar.

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Ahora se trata de construir un núcleo para este grafo que contenga al 11, que es el objetivo. Les recuerdo que el núcleo es un conjunto de vértices independiente (no hay aristas entre los elementos del núcleo) y absorbente (cualquier vértice del grafo está conectado con alguno del núcleo). Si cogemos al 11 como primer elemento del núcleo, el siguiente vértice (en orden decreciente) que podremos elegir para dicho núcleo será el 7, ya que tanto el 8, como el 9 y el 10 están conectados al 11 y queremos un conjunto independiente. Elegidos el 11 y el 7 para nuestro núcleo, el siguiente tiene que ser el 3 que es el primero que encontramos que no se conecta a ninguno de estos dos. Y fin. Ya no podemos elegir más vértices y que siga siendo un conjunto independiente. Falta comprobar que este conjunto, el formado por 3, 7 y 11 es absorbente. Pero si se fijan en la ilustración, verán que cualquier otro vértice del grafo está conectado (sigue, en el argot de Twitter) a alguno de ellos, como si fueran el conjunto de guruses de Twitter, por ejemplo.

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Pues ya lo tienen. Si empiezan diciendo el 3, ya han ganado. Diga lo que diga su adversario, ustedes dicen el número que sea necesario para llegar a 7, le dejan hablar y luego completan hasta 11. No hay forma de perder. Una vez que usted ha «entrado» en el núcleo, su adversario no puede entrar. Una vez dentro del núcleo, para ganarse el café solamente debe seguir las baldosas amarillas, que en este caso son los elementos del núcleo. Y ganar. Para el juego con 31, el núcleo sería {3, 7, 11, 15, 19, 23, 27, 31}.

Espero que les sepa bien el café ganado y que me inviten a uno si el juego les gustó y nos cruzamos en alguna cafetería.

También espero no arrepentirme de haber sugerido estrategias de control de la información a nadie, aunque me temo, porque llevo las orejas puestas cuando salgo a la calle, que ellos ya lo hacen muy bien sin usar ni Teoría de Grafos ni leches. Algunos hasta ofreciendo una barra de pan en un país en el que mucha gente está pasando hambre…


Recuerda a aquello que hacen en Grecia los de Amanecer Dorado y que tan alegremente heredaron algunos paisanos nuestros de Valencia. Sin acritud.


La última carrera de Derek Redmond

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Derek y Jim Redmon (Cordon Press)

Derek y Jim Redmon (Cordon Press)

La potencia se mide en kilogramos. La velocidad se mide en segundos. ¿El coraje? No puedes medir el coraje. (Vídeo promocional del Comité Olímpico, basado en Derek Redmond).

Derek Anthony Redmond no ganó ninguna medalla en Barcelona 92, pero sin embargo nos dejó una historia inolvidable, una demostración de sacrificio, fuerza de voluntad, y de amor entre padre e hijo. Los Juegos Olímpicos de 1992 debían ser la culminación de su carrera. Era el favorito para el oro en los 400 metros lisos, y llegaba en su apogeo físico y mental, tras una vida atormentada por las lesiones.

Derek Redmond irrumpió con fuerza en el atletismo británico cuando con solo diecinueve años batió el récord nacional en 400 metros lisos. Transcurría entonces 1985 y los Juegos Olímpicos de Seúl, a tres años vista, constituían el objetivo principal del joven atleta. Su preparación para los mismos fue impecable: ganó el oro en la prueba de relevos 4×400 con su país por duplicado en 1986, tanto en el Campeonato Europeo de Atletismo como en los Juegos de la Commonwealth, y al año siguiente conseguiría la plata en la misma categoría, por detrás de los todopoderosos Estados Unidos. A nivel individual se quedó siempre a las puertas del medallero, pero era aún demasiado joven y su progresión era magnífica. Su momento estaba aún por llegar.

Pero no sería en Seúl. Cuatro o cinco semanas antes de los Juegos Olímpicos de 1988, Derek empezó a padecer un fuerte dolor en el tendón de Aquiles. Dejó de entrenar antes de los Juegos, esperando a la desesperada que su cuerpo curara. Pero, solo minutos antes de los 400 lisos, mientras calentaba, el dolor volvió y abandonó antes siquiera de empezar la carrera. En los siguientes meses sería intervenido hasta cinco veces.

A través de este doloroso y desesperante proceso, Derek pudo contar con el inestimable apoyo de su padre, Jim Redmond, su mayor valedor, su mejor amigo y su sombra dondequiera que fuera. Estaría por supuesto a su lado en 1991, en los Mundiales de Tokyo, cuando en el culmen de su carrera llegó al ganar el oro en los 400 relevos, derrotando a los aparentemente invencibles Estados Unidos en una de las mejores carreras de relevo largo que se recuerden.

Y así llegamos a Barcelona, el 3 de agosto de 1992. Con un Redmond recuperado de su lesión tras una última intervención solo cuatro meses antes, en plena forma, con un trabajo descomunal a sus espaldas y con sed de metal. La semifinal era un trámite; un paso más hacia la final y tras eso una pista lisa hasta el metal colgante. Padre e hijo sabían por todo lo que habían pasado hasta llegar ahí. Sabían de lo que era capaz Derek. Sabían que iba a conseguirlo.

Disparo de salida.

Arrancan todos los corredores. Entre el público su padre está volcado sobre un asiento a mitad de grada, tenso como el acero. En cuanto a Derek… está volando. Arranca con una fuerza descomunal y pronto sus piernas patean el tartán a un ritmo espléndido, situándolo en una cómoda posición en la vanguardia. Lo dicho: un trámite. Es demasiado fuerte, ha sacrificado más que nadie para estar aquí, no hay forma de que la carrera se le escape.

Pero, a poco menos de doscientos metros para la meta, nota un chasquido en su pierna derecha, seguido de una explosión de dolor. Se echa la mano a la parte trasera de su muslo, respingando penosamente mientras todos los rivales lo adelantan.

En la grada, a Jim se le viene el mundo abajo. No puede creer lo que está sucediendo. No puede, pero sobre todo no quiere creer.

Derek se desploma en la pista sobre su rodilla izquierda, la mano derecha en el muslo y la cabeza gacha. Está hundido. Los ojos se le llenan de lágrimas, pero no por el dolor de la lesión. A su alrededor la carrera sigue, pero todas las miradas están puestas en él. Un equipo médico con una camilla corre hacia él para atenderlo. «No, no me voy a subir a esa camilla. Voy a terminar mi carrera». Y entonces se levanta. Con la cara distorsionada por el dolor, el llanto y la desesperación, empieza a avanzar penosamente, apenas apoyando su pierna derecha. Los sesenta y cinco mil asistentes captan la épica del momento, la brutal y despiadada metáfora de una vida que están presenciando en directo. Una sincera ovación empieza a gestarse.

Jim salta de su asiento y corre grada abajo, sorteando gente, chocando contra ella y al final logrando saltar a la pista. Las medidas de seguridad tratan de detenerlo, pero en ese momento nada ni nadie podría pararlo. Ha acompañado a su hijo durante toda su vida y en ese momento, el más doloroso de su vida, tiene que estar a su lado más que nunca.

Jim alcanza entonces a Derek. Preocupado por que su hijo se dañe todavía más, le pide que se detenga y ponga fin a ese sinsentido, pero Derek está resuelto: sabe que esta puede ser la última carrera de su vida y está resuelto a terminarla.

El padre agarra al hijo para, de nuevo, tornarse en su apoyo y avanzar junto a él hasta la meta. La realidad entonces cae con todo su peso sobre Derek, que por un momento deja de andar y abraza a su padre, su cara desgarrada por el dolor y la angustia. Pero se ponen de nuevo en camino. Para entonces, el público está en pie y la ovación es un estruendo, empujando con su fuerza a un cada vez más renqueante Derek Redmond. Tras un calvario, ambos cruzan juntos la meta. Entonces la fachada del padre se derrumba y se echa a llorar a su vez. Padre e hijo se abrazan, desconsolados.

Tras la carrera su padre declara a la prensa: «Soy el padre más orgulloso del mundo. Estoy más orgulloso de él de lo que lo estaría si hubiera ganado el oro. Hace falta tener muchas agallas para hacer lo que ha hecho».

Esa sería la última carrera de Derek Redmond. Un cirujano enunció el dictamen fatal: no podría volver a representar a su país como deportista. Pero no se rindió; aún menos lo haría su padre, que animó a su hijo a competir en otros deportes en cuanto el atletismo demostró ser inviable. Empezó a jugar al baloncesto, y… bueno, se podría decir que no le fue mal: llegó a jugar a nivel profesional y fue internacional con Gran Bretaña. Mandó una foto firmada del equipo al doctor que dijo que nunca podría representar a su país de nuevo.

Por si esto supusiera poco reto para alguien cuya carrera deportiva parecía sentenciada, decidió entonces dedicar su esfuerzo al rugby, con la intención de formar parte de la selección británica para así lograr representar a su país en tres deportes distintos. Sin embargo, en última instancia se quedó fuera de la convocatoria.

En la actualidad Derek cuenta ya con cuarenta y ocho años y se dedicar a dar charlas motivacionales, contagiando con su fuerza y emocionando con su historia a todo tipo de audiencias, desde trabajadores hasta estudiantes. Por supuesto su espíritu competitivo no ha decaído, y es paralelamente copropietario del equipo Splitlath Redmond de motociclismo, compitiendo en Manx TT, en el Gran Premio de Macao y en el Campeonato Mundial de Motociclismo de Resistencia.

Puede que nunca gane un título importante con su equipo. Desde luego, nunca cosechó un gran número de medallas, como sí lo hicieron Carl Lewis o Paavo Nurmi, y en aquella carrera en Barcelona 92 terminaría siendo descalificado por recibir la ayuda de su padre. Pero su historia evoca los ideales olímpicos tanto o más que las de los más laureados del deporte. Su carrera en el atletismo no fue como él la había planeado, pero sin embargo fue una de las más bellas.

El dolor es temporal, pero la gloria dura para siempre (Derek Redmond).

Indispensables (y II): tienes que jugar a esto antes de morir

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Olvidad al Jefe Maestro, al duque y a su primo serio, a los marines camperos, a los conductores que utilizan prostitutas como calzada y a los encapuchados practicando parkour. En otros tiempos todo esto era PRINCE MEGAHIT, arriba-arriba-abajo-abajo-izquierda-derecha-izquierda-derecha-b-a-start o el infierno desatado a golpe de IDDQD, pero ahora los juguetes digitales renuncian a los trucos, se engrasan a golpe de superproducción y se fabrican en serie para la masa. Entretanto, en sus márgenes crecen productos más interesantes que tratan de voltearlo todo (The Stanley parable, Antichamber), de contar una historia (To the moon) o de volver a masticar la raíz del juego puro (Guacamelee!, FTL, Spelunky, Cave Story). Obras de desarrolladores independientes endiosados (Fez, Minecraft) y de estudios consagrados asimilando lo experimental del espíritu indie (Brothers: a tale of two sons).

Quizá el indispensables del título sea un cebo, pero lo que es seguro es que todos y cada uno de estos juegos son necesarios.

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The Stanley Parable (2013)

Microsoft Windows, OS X

Stanley sufre una existencia infernal, su jornada laboral se limita a fosilizarse ante un ordenador apretando los botones que le dicta un programa. Hasta que un día sus compañeros de oficina desaparecen y Stanley decide dejar de hacer ventosa en su silla. La parábola de Stanley es un juego en primera persona sin marcadores, sin peligros que evitar y sin puntuaciones, pero con un puñado de finales diferentes (algo que ya se insinuaba en su loca promoción al convertir la sentencia «The end is never the end» en un laberinto tipográfico). Y The Stanley parable es un juego genial, abismalmente ingenioso y un sublime entretenimiento. El lector que no sepa nada de la obra debería dejar de leer aquí y saltarse el párrafo que viene a continuación, que está cargado con toneladas de spoilers, para continuar con la siguiente entrada de la lista, que es Fez y también es maravilloso. Porque ese lector solo necesita saber una cosa: The Stanley parable es un juego cojonudo. Y este es el momento de abandonar este texto. Ya. Fin.

En serio, para llegar virgen y que la obra nos azote lo mejor es no continuar siguiéndole el rastro a las presentes líneas. ¿Quizá es necesaria una nota en una escala acotada para asegurar que merece la atención? Pues imagínense un nueve sobre diez, o un once. Bien, ya tenemos una confirmación numérica y no existe nada más redondo que las matemáticas, ahora lo que toca es jugarlo o saltarse esta entrada. De verdad. Vuelvan cuando lo hayan catado. No se agobien. Dejen de leer.

En este momento pueden estar ocurriendo diferentes cosas: que el lector haya jugado a The Stanley parable y haya decidido seguir leyendo para ver qué se cuece aquí, o que el lector no lo hubiese catado y tras alguna partida curiosa se encuentre revisando este texto que antes había evitado, o también puede que el lector no se haya metido nunca en la piel de Stanley y aun así haya decidido continuar leyendo, porque a nadie le gusta que le ordenen nada y la gente tiene todo el derecho a obrar como le salga de la entrepierna. Y exactamente de todo eso trata The Stanley parable: comienza haciéndonos deambular a través de oficinas vacías con la única compañía de una voz en off que narra en pasado la aventura de Stanley. Hasta que nos sitúa en una sala con dos puertas y con un narrador sentenciando cuál de ellas es la que atravesaría el protagonista. En ese momento comenzamos a dudar si continuar por el camino que se nos dicta o desviarnos por completo, y nuestra decisión (sea cual sea) dispara el juego. Su genialidad es la capacidad para sorprender: ignorar o no las órdenes de la propia historia conlleva sumergirse en un delirio surrealista, kafkiano y demente orquestado por un narrador que puede teletransportarnos a mundos extraños, menospreciarnos para que le sigamos la corriente, introducir una banda sonora cuando lo considere necesario o chillarnos cuando acabamos colándonos en zonas del juego que aún no deberíamos contemplar. Y va a más: se permite la chulería de colarnos en otros videojuegos, reinicia la partida para modificarla a su antojo, propone logros que son metabromas, construye un gag fabuloso con un cuarto de escobas, nos introduce en ascensores sin destino o cumple las absurdas promesas que lanzó en su campaña de apoyo. Incluso se mofa de su propia naturaleza y lenguaje: construye con mucha ironía el camino totalmente guiado como el único que desemboca en el desenlace liberador, es capaz de proponer un reto insufrible de varias horas en el backstage del escenario y esconde algún final opcional antes de arrancar realmente, es decir, antes de aquella habitación con dos puertas. En el fondo todo es al mismo tiempo tan profundo como descacharrante. Hasta el tráiler, enlazado al principio de este artículo, es poco convencional.

Y todo esto da lugar a un juego enorme y maravilloso.

Un dato: nunca me había reído tanto persiguiendo una flecha pintada en el suelo.

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Fez (2012)

Xbox 360, PSN, Linux Mac OS X, Windows

De la obra:

Los primeros instantes en Fez nos invitan a brincar en el cuerpo de Gómez por un mundo de pixels ensamblados de manera minuciosa y enclaustrados en dos dimensiones de férreos ejes X e Y. Un mundo donde los personajes son conscientes de su bidimensionalidad al negar la existencia de una tercera dimensión. A los pocos minutos seremos obsequiados con un fez y el juego simulará bloquearse y ahogarse en glitches para autorreiniciarse. Y volveremos a empezar pero observando el mundo de manera diferente: un eje Z hace acto de presencia y junto a él un par de botones con los que girar la perspectiva para descubrir los recovecos de los escenarios ahora tridimensionales. Rotar el entorno será la mecánica esencial para desvelar rutas ocultas, para retorcer la ruta a lo M. C. Escher creando caminos mediante efectos ópticos de perspectivas y para resolver una asombrosa cantidad de misterios. Fez no te permite morir (ni siquiera hay enemigos), prefiere basar su fuerza en la exploración, beber de los clásicos y reconducirlos hacia un producto contemporáneo, rompedor, bellísimo, evocador y superior. Y construir uno de los mejores juegos que vieron la luz en 2012.

Del autor:

Phil Fish, el hombre que contestó aquello a un periodista japonés, el colega que al llevarse el premio IGF invitó a que le felaran hasta la arcada, el caballero de modales troll acusado de maniático explotador, la persona que anunció una secuela de su maravilloso Fez y poco después la canceló al hastiarse de la industria por culpa de un periodista, que en el fondo era tan faltoso como lo había sido siempre el propio Fish, y sobre todo de la rabia acumulada tras soportar tanto palo. Para muchos un auténtico capullo, para otros un hombre muy sincero, para los que se asomaron a Indie Game: The movie (documental centrado en desarrolladores de juegos indies) un hombre que ha sido bastante desgraciado (el propio Fish admite que no puede ver la cinta sin que le golpee hasta el llanto). En general una personalidad que arrolla hasta el punto de que la gente planea boicots contra su obra. Es el problema de no saber separar a la persona del juego. Fish puede ser un auténtico gilipollas a los ojos de la audiencia, pero en lo que a nosotros respecta da completamente igual porque su creación es una obra de arte.

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guacamelee

Guacamelee! (2013)

PlayStation 3, PlayStation Vita, Microsoft Windows

Simon Belmont con sombrero mexicano haciendo manitas a una Samus Aran adicta a los burritos, o metroidvania de dibujos animados protagonizado por un héroe de asombroso nombre: Juan Aguacate. Máscaras de lucha, inframundos con mariachis, un diseño de niveles notable, una animación finísima, una factura visual más que sobresaliente, muchísimo sentido del humor, hostias en combo con saltos al límite entre dimensiones y un homenaje constante a sus miles de referentes; desde el fontanero de Nintendo hasta los memes más chuscos de internet, pasando por el guiño a sitios como Destructoid o Giant bomb. Todo rebozado en los estereotipos del folclore mexicano. Todo excelente.

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Dwarf Fortress (2006)

Windows, Mac OS X, Linux

La antirrecomendación, o aquello a lo que la mayoría no jugará pero puede que agradezca saber de su existencia.

Tarn Adams comenzó a crear Dwarf fortess en 2002 planeando dos meses de trabajo. Cuatro años después se publicaría la primera versión alpha y a día de hoy la criatura aún sufre un proceso de actualización que está muy lejos del resultado final: Adams intuye que quedan unos veinte años de curro. Entretanto el chico ha tenido tiempo para hacerse matemático doctorándose en Standford y hundir en la miseria a miles de jugadores.

No hay un juego que intimide más que Dwarf fortress . Un reto que en lugar de curva de dificultad tiene un muro contra el que estamparse. Partiendo de la base de asentar a un grupo de enanos en un mundo generado de manera procedural, Adams desafía al jugador más masoquista de un modo salvaje: sepultándolo con sus directrices. En Dwarffortress hay que tener en cuenta una cantidad tan descomunal e inabarcable de variables y elementos (desde la gestión de recursos hasta las relaciones sociales) que perder no es solo muy sencillo, sino algo que suele ocurrir con frecuencia sin que se sepa muy bien por qué. Es como combinar el núcleo duro de Sim City con Sim Tower, Los Sims y con un centenar de juegos de estrategia. La sentencia «Losing is fun» se ha convertido en un mantra del juego porque no existe una forma de ganar o un final, con lo que toda partida terminará fracasando de manera irremediable. Acercarse a la obra de magna de Adams supone asomarse a un juego al que se la suda el apartado estético (no tiene gráficos, en su lugar utiliza una alineación de caracteres de PC vetusto), la accesibilidad (se controla mediante el teclado y decenas de menús) o la paciencia del jugador (el mundo se genera aleatoriamente y el programa se tira una vida calculando cientos de detalles).

Dwarf Fortress se hizo famoso de manera muy veloz, en la actualidad subsiste gracias a donaciones ininterrumpidas de su nación de fans y ha sido seleccionado por el Museum of Modern Art de Nueva York como uno de los cuarenta juegos que exponer como si fueran obras de arte.

Y probablemente nunca lo jugareis.

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shelter

Shelter (2013)

PC

En los créditos finales de Shelter sus creadores incluyen entre los agradecimientos a todas las madres de la historia. La breve escena que aparece tras dichos rótulos es, además de cruda y quizá redentora, muy ilustrativa del mensaje del juego: ser madre es un trabajo duro. Shelter está protagonizado por una mama tejón con cinco crías tras sus espaldas y un mundo peligroso delante de sus narices. El objetivo es avanzar procurando la menor cantidad de bajas posible, alimentando a la camada, cazando para subsistir y evitando las hostilidades naturales y la crueldad del reino animal. Es sencillo (camino lineal, retos simples), corto (una hora o dos), extraño en su elección estética (un mundo de toscos polígonos y texturas raras, como si todo estuviese forrado por papel pintado por un hipster adicto a las manualidades) y no destaca en lo técnico (la cámara suele ponerse tontorrona y las aristas de los polígonos se pueden contar con un palo gordo) pero aun así y pudiendo recriminarle no saber explotar más su idea inicial, es uno de los pocos juegos que ofrecen algo tan necesario como el ponerse en la piel de un tejón. De una mamá tejón.

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ftl

FTL (2012)

Microsoft Windows, Mac OS X, Linux

Estadísticamente hablando es muy probable que en estos momentos a lo largo del universo varios comandantes de cruceros espaciales se encuentren en su puesto de mando desviando la energía de los escudos hacia el armamento ofensivo en el punto más tenso de alguna batalla. De eso mismo trata Faster than light. Roguelike espacial en el que surcar nebulosas triturando piratas y rebeldes mediante la estratégica gestión de la nave propia. Extremadamente parco en lo técnico, con gráficos tan simples y poco hilados como para que fondos y naves espaciales lleguen a pelearse entre sí y también tan escasos como para narrar la mayoría de acontecimientos solo a través del texto. Pero con un algo difícil de descifrar que hace que todo en FTL resulta enfermizamente adictivo. Demasiado.

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minecraft

Minecraft (2011)

PC, Mac, Linux, Android, iOS, Xbox 360, Xbox One, PlayStation 4, PlayStation 3, PlayStation Vita, Raspberry Pi

Una leyenda de la escena indie digital ideada por un Marcus Persson (alias Notch) fascinado con Dwarf fortress y Dungeon keeper. Un mundo abierto generado aleatoriamente donde el jugador construye con los recursos de su alrededor un refugio en el que sobrevivir haciendo frente a las criaturas hostiles. Diseño cuadriculado adaptando la cultura píxel a las tres dimensiones y un modo creación que funcionaba como un Lego gigantesco y sería culpable de millares de maravillas creadas por usuarios: desde construcciones impresionantes hasta ordenadores programados con las herramientas del propio juego. El logro de Notch fue vender tantas copias de la versión alpha como para sentarse sobre una montaña de dinero. Y lo logró a golpe de actualizaciones constantes y de evaluar el feedback de los fans; en Minecraft la comunidad se erigía como su pilar más férreo. En 2011 se alcanzó la versión completa, algo que no frenó las actualizaciones (se incluirían nuevos modos de juego y dimensiones paralelas) pero sí significó la retirada del sombrero de Notch como líder del proyecto.

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spelunky

Spelunky (2009)

Microsoft Windows, Mac OS X, XBLA, PlayStation 3, PlayStation Vita

Spelunky me engañó, instalé su encarnación gratuita hace bastante tiempo, le dediqué un par de partidas y no creí ver nada excesivamente llamativo. Meses después lo encontré en una esquina del escritorio, poniendo ojitos tras esa nariz de payaso y bajo ese sombrero de Indiana Jones, y decidí darle una segunda oportunidad. Y muchísimas horas después estaba peleándome contra Olmec en la gruta más profunda. El juego se descubrió como una joya del diseño, componiendo los escenarios de cada partida de manera aleatoria pero muy eficaz. Alma de roguelike donde el objetivo es llegar a la salida saqueando el mayor número de tesoros. Divertido por exigente: una partida puede durar cinco segundos o media hora y cada vez que fallecemos nos deja claro que la culpa es nuestra. Salteado con elementos aleatorios (damiselas que rescatar, bases alienígenas, pirañas gigantes), diferentes ambientaciones e inventario escaso clásico de aventurero. Se sabe de la vieja escuela, es preciso, cruel y magnífico. A XBLA, PSN Y PC llegaría más tarde una versión remakeada en HD con un puñado de novedades, pero la versión primigenia (perpetrada en solitario por Derek Yu) gozaba de un pixelado encantador.

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to the moon

To the moon (2011)

Microsoft Windows

Bajo el rebozado gráfico de RPG japonés noventero To the moon esconde una aventura point and click que en realidad tiene poco de aventura y más de trayecto señalizado. La interacción del jugador se limita a guiar a los personajes, cliquear sobre objetos de la escena y resolver rompecabezas de piezas. Pero hay algo que la redime por completo su naturaleza acotada: el virtuosismo a la hora de contar una historia. To the moon es una fábula de ciencia ficción que serpentea entre notas de piano combinando ideas del Olvídate de mí de Gondry y el Origen de Nolan y desembocando en un final de esos que aflojan la lágrima. Todo está exquisitamente bien escrito, tanto la historia principal, que se encaja al ritmo que se desvela, como la fabulosa relación de la pareja protagonista (en especial su tonteo con el humor, el doctor Neil es descacharrante). Kan Gao tenía en la cabeza una película y la transformó en un juego. Un juego que tiene una banda sonora fabulosa y la capacidad de enredar al jugador en su trama, un juego al que se le puede perdonar lo poco que realmente tiene de juego.

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brothers

Brothers: a tale of two sons (2013)

XBLA, PSN, Steam

La particularidad:

Pese a que es posible (en la versión de PC) jugar a Brothers: a tale of two sons a través de un teclado es mucho más recomendable ceñirse al deseo de sus creadores y afrontarlo con un pad en la mano. La razón es sencilla: en Brothers la aventura se desarrolla a través de dos personajes, pero ambos son controlados simultáneamente por un único jugador: cada una de las palancas analógicas del mando controla el movimiento de uno de los hermanos y con los gatillos se ejecutan sus acciones. La locura funciona, en el juego encontrar la solución a unos retos muy creativos resulta tan divertido como coordinar las dos mitades del cerebro para controlar al mismo tiempo a los zagales.

El viaje:

Brothers nos narra la aventura de un par de hermanos en busca de la cura para un padre agonizante. Y lo hace exhibiendo un caudal asombroso de imaginación, y creando escenas extraordinarias: propone sortear inmensos cadáveres al cruzar montes que han sido testigos de batallas entre gigantes, atravesar hermosas estampas acompañados por un troll afligido, pilotar pájaros de madera entre montañas, visitar pueblos helados asolados por monstruos invisibles y rescatar (de manera muy inusual) de ser sacrificada a alguna damisela. Imaginen el carácter de ICO combinado con la tragedia de Limbo y la epopeya del viaje de Journey, todo ello situado en el mundo de Fable. Una experiencia (breve, ronda las tres o cuatro horas) que rezuma magia y bellísimos escenarios como postales fantásticas, obsérvese que el recorrido está plagado de bancos cuya única utilidad es sentarse para contemplar el paisaje.

En Brothers deambulamos por el monte y nos encontramos las cenizas de una casa y a un hombre a punto de ahorcarse. Instantáneamente sabemos lo que hacer con cada uno de los hermanos, y ese es el toque mágico: salvar a ese suicida desconocido y descubrir que este viaje es más que un mero trámite. Una aventura que hasta juguetea con lo narrativo a través del particular sistema de control, mucha atención al último par de acciones del juego.

Un apunte: lo he disfrutado más que el loado Journey.

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antichamber

Antichamber (2013)

Microsoft Windows

Antichamber te engaña, te suelta en una habitación y te hace pensar que la partida ha comenzado cuando en realidad solo paseas por el menú de inicio para acto seguido invitarte a saltar un foso y clavártela vilmente arrojándote a un mundo de estética minimalista (y feísta) salpicado por dolorosos vómitos cromáticos. Y te deja bien claro que unas escaleras hacia abajo quizá no signifiquen que la única salida posible se encuentra hacia abajo y sea a través de las escaleras. Antichamber utiliza formas de FPS para plantear puzles muy logrados y retorcidos escudándose en una serie de letreros que parecen sacados del más infecto libro de autoayuda. Es un reto ocurrente donde la solución a los problemas muchas veces implica pensar de algún otro modo al que sería racional. Mirar una estancia a través de una ventana concreta puede modificar la estructura de la habitación, desandar nuestros pasos por un pasillo en línea recta puede conducirnos a un sitio que nunca habíamos visto.

Divertido, endemoniado a ratos pero amable con el jugador (permite en todo momento volver a la cámara inicial para transportase a otras). Antichamber, como su propio nombre indica, es feo pero atrayente, es antijuego y juego puro a la vez.

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machinarium

Machinarium (2009)

Microsoft Windows, OS X, Linux, PSN, PlayStation Vita, iPad 2, BlackBerry PlayBook, Android

Los checos de Amanita Desing (responsables de los collages fantásticos de Samorost y de la odisea microórganica de Botanicula) atornillaron una aventura gráfica sin diálogos (los personajes hablaban a través de ilustraciones), protagonizada por un robot que aterrizaba despiezado en un mundo de puzles mecánicos. De empaque exuberante, con un apartado gráfico de deliciosa suciedad controlada y una banda sonora increíble.

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gone home

Gone home (2013)

Microsoft Windows, Mac OS X, Linux

Regresar al hogar tras un largo viaje y encontrarte una nota en la puerta de entrada. Gone home nos ofrece una inmensa casa llena de objetos pertenecientes a sus ahora ausentes habitantes. Y nos invita a investigar, porque Gone home no es un juego al uso, es una obra cuyo único motor es la curiosidad del jugador por descifrar a la protagonista y a su familia. Su mecánica consiste en cotillear todos los objetos de la vivienda y deducir las historias que esconden, nada más. Revisar notas, objetos, apuntes, post-its, libros o mensajes en el contestador. Tiene algo de voyeur culpable, al ofrecernos la posibilidad de volver a colocar cada cosa en su sitio original y una obsesión con el detallismo milimétrico del escenario y también de la época: está ambientado en 1995 y su bocado nostálgico lo materializa entre cintas VHS de Expediente X, entradas de cine para Pulp Fiction y trucos del Street Fighter II anotados a mano. Y tiene una propuesta que o se ama o se odia: entrar en el hogar de alguien a tocarlo todo, a jugar a investigar.

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japanworld

Japan World Cup 3 (2011-2013)

Navegador

Un texto encabezaba esta entrada, pero ha sido descartado por ser una mera formalidad. En el fondo la apuesta por el realismo en las carreras de caballos que propone JWC 3 se entiende mejor en formato vídeo:

Japan world cup 3 funciona a través del navegador de internet y es jodido enterarse de cómo llegar a él en la que es su web oficial si uno tiene poco de oriental (con sudor y llanto en su momento pude arrancar Japan World cup 2, pero con este ni me he molestado). Y no tiene mayor componente jugable que el acto de apostar por un caballo y ver como la locura y la demencia se desatan en la pista en forma de carne de caballo.

Sus creadores venden DVD con recopilaciones de carreras porque en el fondo no es un juego ni quiere serlo, es carne de YouTube, es la deformación de un juego hasta el delirio. Internet explota. Japón gana.

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cavestory

Cave Story (2004)

Microsoft Windows, WiiWare, DSiWare, Mac OS X, Nintendo 3DS, AmigaOS 4, AROS, MorphOS, Linux

Pixel se tira cinco años programando en sus ratos libres su propio homenaje a Metroid, con una estética de NES y aires de plataformas moderno. El resultado es Dōkutsu Monogatar (Cave story) y Pixel lo cuelga gratuitamente en la red en 2004. Plataformeo, ítems y cavernas retro sobre un diseño delicioso. Una marea de bocas y orejas hacen el resto, su juego adquiere fama de inmediato y de paso se come sin quitarse la gorra a productos contemporáneos amasando tan solo un puñado de píxeles pero muchísimo cariño y reverencia hacia el medio. El éxito generó en la Wii y Steam una revisión embellecida (Cave story+) y en 3DS un remake que arrojaba polígonos (Cave story 3D). El original, freeware como él solo, se puede encontrar aquí.

Casi legal: piratería y videojuegos

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Foto: Jacob Davies (CC)

Foto: Jacob Davies (CC)

Los salones recreativos fueron durante muchos años el hábitat natural de los videojuegos. Sus máquinas eran las más potentes en cuanto a tecnología, lo que hacía que sus juegos tuvieran la mejor puesta en escena posible. Muchos desarrollos nacieron y murieron al amparo de estos salones, a día de hoy totalmente sepultados bajo el polvo. Se crearon títulos que nunca tuvieron conversión a un sistema de videojuegos doméstico debido en gran parte al abismo tecnológico que existía entre recreativas y consolas. Juegos de todo tipo, como Cadillacs and Dinosaurs (Capcom, 1992), Saboten Bombers (Tecmo, 1992) o Jurassic Park Arcade (Sega, 1994) eran incunables solo disfrutables a base de monedas. Yendo más allá, muchos de los títulos más emblemáticos de la época nunca pudieron ser replicados con total fidelidad por las compañías que los trasladaron a las consolas y ordenadores de los ochenta y los noventa. Aunque esos títulos sobreviven a día de hoy en nuestras colecciones particulares jamás lo hicieron con el esplendor que tenían en aquel magnífico cabinet, dejándonos sin posibilidad alguna de poder revivirlos tal y como fueron concebidos en su momento. Sunset Riders (Konami, 1991), Street Fighter II (Capcom, 1991), Dynamite Dux (Sega, 1988), Snow Bros (Toaplan, 1990) y otros tantos títulos históricos se convertían en cartuchos y diskettes lastrados ante el músculo de las máquinas de monedas.

M.A.M.E (Multiple Arcade Machine Emulator) es un emulador de videojuegos creado por Nicola Salmoria en 1997. El programador italiano trabajó durante años en un software capaz de reproducir la totalidad de las máquinas recreativas de la época, haciendo que su obra sea a día de hoy el emulador más conocido en todo el mundo. El trabajo de Salmoria es un producto ilegal ya que es capaz de reproducir contenidos que pertenecen a compañías que no han liberado sus propiedades intelectuales de manera voluntaria. M.A.M.E. es a todos los efectos un software pirata, ya que permite jugar a videojuegos de manera gratuita sin que las compañías propietarias vean un euro por ello. Salmoria tampoco percibe nada ya que su descarga a través de internet siempre ha sido gratuita. La justicia nunca pudo intervenir en este asunto ya que el proyecto M.A.M.E solo se encarga del software que le da vida, no de las ROMS que a fin de cuentas contienen los videojuegos que finalmente acaban reproducidos en el ordenador casero.

Street Fighter II

La aparición de M.A.M.E. no trastocó los planes de las compañías de videojuegos de la época. El polígono estaba de moda y los viejos píxeles que rezumaban los títulos clásicos eran algo que solo unos pocos recordaban. La tecnología de las consolas de sobremesa superaba en implantación y potencia a los vetustos sistemas recreativos, en vías de extinción al menos como referente de la actividad del videojuego. Después llegó el resurgir de lo retro, una nueva llamada a filas para tantos títulos que era imposible no seguir la tendencia. Los remixes de clásicos de compañías como Capcom, Atari, Namco o Midway poblaban las estanterías de las tiendas. La llegada de las descargas digitales y la propensión del remake como arma ideal para retomar IP clásicas fue el acicate perfecto para valorar lo clásico como una nueva forma de ganar dinero. Pero las cuentas de resultados no crecían como las empresas esperaban. El tirón de lo retro no se monetizaba, no aparecía en forma alguna en los EBIDTA de las empresas. En ese momento muchos se percataron de que los usuarios llevaban jugando a estos juegos de manera ilegal desde hacía varios años.

M.A.M.E es la única alternativa posible para disfrutar de nuevo de aquellos títulos perdidos en los salones recreativos, los olvidados y los nunca replicados con fidelidad. El emulador de Salmoria llega donde las compañías no dejan acceder, que no es más que a la totalidad sus catálogos arcade. Muchos usuarios interesados en el medio pagarían más que encantados por disfrutar de estos títulos de manera legal en sus casas, pero mientras tanto no tienen más remedio que hacerlo a través de una herramienta ilegal.

¿Será la próxima generación de consolas la que acabe con el bloqueo regional? Todo parece indicar que finalmente no. Desde que la industria es industria las compañías han determinado el devenir de algunos títulos, señalando en qué zonas del mapa mundial eran finalmente distribuidos determinados videojuegos. Ni las recogidas de firmas más furibundas eran capaces de hacerles cambiar de opinión una vez la decisión estaba tomada. Para las distribuidoras es importante que el consumidor solo acceda a los productos que se decidan comercializar en su zona debido a razones muy variopintas, siendo la más importante la cuestión económica. Dejar a los usuarios acceder a otra zona en la que proveerse de software alteraría el plan de negocio establecido para cada país, eso es obvio. Existen otros motivos quizá menos importantes para las empresas como las ventanas de tiempo entre lanzamientos por zona —en algunos casos obligatorias debido a la necesaria localización de los videojuegos— o sencillamente a cuestiones culturales: es habitual que muchos videojuegos no salgan de Japón ya que serían difícilmente entendidos y disfrutados por jugadores de otros países. Añadan además la cuestión idiomática. La oferta global es inexistente en el sector a pesar de la llegada y popularización de las descargas digitales, un mercado que funciona como el físico a todos los efectos, y en este caso, para mal.

Las consolas de videojuegos conocen la piratería desde su misma aparición. Es algo que está en el ADN de la industria. Recordemos cómo Atari no pensó que lo ideal sería patentar su exitoso sistema de videojuegos VCS 2600 y en poco tiempo se encontró un mercado saturado de máquinas clónicas capaces de reproducir sus cartuchos originales sin ninguna dificultad. A partir de ahí, la cuesta abajo de la piratería: cintas de cassette grabadas para ordenadores Amstrad y Spectrum, cartuchos de Game Boy con un botón amarillo en la carcasa, CD copiados abarrotando los top manta

El fenómeno de la piratería tuvo su época de apogeo con la llegada de la quinta generación de consolas, PlayStation a la cabeza. Las consolas modificadas —vulgarmente conocidas como chipeadas— se vendían como nunca, no así el software que las alimentaba. Las compañías de videojuegos se esforzaban en concienciar a usuarios y administraciones para denunciar y perseguir la piratería de sus sistemas y videojuegos, algo ilegal a todas luces. Aunque de aquella aún ganaban algo vendiendo máquinas de videojuegos…

Exceptuando el mercado de las portátiles —que nunca ha encontrado restricciones de zona hasta la llegada de Nintendo 3DS— solo existen dos maneras de disfrutar de un título no distribuido en nuestro país: modificando una consola o importando un modelo de la zona en cuestión. La segunda opción, lícita del todo a ojos de las compañías, requiere un desembolso importante, amén de buenos conocimientos de electrónica en algunos casos, ya que la incompatibilidad de los sistemas de televisión entre países es un problema a veces difícil de solventar. La otra opción, la de piratear una consola, queda fuera del ámbito legal por la irregularidad que supone modificar una pieza de hardware para disfrutar de contenidos por los que no se ha pasado previamente por caja. Con estas, las compañías prefieren que un videojuego que nunca entró en los planes de comercialización en el país sea irreproducible, aunque el usuario disponga de una copia original e importada ya sea desde EE. UU. o Japón. El riesgo de la piratería es muy alto y el usuario debe entenderlo. Tocará esperar y rezar por un remake.

Cadillacs and Dinosaurs

Una imagen vale más que mil palabras y en la prensa especializada del videojuego todavía más. Esto lo saben bien los periodistas que cubren la actualidad del sector. Es más, muchos de ellos aplican este tradicional dicho en las colaboraciones y trabajos que habitualmente preparan, circunstancia que se puede comprobar observando cómo webs y revistas del sector balancean el contenido de sus páginas de tal forma que la imagen venza habitualmente a la palabra escrita. Es un buen reclamo para sus artículos, todo sea dicho.

Una de las herramientas imprescindibles para estos profesionales son las capturadoras de pantalla, la única forma de fotografiar las pantallas de los videojuegos sobre los que están trabajando. Se pueden utilizar consolas preparadas al efecto —las llamadas debug, algo habitual en los últimos tiempos— o incluso piezas de hardware exclusivas para este cometido, como aquellas Twin Famicom tan famosas entre periodistas, con una placa al aire conectada a la salida de cartuchos que tenía una entrada para poder conectar y capturar juegos de GameBoy.

Las compañías de videojuegos no pueden descuidar sus herramientas de captura de pantalla; deben proporcionar a los profesionales las mayores facilidades de cara a que su trabajo, el que a fin de cuentas puede hacer que sus productos tengan mayor o menor éxito, sea cómodo y sobre todo vistoso. Todos se juegan mucho con ello.

Un homebrew es un software gratuito, abierto, creado por desarrolladores aficionados, normalmente encaminado a modificar las características de un sistema propietario como una consola de videojuegos. La scene —como se autodenominan los desarrolladores de este tipo de software— lleva años intentando convertir las consolas de cada generación en máquinas más completas, mejores, llevando la contraria —y dejando en algunos casos en ridículo— a los propios creadores de los ingenios.

Es verdaderamente difícil encontrar a un periodista del sector que no tenga una consola PSP modificada. Esta afirmación puede parecer extraña en un primer momento, pero se entiende con facilidad cuando se conoce el objetivo de tal hecho. No se hace por jugar de manera ilegal —sería ridículo, ya que en la mayoría de ocasiones los títulos son proporcionados por las propias distribuidoras— sino por motivos profesionales.

PSPShot es uno de tantos softwares de captura de pantalla que superaba con creces las posibilidades del kit oficial proporcionado por Sony a las redacciones. Más importante aún, cualquiera de estos homebrews ofrecía un funcionamiento mucho más sencillo que el del sistema original y oficial, convirtiendo el botón de la nota musical de la consola en algo verdaderamente útil a partir de ese momento. Este hecho, conocido sin lugar a dudas por la compañía japonesa, no propició mejora alguna en el modelo oficial de captura, que se mantuvo en aquella torreta que parecía un PC-FX, que además de dejar al trabajador anclado a su mesa —recordémoslo, con una consola portátil— hacía que las capturas salieran «movidas».

Sin embargo, los profesionales que usaban el software pirata con un fin del todo beneficioso para ambas partes preferían no comentarlo por lo que pudiera pasar. A fin de cuentas estaban usando una máquina modificada de manera ilegal.

La scene homebrew es definida de manera habitual por la industria como un mal a erradicar. La finalidad habitual de la mayoría de estos grupos de trabajo es darle capacidad a la consola de reproducir backups de videojuegos o dicho de otro modo, copias piratas. Da igual si la modificación aporta algo o no a los usuarios; todo entra dentro del saco de la piratería. Los interesados en jugar al mayor número de títulos posible pagando lo menos posible se salen con la suya: la industria y asociaciones de videojuegos están obligadas a perseguirlos, a todos, haciendo que la innovación y la colaboración en comunidad sean algo repudiable.

En los noventa eran pocos los juegos que llegaban traducidos a nuestro país; en la actualidad son pocos los que no lo hacen. Si un juego no se localiza al español se distribuirá con total seguridad en inglés, haciendo que, con mayores o menores dificultades, pueda ser disfrutado por una amplia mayoría de aficionados; pero solo si el videojuego ha pasado por terreno americano o inglés, porque si nunca salió de Japón el escenario es muy diferente.

La realidad es que hay un gran número de títulos pendientes de traducción que nunca veremos en nuestro país. Localizar un juego no es precisamente barato, lo que hace que las empresas se piensen mucho poner en marcha esta maquinaria, aunque disgusten a los futuros compradores. Si el juego llega en inglés el problema se diluye. Si el juego se mantiene en japonés hablamos de un lanzamiento cancelado.

Proyect Zero

Fatal Frame es una saga de videojuegos de terror con bastante fama en Europa, conocida con el nombre de Project Zero (Tecmo, 2001). Sus tres primeras entregas, lanzadas en PlayStation 2, alcanzaron buenas ventas y recibieron críticas bastante positivas dentro del género al que pertenece, el survival horror, lo suficiente como para que la desarrolladora se planteara hacer una cuarta entrega en las consolas de nueva generación. El videojuego se lanzó en Nintendo Wii en el año 2008, convirtiéndose en una tremenda pesadilla tanto para sus creadores como para sus usuarios. Su interminable lista de bugs y errores de programación hacían que el juego se colgara de manera habitual, llegándose a considerar injugable por algunas publicaciones japonesas. Nintendo ni se planteó sacarlo fuera de Japón, ya que arreglarlo para que luciera como era debido en Europa y EE. UU. iba a costarle más que el desarrollo original. El juego quedaba en un limbo del que difícilmente podría salir.

Proyectsae es un grupo de fans de los juegos de la saga Project Zero que se propuso rescatar Fatal Frame IV: Mask of the Lunar Eclipse (Tecmo/Grasshopper Manufacture, 2008) del ostracismo al que se había visto relegado en Europa. Partiendo de la versión original del juego aparecida en Japón el equipo creó un parche que hacía que Fatal Frame IV fuera 100% jugable, traduciendo los textos al español y yendo aún más allá, arreglando la interminable lista de problemas que hacían que no fuera funcional. Fatal Frame IV se podría jugar en España de manera excepcional, merced a una versión mejorada y potenciada, a todas luces superior al original descartado por sus creadores y distribuidores, sus verdaderos dueños. Todo este encomiable trabajo nunca tuvo remuneración económica alguna ya que el parche de Project Sae se puede descargar gratuitamente desde su web y sitios afines. Conseguirlo es sencillo y gratuito; el problema reside en que para aplicarlo se necesita el juego original japonés, así que será necesario saltarse el bloqueo regional de la consola. Hará falta una Nintendo Wii modificada. Pirateada.

Los videojuegos son esclavos de la tecnología, rehenes del tiempo que les vio nacer. Los avances tecnológicos que han sufrido estas obras se ven abismales en cuanto echamos la vista atrás y vemos que el sector cuenta con poco más de cuarenta años de existencia. No hay que buscar el avance solo en lo gráfico, una progresión constante incluso a día de hoy, sino más en las facetas jugables que lo técnico nos proporciona. Los juegos de hoy en día son más accesibles para los jugadores y eso, por mucho que a unos pocos parezca molestarles, es algo beneficioso para la industria.

Los emuladores de consolas antiguas también mejoran según avanza la tecnología. Estamos a las puertas de que se consiga emular con fidelidad las máquinas de sexta generación, siendo PlayStation 2 el principal objetivo. Los emuladores son un problema para la industria ya que gracias a ellos podemos disfrutar de todo el catálogo de una consola sin que las compañías vean ningún beneficio. Popularizados en los noventa e ignorados por las compañías hasta hace bien poco, se han convertido en un problema muy de actualidad ahora que las consolas basadas en sistemas Android —Ouya y similares a la cabeza— usan la emulación clásica como principal reclamo para potenciar sus ventas.

La emulación tiene un lado positivo que va más allá de las facilidades que aporta para jugar a un juego antiguo, más allá de no tener que revolver media casa para encontrar todo lo necesario —consola, juego, cables…— para retomar aquel título. La facilidad de manejo y acceso de este tipo de software convierte a los emuladores en verdaderos bancos de pruebas para los arqueólogos del sector. Sirven para sacar espinas clavadas desde la infancia, como completar aquel infernal juego que debíamos acabar de un tirón o apuntando multitud de claves, ya que el sistema de guardado on the fly (poder salvar la partida en cualquier momento, algo habitual en los videojuegos de hoy en día) que ofrecen facilita esta labor y mejora su gameplay. Sirven para conocer las obras antiguas en su máximo esplendor, puesto que permiten jugar a los títulos originales a su velocidad original, esos famosos sesenta hercios que hasta hace poco echábamos de menos en los juegos distribuidos en España. Sirven para que podamos jugar a todos aquellos juegos que no pudimos comprar —ni podemos ahora localizar en eBay— dejándonos acceder a todo el catálogo de una consola, algo que las compañías y distribuidoras nos niegan de manera sistemática desde hace décadas. Un cinéfilo no se desgañita pidiendo que Casablanca sea reeditada en 3D en los cines; lo que quiere es tener acceso a una copia del original, en el formato que sea, que pueda revisar cuando bien quiera. Es raro que no lo consiga, tan raro como que un videojuego antiguo esté al alcance de cualquiera.

Y es que los emuladores tienen su punto. Nadie quiere volver a jugar al primer Castlevania en NES cuando lo prueba en un emulador y ve cómo se mueve Simon Belmont en su versión NTSC.

2013 ha sido un año importante para la lucha contra la piratería. Arrastrando aún los efectos de la ley Sinde y con la nueva ley Wert en el horizonte los avances en esta materia empiezan a dar sus frutos. La solicitud de Nintendo (interesada por fin en el fenómeno pirata después de comprobar cómo su Nintendo DS alcanzaba el 95 % en piratería, sin olvidar que WiiU será la primera consola de la casa que no le proporcionará beneficios solo con la venta de hardware) para que España regresara en 2013 a la llamada Watch List, una lista de seguimiento que señala qué países no cumplen con los estándares de protección de los derechos y propiedades intelectuales —siempre a ojos de los americanos—. Este hecho se ha considerado un gran éxito por organizaciones y asociaciones ya que, aunque el país no ha acabado en la citada lista, la USTR (U. S. Trade Representative) le está haciendo un seguimiento muy de cerca a las decisiones del gobierno español. 2014 está a la vuelta de la esquina y puede pasar cualquier cosa.

De igual forma, como ocurre todos los años, las asociaciones de empresarios del sector publican sus estudios para demostrar cómo la piratería está erosionando el negocio de los videojuegos. De la mano del negocio de la música, el cine o la literatura, los videojuegos plantean la problemática que sufren desde hace años en pos de concienciar a los jugadores y evitar en el futuro desastres mayores.

Los profesores Kevin Bauer, Robert W. D. Veitch y Andres Drachen han demostrado en su reciente estudio sobre videojuegos publicado en el International Journal of Advanced Media and Communication que el fenómeno global de la piratería no afecta tanto —o al menos no con tanto impacto— como las compañías se encargan de denunciar año tras año. Sus conclusiones indican que, aunque la erosión de la piratería es real, las cifras que la industria declara están claramente infladas. La piratería no es, en realidad, para tanto.

Grand Theft Auto V

Hace solo unas semanas Grand Theft Auto V (Rockstar, 2013) alcanzaba unas ventas de 800 millones de dólares en un día, cuadruplicando la inversión hecha por el estudio en el desarrollo y convirtiéndose en noticia de portada en publicaciones de todo tipo, no solo de videojuegos, algo por desgracia nada habitual. Mientras tanto, Skylanders: Giants (Toys for Bob/Vicarious Visions/n_Space) no deja de hacer dinero para Activision gracias a un juego imposible de piratear, ya que se juega con figuritas que hay que comprar. Los videojuegos venden y son el entretenimiento audiovisual preferido de la población actual. La industria sabe cómo aguantar el envite de la piratería.

En el capítulo XI, sección 1, los artículos 270 – 272 del Código Penal dictan que la piratería es un delito.

Cualquiera que tenga en estima a los videojuegos debe sentirse preocupado por este problema. Ahora bien, no existen únicamente dos bandos en esta batalla por la propiedad intelectual; los consumidores no estamos adscritos a uno de esos dos bandos que son el de los compradores de bien que pasan siempre por caja o el de los piratas empedernidos. Existe una zona gris, una zona en la que lo casi legal permite a los verdaderos seguidores del medio cubrir las necesidades que el sector en muchas ocasiones no es capaz de satisfacer. Somos pocos, pero estamos. Nadie puede considerarnos piratas.

Los usuarios habituales de videojuegos deben ser conscientes de que hay que pagar por lo que se juega. La no punibilidad del acto del pirateo no lo convierte en un hecho más lícito que robar en un supermercado. Es sano pagar por lo que compras, mucho más si tu desembolso va dirigido a algo que proporciona —no en vano los videojuegos llevan años destronando al cine o la televisión como principal forma de ocio— horas interminables de diversión.

Empresarios, asociaciones, usuarios… tenemos algo en común, y no es más que el amor por este medio. Debemos ser responsables para tratarlo con cuidado, de eso no cabe duda. Todos. Ojalá un futuro tejido por jugadores concienciados, sí. Y ojalá un futuro construido por empresas decididas a darnos de una vez lo que esperamos.

La corriente del indie (I)

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Fotografía: Rebecca Pollard (CC).

Me gustan mucho los helados. Cuando se planteó mi boda mi mujer se encargó de casi todo. Solo le pedí que me dejara encargarme de los helados. Pregunté al cocinero de la boda por una buena heladería, y me reuní con los dueños. Me preguntaron por otras heladerías de mi gusto. Comenté que me había gustado algún helado de cierta famosa cadena heladera catalana. Uno de los heladeros no pudo evitar enarcar una ceja, evitando mostrar más cambios faciales que desvelaran su disgusto.

Pero sus helados son industriales —dijo.

El indie es justo eso. Es el aprecio por lo artesanal y, por ende, el desprecio por lo que se prepara con el objetivo de encandilar a una mayoría. El indie suele contar con pocas posibilidades de crear un efecto viral, propagando su mensaje por las colinas de lo mainstream. Tiene menos medios, tiene que enamorar únicamente con su talento sin que el maquillaje propagandístico lo embellezca. Y por ello, el indie es valorado por su naturalidad.

En el videojuego lo indie está de moda gracias a títulos como Minecraft (Markus Persson, 2009) o Braid (Jonathan Blow/David Hellman, 2008), que apostaron por mostrarse sin tapujos, satisfaciendo los propios intereses que sus desarrolladores tenían. Dadas esas fechas puede pensarse que el indie es reciente, pero no es así, ya que desde siempre ha habido desarrolladores que con pocos medios han logrado crear grandes obras. Si hablamos, pues, de la obtención de la fama y la gloria por parte de lo indie, es razonable y entretenido pasatiempo el meditar sobre los motivos que han llevado al término a estar en boca de todos y, también sobre lo que le depara.

En primer lugar el videojuego es una rama cultural de muy reciente facturación. Al tener tan poco bagaje (hablamos de unas cuantas décadas) ha sido ahora cuando el mercado ha explotado, permitiendo que el videojuego se considere, más que nunca, un producto. Y como todos los productos que son engullidos por la fabricación en cadena y la mercadotecnia comienza a evolucionarse hacia una manera de pensar que enfoque con mayor importancia la salida de ese producto, su ramificación empresarial, su llegada al consumidor, dejando más de lado la propia creatividad del producto en sí. Se acaba echando de menos cierta artesanía, presente en los títulos que ahora llamamos retro, que carecían de tutoriales sencillísimos como los que hay ahora, en los que se guía al jugador por caminos en los que apenas hay que pulsar botones.

El jugador veterano abre muchísimo los ojos, clamando al cielo y pidiendo una venganza que no llega, rumiando para sí y para sus compañías, en decadente caterva, sobre los males que la industria del videojuego va a insuflar en las almas de los jovenzuelos.

El indie ha recuperado ese concepto de dificultad, esa cultura del esfuerzo, siendo uno de los motivos por los que está en auge. El jugador indie suele añorar una dificultad que ya no está presente en los títulos actuales, por eso a los desarrolladores indie actuales les suele apetecer crear videojuegos a los que les hubiera gustado jugar con ocho años.

Otro de los motivos que llevan a lo indie al terreno de lo llamativo en estas últimas fechas es la propia participación del usuario en su proceso creativo. El videojuego, con temprana edad, se componía de líneas y líneas de código que el usuario que no sabía de programación no podía sino entender como brujería binaria. Parte del encanto de los juegos antiguos reside en su dificultad creativa, en que al ser un terreno nuevo que explorar, el plasmar digitalmente lo que uno tenía en la cabeza no era tan fácil como lo es ahora. Es interesante reflexionar sobre el hecho de que el que los juegos fueran más difíciles antes se debe, en parte, a que sencillamente no se tenía el dominio necesario como para hacerlos más fáciles de una manera que no empobreciera la mecánica de juego (no me refiero a poner menos enemigos). Ahora cualquier programador amateur tiene acceso a programas como Unity 3D, pero es que además ni siquiera es necesario el conocimiento del código, ya que otros programas como Game Maker permiten crear grandes juegos sin tener que entender nada de programación (aunque obviamente ayude, en caso de tener el conocimiento). Uno de los más respetados desarrolladores indies españoles, Locomalito, usa esta herramienta. Desarrollar videojuegos está cada vez más al alcance de la mano para la mayoría gente. Es más fácil crear juegos.

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Una escena de LIMBO. Imagen: PlayDead Studios.

También hay que destacar el aspecto visual, y es que el que sea más fácil desarrollar videojuegos ha provocado que sus diversas capas internas también sean más fáciles de administrar: los diseñadores gráficos se han acercado al mundo del videojuego porque es una manera más de darse a conocer, pero también de que sus creaciones cobren vida, de que se les dé más importancia, ya que no son precisamente pocos los videojuegos en los que el plano artístico se convierte en una parte vital del proyecto. ¿O acaso sería lo mismo LIMBO sin ese aspecto estético ultra noir?

Al igual que la mercadotecnia ha evolucionado y ha abrazado al videojuego como su nuevo mejor amigo, los infantes que alguna vez disfrutaron con las consolas también han evolucionado. Ahora tienen bigote (o sujetador de lactancia), progenie y, con suerte, hipoteca. Y esos bigotudos elementos alguna vez fueron niños y quieren recordar lo bien que se lo pasaban.

Por eso a veces los conceptos de lo retro y lo indie se fusionan, porque en el fondo buscan a veces cosas parecidas: preservar de alguna manera la esencia de los videojuegos, esa dificultad, esa tierna cutrez de la que adolecían los más vetustos títulos del catálogo.

Dados algunos detalles sobre lo que significa el concepto indie y sobre el porqué de su fama actual, pasemos a hablar de algunos populares desarrolladores de la escena y de sus obras, para intentar llegar a una posición que nos permita contemplar el panorama, y ver si somos capaces de establecer alguna razonada conclusión sobre lo que le depara.

El empollón

Una de las más cimentadas parejas del indie es la formada por el Team Meat, compuesto por Edmund McMillen y Tommy Refenes; el primero es el portavoz del grupo y en el que me centraré.

La vida de Edmund McMillen no ha sido fácil. Cuando uno contempla su aspecto piensa que es el típico chico que seguía a Metallica a todos los conciertos hasta que estos decidieron quitarse la melena, el típico chico que creyó un tiempo en el grunge y que ahora adopta en sus conversaciones interesantes posturas sobre el ecologismo. Con ojos claros y voz suave, uno piensa en el típico niño que todos imaginamos sufriendo bullying, con una infancia en el suelo, debajo de la bota de otro niño, proyecto de Tony Soprano.

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Edmund McMillen y Tommy Refenes en 2012. Fotografía: Fuad Kamal (CC).

Edmund McMillen es un chico muy sensible. Nunca le gustó organizar fiestas, ni tuvo muchos amigos. Uno de los motivos que le llevan a desarrollar videojuegos es que así puede conocer a gente pasado un filtro, porque conocer a gente en la vida real, físicamente, le suele desagradar, pues se obsesiona con los peores rasgos que detecta y los utiliza como argumento para alejarse de esas personas.

La infancia de Edmund McMillen está marcada por una familia alcohólica, drogadicta, amante de la Biblia. Pero él no fue sumiso. Cuando se le regañaba y se le decía que iría derechito al infierno a causa de algo que hubiera hecho, él intentaba provocar mayor enfado.

En muchos de sus juegos hay un fondo de violencia, ora explícita ora sutil, que tiene sus orígenes en la religión. La Biblia es una obra violenta, donde se habla de la sangre de Cristo y de su carne. E igualmente todos los sacramentos acercan a Edmund al mundo de lo mágico, al comparar las misas con invocaciones grupales. La Biblia acerca a Edmund al mundo del gore y pronto Edmund desarrolla interés por el cómic como vía de expresión para sus inquietudes.

La personalidad de Edmund McMillen cambia cuando crece. De la religión recuerda su lado más benigno, mostrado por su abuela, a quien menta siempre como excepción de una familia terrible. Su abuela le imbuía un catolicismo positivo, una buena manera de ser, alejada de la presión y del qué dirán. Algunas de sus creaciones más tiernas están basadas en los recuerdos que tiene Edmund de su abuela, ya fallecida. Además deja de tenerle miedo a los monstruos, lo cual acaba añorando. Supera su infancia. Empieza a desarrollar sus ideas sin miedo a que sus padres le tachen de homosexual ni a que sus profesores enuncien quejas por verle dibujar bebés muertos. Comienza a ganar dinero. Todas las influencias recibidas se canalizan a través de su mente y se concretan en obras.

Super Meat Boy (Team Meat, 2010) es su primer gran éxito. Un éxito extenuante y agotador. Es un juego de plataformas de precisión, no apto para dedos flojos, en el que el protagonista, un trozo de carne sin piel, tendrá que encontrar en cada escenario a su pareja, un trozo de tirita secuestrada por un feto acorazado. Edmund McMillen no se ha cortado en mostrar fetos o vaginas en sus anteriores creaciones, y aun así Super Meat Boy es de sus títulos más limpios. La exasperante puntería requerida para afrontar las fases acabará poniendo a prueba al jugador más experimentado, en una estupenda recreación de esos plataformas antiguos de ocho bits que tanto añora el californiano.

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Una escena de Super Meat Boy. Imagen: Team Meat.

Los más de trescientos cincuenta niveles conforman una maratón de paciencia y sadismo para el jugador que disfruta cerrando un juego de manera furibunda, ofuscado ante la dificultad, para abrirlo de nuevo a los pocos minutos esperando que el azar le dé la suerte que antes le había negado. Saltos dobles y agarres a las paredes pondrán a prueba el timing del más templado. Trozos de carne, sierras, pinchos, lava, sal y demás parafernalia dañina adornan una historia poco elaborada y una jugabilidad básica, que no sencilla. Super Meat Boy nos aleja del juego fácil, complaciente, nos hace sudar y comprender el significado del esfuerzo y del sacrificio.

Pese a que Super Meat Boy es su primer éxito, y conserva un espíritu más puro y retro, es en The Binding of Isaac donde podemos acercarnos mejor a la sensibilidad de Edmund.

Frente a la seguridad de Super Meat Boy, un título clásico que es capaz de atraer a mucha gente dada la familiaridad de su estilo, The Binding of Isaac (Team Meat, 2011) apuesta por un estilo más transgresor, más atrevido al ser capaz de herir la sensibilidad del creyente. The Binding of Isaac es un juego sucio, guarro, desagradable, raro. Es mirar el contenido del váter después de usarlo y antes de darle al botón. Pero para Edmund es una llamada de atención sobre la rutina que nos rodea y a la que no solemos hacer caso.

The Binding of Isaac  es un juego cuyo argumento está inspirado en un relato bíblico. Isaac vive con su madre en una casa del campo, dibujando y jugando, hasta que su madre, adicta a los programas religiosos, comienza a oír una voz que le habla desde las alturas. El pobre Isaac verá seriamente restringida su vida, perdiendo dibujos, juguetes, la libertad, y finalmente, tras el último mensaje del Todopoderoso, parece que la vida. La madre se dirige hacia el cuarto de Isaac, quien se pone a mirar por todas partes en busca de una solución, encontrando una pequeña puerta hacia el sótano. Es ahí cuando comienza el juego, en una mazmorra en la que se entremezclan todas aquellas sensaciones dañinas, traumáticas y escatológicas que se tienen en la niñez.

En el juego deberemos atravesar cinco niveles de mazmorras, adquiriendo objetos y diversas habilidades, distintas en cada partida, de forma que cada una se convierte en una experiencia distinta. Un RPG/Roguelike de acciónLas mazmorras serán visualmente bastante sencillas, como los diseños de las propias criaturas y del protagonista, y las acciones también lo serán, consistiendo mayormente en sobrevivir a cada habitación de cada mazmorra derrotando a las criaturas albergadas en su interior.

Para que el lector asimile rápidamente el producto ante el que nos encontramos hay que señalar que nuestra infinita munición, al principio de la partida, consistirá en lágrimas. Y prepárese el jugador, que ante nosotros comenzarán a desfilar mierdas, sangre, pus, ojos y cerebros sangrantes. No es algo agradable de ver, pero hace hincapié en todo eso en que nos fijamos alguna vez siendo niños, en todo eso en lo que nos dejamos de fijar los adultos una vez que la televisión e Internet nos acostumbran ya a ver todo lo que puede salir fluyendo del interior de un ser humano. Veremos también en las breves escenas de vídeo entre fase y fase escenas con burlas escolares, el clásico sueño en el que caemos al vacío desde una altura insondable o el miedo a encontrarse un ataúd con alguien dentro.

El juego, pese a su simpleza y su acabado visual, o quizá precisamente por ello, acierta al ofrecer una mecánica de juego muy rica, al ser cada partida única, ya que prácticamente todo el contenido (mazmorras, bosses de nivel, armas, habilidades) será aleatorio.

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Una escena de The Binding of Isaac. Imagen: Valve Corporation.

No esconde su pretensión de ser, hasta cierto punto, desagradable. Usaremos a pájaros muertos como compañeros de batalla, derrotaremos a sanguinolentos gusanos y derribaremos montañas de caca a base de lagrimazos, obteniendo aumentos de vida a base de leche caducada o comida para perros, en toda una alegoría sobre el maltrato infantil, sin que falte tampoco la crítica hacia el fundamentalismo religioso a base de objetos como abalorios o cartas del tarot.

La belleza del juego de Edmund McMillen radica en la conversión del protagonista en una furiosa criatura vengativa, armada hasta los dientes, pero siempre de manera distinta y aleatoria. En esa aleatoriedad radica su atractivo, en cómo el morir tantas veces sucumbiendo ante la madre asesina nos fuerza a volver a empezar esperando esta vez mejor acierto y suerte.

Es un juego duro, no apto para todos los estómagos, espejo común de todo un cúmulo de fobias físicas y mentales plasmadas en un oscuro sótano imaginario poblado de garrapatas, fetos y moscas, en el enésimo trayecto narrativo que combina la tortura y frialdad del ser humano con la imperturbabilidad religiosa de la iconografía cristiana, extrapolable a los fanatismos de otras religiones.

Que no engañe su aspecto de dibujos animados (aunque se agradezca así el poco realismo fecal mostrado), The Binding of Isaac es un juego siniestro, lleno de abominaciones, donde su autor  nos confiesa lo que ya nos confesaba en algunos de sus cómics: su infancia fue atroz, bañada en soledad y en aislamiento. Y el juego es el refugio que Edmund querría poder haber creado en sus años mozos para poder expresarse, liberándose de todo el dolor que sufría.

El asceta

Si Edmund McMillen transmite esa imagen de chico sensible y amigo del heavy metal, Jonathan Blow arroja una imagen renacentista, templada, culta y madura. Uno se lo imagina con voz grave recomendando alejarte de los vicios de la vida; es el hombre de la voz tranquila. Si los objetivos de Edmund McMillen pasan por la infancia, sea para exorcizar sus propios demonios o para recordar el estilo de los juegos antiguos, el objetivo de Jonathan Blow es más diáfano: perseguir una excelente química entre mecánica y narrativa. Jonathan Blow persigue la exaltación del concepto de reto. Huye de esa deriva narrativa que trata de contar una buena historia, con frecuencia acudiendo a la lágrima del jugador, dejando de lado la parte de la dificultad. Blow opina que el que la dificultad se deje de lado en favor de la historia solo la empeora. Es necesaria la dificultad, el que cueste avanzar, superar los retos, pues así es cómo el jugador interioriza mejor el escenario en el que se desenvuelve. En Braid (Jonathan Blow/David Hellman, 2008), su título más conocido, ya pudimos ver que la dificultad es uno de los rasgos fundamentales del juego y pudimos comprobar lo fusionada que está la mecánica con la propia historia del juego. Es cierto que la duración de Braid no es excesiva, y quizá no es el mejor camino para lograr su meta, pero ha sido una excelente primera prueba, antes de que, como parece ser, Jonathan Blow acometa una nueva invasión en el terreno de lo narrativo usando ahora uno de los mejores arietes que hay en este campo: el mundo abierto. Mientras tanto, Jonathan Blow suele criticar a la industria y a lo mainstream, defendiendo pequeños equipos de menos de quince personas que sepan apreciar la simpleza del 2D.

Un primer vistazo a Braid recuerda al jugador todos esos debates sobre si el videojuego puede considerarse o no arte. Muchísimos análisis usan la palabra lienzo a la hora de referirse a hermosas creaciones, pero en pocos títulos sería tan acertada su aplicación como en este caso, ya que no solo nos encontraremos con cuadros en los que tendremos que enlazar correctamente las piezas de puzle, sino que los propios escenarios tienen un fondo animado que parece haber sido creado con brocha. Para Jonathan Blow el videojuego sí es arte.

Braid sacude a la mente. Es un juego de plataformas, con algunas socorridas muertes de bichos y monstruos finales, pero en esencia el juego trata de resolver puzles. Los escenarios que nos vayamos encontrando tendrán distintas mecánicas que nos ayudarán a irnos a la cama meditando sobre cómo resolver un determinado acertijo. La belleza de Braid consiste en que, mayoritariamente, la resolución de los puzles, que no exigirán demasiado movimiento por nuestra parte, se puede ejecutar en pocos pasos. Todo lo tendremos delante. No tendremos que irnos a la otra punta del escenario a recoger una serie de objetos. Tendremos la solución delante de nuestras narices y solo tendremos que esperar a que dentro de nosotros mismos algo haga clic.

Impresionismo o existencialismo son algunos de los epítetos que recibe el aspecto visual de Braid (en el que llegaría a trabajar al principio Edmund McMillen), pero es que la palabra belleza forma parte del vocabulario habitual de Jonathan Blow. No solo en lo visual, ya que sonoramente el juego recompensa al jugador con un estilo clásico poco habitual en el medio pero que en este caso se acopla perfectamente a la ambientación del resto, como en esos primeros acordes en los que podremos oír «The Song of the Sun», esa versión que hizo Mike Oldfield de «O son do ar».

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Una escena de Braid. Imagen: XBLA.

Teniendo como fondo esos torrentes de imágenes semejantes a acuarelas, iremos navegando en el tiempo a través de las estaciones, empezando con una preciosa primavera poblada de verdes y azules para ir pasando a un húmedo verano, luego a un melancólico otoño y finalmente a un invierno calmo.

Otro de los excelentes detalles del juego es su historia. Un chico, Tim, nos va narrando a través de libros su búsquedade la princesa, a través de todos los mundos que recorre. Esa búsqueda, alejada de las tópicas búsquedas románticas, nos arroja un punto de vista filosófico y reflexivo, ya que leeremos las preguntas que Tim va lanzándose a sí mismo según la tarea va revelándose, aparentemente, como infructuosa.

La mecánica principal del juego reside en el detalle de que en cualquier momento podremos retroceder en el tiempo, como en aquel Prince of Persia en el que Jonathan Blow reconoce haberse inspirado, sin haber en este caso limitación temporal. Ello elimina de un plumazo toda preocupación por la muerte, cosa rarísima en el mundo del videojuego, en el que la muerte es la palanca que mueve la capacidad de superación del jugador. Aquí seremos conscientes en todo momento de que si nos equivocamos y fallecemos podemos volver en un momento a la cómoda situación anterior, despreocupándonos por tanto de todo aquello que no interesa, centrándonos en la resolución del puzle.

Dicha mecánica principal se combinará con las propias mecánicas locales de cada escenario, ocurriendo situaciones parecidas entre sí que tendremos que resolver de distinta manera en cada uno de los escenarios, lo que nos acerca en algunos casos al concepto de la recursividad. En los casos más extremos y deliciosos para quienes saborean el ascenso de la dificultad, las mareas temporales provocadas por una historia que va colina abajo y sin frenos causarán situaciones en los escenarios tales como que el escenario retroceda en el tiempo si nos movemos a la izquierda, o avance, si nos movemos a la derecha, o incluso esos últimos escenarios en los que el tiempo retrocede siempre, hagamos lo que hagamos.

Frente a esos juegos retro que requieren un buen gatillo entre los dedos, Braid no exigirá precisión milimétrica, ni un excepcional timing. Bastará con que el jugador se devane los sesos logrando adivinar la secuencia correcta de pasos que tiene que dar en pos de esa pieza de puzle que le tortura desde hace días.

Finalizados los escenarios, se produce la secuencia final, que no desvelaré aquí, pero que replantea toda la historia narrada anteriormente desde una nueva perspectiva, dejándonos estupefactos y con ganas de saber más. Y hay más. Si investigamos en la red descubriremos una serie de objetos que podemos encontrar a lo largo del juego, pero solo si miramos cómo hacerlo en una guía que el propio Jonathan Blow tiene colgada en su web, y cuyo uso desaconseja. Es decir, para conseguir algunos de esos objetos (que no conseguiríamos nunca confiando todo a nuestra propia capacidad, sin la guía) necesitaremos sí o sí esa guía, que el propio desarrollador del juego prohíbe. Como entenderá el jugador que finalice Braid, Jonathan Blow disfruta haciéndonos ver que no todo es lo que parecía, que todo depende de la perspectiva de cada uno, y que somos nosotros los que debemos interiormente reflexionar sobre si el fin merece el uso de todos los medios disponibles.

La princesa es algo más que un pelo sedoso y una bonita sonrisa.

Braid es una obra maestra, un alarde lógico, un paseo romántico por el mundo del puzle, una excelsa fusión entre mecánica y narrativa. Y además es el primer juego que se me viene a la cabeza cuando me piden una recomendación.

(Continuará)

Fotografía de portada: Neon Tommy (CC).

Retorcidos villanos: los enemigos más extraños del videojuego

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El héroe y el malvado son dos fuerzas que sobreviven retroalimentándose porque para cada uno de ellos la existencia del otro es su verdadera razón de ser. Ni la figura heroica puede construirse sin caminar bajo la sombra del villano ni existe maldad en destruir un mundo que no se preocupa por defenderse. Dos figuras que históricamente combaten a muerte, pero que probablemente también se irían a la cama juntas.

En el mundo del juego los malvados y sus ejércitos de sicarios son la gracia del reto. Pedazos de carne de cañón y final bosses conforman el verdadero obstáculo que nos separa de la gloria, figuras herederas de una larga tradición de clichés que los ha tallado poco a poco hasta apenas diferenciarlos a unos de otros. Pero como ocurre con toda norma inamovible, existen antagonistas que se salen de los márgenes conocidos, aquellos que retuercen su figura siendo más villanos, más extraños, más imposibles, más desquiciados. El mal inusual, la excepción a la regla.

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AM — I have no mouth and I must scream (1995)

No tengo boca y debo gritar es el tipo de nombre fabuloso con el que bautizar a cualquier obra de ficción y conquistar los corazones más tiernos de medio mundo. Harlan Ellison lo sabía y tituló así una historia corta que se llevaría a casa el premio Hugo en 1968. Años después su obra mutaría en aventura gráfica e introduciría al villano robótico más cruel parido por una pluma: AM. Un superordenador que lograría exterminar a toda la humanidad excepto a cinco personas. Cinco desgraciados a los que AM mantendría con vida durante un centenar de años por pura diversión sádica: el principal pasatiempo del computador era encerrar a sus prisioneros en mundos virtuales para torturarlos eternamente. A una víctima de violación aterrada por el color amarillo (el color de la ropa de su violador) la enclaustraba en una pirámide egipcia de tonos amarillentos y a un suicida lo animaba a acabar con su propia existencia al mismo tiempo que saboteaba todos sus intentos por conseguirlo. Ellison demostraría auténtico cariño por su hijo al prestar su voz para doblar al ordenador psicópata y la historia no desmerecía el tono: de los cuatro finales posibles solamente uno albergaba algo parecido al epílogo feliz.

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Tu sombra – Prince of Persia (1989)

El príncipe original de 1989, aquel que pese a pasar la tarde saltando entre tripas de mazmorras conservaba impoluto el blanco nuclear del traje, se tropezaba en su escapada con un espejo que bloqueaba el camino hacia la princesa. La solución de ese callejón sin salida era un A través del espejo con carrerilla, saltar contra el cristal nos permitíria cruzar al otro lado pero al mismo tiempo liberaría un reflejo del protagonista dispuesto a hacer perrerías durante pantallas futuras. Más adelante, príncipe y doppelgänger se reencontraban en un cara a cara que invitaba a desenfundar espadas. El duelo tenía truco, al compartir ambos personajes una barra de vida todo el daño infligido a la copia lo sufría el original. La solución era obvia e ingeniosa: enfundar la espada y correr hacia el adversario para fundirse en uno.

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Tom Nook – Animal crossing (2001— ¿¿??)

Ideado por sus creadores como un personaje más de la serie Animal crossing y contemplado por los jugadores y la prensa como lo que verdaderamente es: la codicia pura envuelta en la piel de un tanuki entrañable, el mafioso empresario vampiro de peluche. En aquel idílico mundo de antropomorfismo animal y estampas infantiles, Nook ayudaba al jugador otorgándole un techo al mismo tiempo que lo encadenaba a una hipoteca y realizaba continuamente reformas de la vivienda con la excusa del bienestar para en realidad aumentar la deuda eternamente y utilizar al jugador como esclavo recadero. La revelación llegaba: toda nuestra existencia en Animal crossing tiene como último objetivo pagar cuentas pendientes con Nook. Y eso era terrorífico.

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La montaña de heces soprano – Conker’s bad fur day (2001) / Conker live and reloaded (2005)

Se merece un aplauso el creativo de Rare que agarró a Conker, una mascota adorable que venía de protagonizar juegos amables y carreras de karts, y decidió convertirlo en un borracho malhablado que afrontaba una resaca diabólica meándose literalmente sobre los enemigos y rindiendo tributo a decenas de películas (el cartucho abría el telón con la leche de La naranja mecánica). Pero la ovación más sonora se la debemos al diseñador que tuvo la idea (y las pelotas) de crear a un personaje como The great mighty poo: una montaña de mierda soprano, que convierte un enfrentamiento en un bello poema al entonar versos mientras rollos de papel higiénico vuelan por el escenario y las heces se convierten en proyectiles.

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Drácula exhibicionista – Bunny must die: Chelsea and the 7Devils (2006)

Gracias a centenares de horas pateando Castlevanias, el jugador habitual está acostumbrado a no sorprenderse mucho cuando el enésimo clon de Drácula aparece envuelto en su capa y comienza a ponerse algo tenso ante la presencia del héroe. La lógica del videojuego dicta que las capas esconden todo tipo de proyectiles y hechizos ansiosos por usar de diana al valiente. Pero en Bunny must die la lógica hace el helicóptero con el pene: el vampiro no lleva ropa debajo de su capa, dispara fuego desde el escroto y si la protagonista tiene la desgracia de estar encarando el pito desnudo del no muerto será aniquilada instantáneamente.

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Granfaloon (Ball of humanity) — Castlevania: Symphony of the Night (1997)

Una enorme bola de gente, literalmente. Una esfera gigantesca de calvos desnudos. Es difícil que la imaginación humana sea capaz de concebir algo más diabólico.

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El enano Maluva – La aventura original (1989)

A finales de los ochenta las aventuras frente a un ordenador requerían pelearse contra retos conversacionales armados con frases más o menos coherentes. Se obligaba a colocar en un profundo coma a la incredulidad y aceptar que un pirata por alguna razón extraña ha decidido residir en una caverna robando tortillas a los visitantes o que para despejar la niebla densa lo más práctico es soplar fuerte. La aventura original, además de puzles locos (revisitarla hoy es divertido pero también una experiencia áspera), incluía a un personaje, el enano Maluva, que aparecía en escena de manera aleatoria tratando de combinar su hacha contra nuestra cabeza. Deshacerse de él era sencillísimo, bastaba con recoger su arma y utilizarla en su contra y por eso mismo atascó a centenares de jugadores. El personaje adquirió suficiente carácter icónico como para ilustrar la portada de la novela del juego publicada por Andrés Samudio, ese viejo archivero.

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Yokozuma – Madworld (2009)

Madworld, el cruce entre Sin City, Hellboy y el Yo Contra el Barrio de toda la vida que alumbraron los muy prestigiosos chicos de Platinum Games. En uno de sus niveles ofrecía un jefazo final en la forma de un luchador de sumo, Yokozuma, que en principio no tenía nada especialmente extraño dentro del canon del videojuego. Hasta que entre su set de movimientos descubríamos uno especialmente llamativo: el que consistía en saltar a las alturas, agarrar un helicóptero que pasaba por ahí y arrojarlo contra los morros del protagonista. La pareja de comentaristas que adornaba el juego lo dejaban más claro:

—¿Sabes qué hubiera sido más práctico para arrojar que un helicóptero?
— No, ¿el qué?
—Cualquier cosa.

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Bob the killer goldfish — Earthworm Jim 2 (1994)

La saga de David Perry jugaba a hacerle la cobra a los clichés. Lo evidenciaba que su héroe fuese una lombriz de tierra okupando un traje espacial y lo confirmaban cosas como el enfrentamiento contra Bob the killer goldfish: Un amenazante pececillo hacía acto de presencia y la palabra «FIGHT» azuzaba al jugador prometiendo un combate espectacular. Medio segundo después, Jim estiraba la mano, agarraba al pez dorado y se lo zampaba.

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La locura – Eternal darkness (2002)

Eternal darkness añadía un elemento tan interesante que sus propios creadores decidieron patentarlo: un medidor de cordura, convirtiendo así a la locura misma en el enemigo más molesto. Cuando el jugador tenía dicho depósito bajo mínimos, en el juego comenzaban a pasar cosas extrañas: paredes que sangraban, ruidos de gritos y cuchillos, ángulos de cámara extraños, alucinaciones en las que los personajes se encontraban caminando por el techo o donde sus extremidades comenzaban a explotar. Del mismo modo también tenían lugar un montón de divertidas ocurrencias que agujereaban la cuarta pared: falsos errores de la consola con pantallazo azul incluido, repentinos descensos del volumen del sonido que culpaban al televisor, menús que se volvían locos dando errores al salvar la partida o amenazando con eliminar todos los avances guardados, carteles de «Continuará», insectos que recorrían la superficie de la pantalla y un montón de perrerías más (un remix de todas los locuras se encuentra aquí). Eternal darkness no solo puteaba al personaje, sino también a la persona que empuñaba el mando.

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Meatenstein — Splosion Man (2009)

En un juego en el que el protagonista principal avanza a base de la propulsión que le concede el hacer explotar su propio cuerpo, la definición de lo considerado inusual demuestra una flexibilidad asombrosa. Meatenstein es un gigantesco pedazo de carne cruda que por razones inexplicables considera seguro rodearse de freidoras. La técnica para destruir al coloso pasa por conseguir que él mismo se autococine accidentalmente sus propias extremidades y las devore en un arrebato de gula caníbal. Suena jodido, pero lo verdaderamente extraño y delirante era lo que sucedía una vez derrotado. Y también esos inenarrables títulos de crédito.

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Mad midget fiveGodhand (2006)

Entre que Godhand lo jugaron cuatro personas (si incluimos a sus programadores) y que su propuesta está cargada de roscas dadas de sí, es fácil comprender por qué se convirtió en juego de culto. Una tormenta de hostias cayendo a plomo sobre enemigos delirantes: gorilas con máscaras de lucha libres, estereotipos gays vergonzosos, rockeros de medio pelo y los Mad midget five, lo que vienen a ser los Power Rangers pero en formato enano. Con una coreografía de presentación arrebatadora.

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Psycho mantis, The sorrow, The End y Vamp – Saga Metal gear solid

Hideo Kojima tiene mucho de genio, pero también de director de cine frustrado y por eso sus creaciones tan pronto demuestran ocurrencias que dejan la trasera del jugador con capacidad para alojar un melón de lado, como se atreven a aturdirlo con cinemáticas eternas. Pero suele crear juegos indispensables y salpicarlos con repartos asombrosos.

Psycho mantis: clásico incombustible y su creación más inspirada. Psycho Mantis era la criatura de outfit sadomasoquista que jugaba a derribar la cuarta pared hasta hacerla escombros. Vacilaba de poderes telequinéticos haciendo bailar el mando de la consola (gracias a los motores de vibración del periférico), adivinaba otros juegos favoritos del usuario mediante un truco brillante: revisando las partidas salvadas de la tarjeta de memoria y comentándolas para asombro del espectador, y llegaba a simular un apagón en el televisor durante el enfrentamiento sustituyendo la leyenda del número de canal por un muy ególatra «Hideo». Pero lo más ocurrente de todo era la estrategia necesaria para derrotarlo: con la excusa de leer la mente, Psycho Mantis se anticipaba a todos nuestros movimientos, hasta que el protagonista deducía que el modo de despistarlo pasaba por desenchufar el mando del puerto del primer jugador y enchufarlo en el del segundo jugador, marcando un nuevo tanto a favor de la creatividad de Kojima. Y levantando cientos de obesos culos de adolescente de los sofás.

El enfrentamiento con The Sorrow era terrorífico: nos obligaba a recorrer un camino de culpa a través de un río plagado por los fantasmas de cada uno de los enemigos que habíamos eliminado durante el juego. Y finalmente sería necesario morir para avanzar.

The End: un francotirador de más de cien años con un loro como mascota-despertador y una capacidad sobrenatural para el camuflaje, proponía uno de los duelos más apoteósicos de la saga: un ejercicio de resistencia en el que ambos adversarios jugaban a intentar avistarse en la espesura del bosque. Lo novedoso serían algunos métodos alternativos para eliminarlo: guardando la partida y volviendo al juego una semana después (o modificando la fecha del reloj interno de la consola) nos encontrábamos con el cadáver de un The End que esperando nuestro regreso había muerto de viejo.

Y por último tenemos a Vamp. Vampiro y bisexual oficialmente inspirado por Joaquín Cortés. Eso sí es retorcido.

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Internet – Sam & Max: Season one (2007)

Sam y Max volvieron a ejercer de policía freelance de la mano de los chicos de Telltale Games y vivimos tres temporadas de episodios sobresalientes. En el 1×05 Sam y Max se enfrentaban a un antagonista casi divino: la mismísima internet, ese ente maligno. El enfrentamiento final lo travestía todo en una desquiciada aventura en modo texto.

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Los colosos – Shadow of the colossus (2005)

La idea de un juego formado completamente por final bosses suena bastante chalada, pero Shadow of the colossus no solo es exactamente eso, sino que además es eso hecho con un buen gusto y pulso envidiable. El Team ICO ideó una aventura en la que el destino del héroe era vagar a caballo entre gigantes tratando de derrumbarlos y lo hizo de manera tan bella que el universo se rindió ante aquel ejercicio de arte. Coleccionó una decena de estanterías de premios y su éxito se refleja en cosas como que en la película En algún lugar de la memoria el juego se convertía en un personaje más de la trama.

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Matt Groening y Will Wright – Los Simpson : el videojuego

Los Simpson: el videojuego trataba de acabar con la maldición de la familia en el mundo digital creada por decenas de juegos olvidables. Y aún patinando en muchas cosas resultaba hasta divertido. En su trama majareta se atrevía a introducir en el bando enemigo distinguidos cameos: Como Will Right, el tipo detrás de Sim City y Los Sims. O incluso el padre de la propia familia amarilla, Matt Groening (a quien Homer confundía con el creador de Padre de familia) alojado en una mansión, rodeado de montañas de billetes y defendiéndose utilizando a un ejército de personajes de Futurama.

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El Poder Oscuro — El Poder Oscuro (1988)

Al igual que la Nada de Fantasia, el Poder Oscuro deglutía todo a su paso como un desagüe malvado. El problema es que la mayor parte del tiempo lo que solía estar a su paso éramos nosotros, espectadores desde el primer segundo de partida de un universo que desaparecía a nuestras espaldas. El juego remataba encerrándonos en matrioskas de acero: un robot gigantesco contenía una nave, y esta contenía al héroe. Todo se combinaba para formar una dificultad propia del cautivador sadismo ochentero: si el Poder Oscuro arrasaba una parte del escenario esencial para el avance o se llevaba por delante alguno de nuestros vehículos aparcados, podíamos corretear alegremente por el escenario pero nuestra derrota era inevitable.

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Todo el reparto de No more héroes – Saga No more heroes

Una modelo con un lanzamisiles como pierna prostética, una ancianita que empuja un carro de la compra que puede transformar en un cañón láser digno de la Estrella de la Muerte, una lolita que nos arroja sumisos sadomasoquistas, un jugador de rugby y veinticuatro animadoras que se transforman en un mecha gigantesco, un fantasma con un hacha lanzallamas, un astronauta ruso loco que no sabe que ha regresado a la órbita terrestre y ataca a sus enemigos disparándoles con un satélite espacial, un cartero con superpoderes. El universo del diseñador Suda 51 es comparable al de Hideo Kojima porque está repleto de personajes inusuales, pero se distingue del estilo del padre de Snake en un pequeño detalle: Suda 51 da señales muy claras de estar completamente loco.

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Transexuales forzosos – Birdo (Super Mario Bros 2 1988) Poison (Final fight 1989)

En el manual de instrucciones de Yume Kōjō: Doki Doki Panic el personaje de Birdo era definido como una fémina llamada Catherine. Cuando el juego mutó en Super Mario Bros 2 para el mercado americano el panfleto de instrucciones introdujo un cambio curioso: el dinosaurio rosa ahora era un chico que deseaba ser chica y que prefería que le llamasen Birdetta. Como aquello resultaba confuso Nintendo decidió cubrir con un velo las entrepiernas de Birdo y olvidarse del asunto. Hasta que algunos juegos posteriores comenzaron a sentenciar lo indeterminado de su género y la cultura popular lo convirtió en el primer dinosaurio transexual de un juego family friendly.

Algo similar pasaría con Roxy en Final fight, sicario secundario femenino en la versión japonesa que se convertiría en transexual para el mercado norteamericano porque no estaba tan bien visto lo de golpear a una mujer, pero parecía que daba un poco lo mismo si a quien zurrabas había paseado los bajos por el quirófano.

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Generalissimo Francisco Flako – Cybernator (1992)

Juego de mechas y disparos cuya curiosidad era incluir a un malvado de nombre especialmente llamativo. Sí, eso mismo.

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Giygas – Earthbound (1995)

Giygas, el destructor cósmico universal, o la pelea más agotadora de la franquicia Mother. Que durante la misma los personajes inviten al propio jugador a rezar para ayudarlos en la batalla ya resulta inquietante, pero que la leyenda urbana insinúe que aquel extraño combate representa la ejecución de un aborto ya entra en la categoría de extremadamente perturbador.

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Kefka – Final fantasy VI (1994)

Ni Sephiroth ni hostias, la figura maléfica más notable de los Final Fantasy era Kefka Palazzo, un payaso diabólico que no se escudaba en dramas familiares ni venganzas para justificar su naturaleza: era malvado porque disfrutaba siéndolo y arrasando con absolutamente todo lo que le rodeaba por simple diversión. Además de entre todos los villanos que han amenazado con destruir el mundo Kefka es probablemente el único que realmente lo consiguió, y cuando el jugador llevaba horas intentando salvar el universo, presenciar aquello era desolador.

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Mara – Serie Shin Megami Tensei

Un personaje recurrente en los Shin Megami cuya descripción es innecesaria porque el lector ya habrá visto la ilustración que encabeza esta entrada. Y sí, es lo que parece, un pene con ruedas.

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Evil Otto – Berzerk (1980)

Evil Otto probablemente sea el mal en estado puro. Es inmortal, imparable y la única táctica ante él es huir. Pero también es un smiley diabólico que contrasta de manera absurda con el aspecto del juego, y en el fondo nadie espera nada bueno de un enemigo que se aproxima incansable luciendo una sonrisa. Además es el primer personaje de videojuego que ha matado en la vida real: Jeff Dailey, un adolescente americano, murió en el 81 justo después de echar una partida y supuestamente lo mismo ocurrió con un tal Peter Burkowskiun año después. Evil Otto es el mal.

Antología del glitch: errar no es de humanos

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Grace Hopper fue una contraalmirante estadounidense y una auténtica pionera en el mundo de la programación. A la mujer le encantaba contar la historia de cómo se acuñó el término bug (bicho) para bautizar a los errores de un programa informático: en 1947 Hopper trabajaba en Harvard con un ordenador electromecánico de aquellos cuyo aspecto recuerda a varios armarios salpicados de hileras de botones, el Mark II, y un día una polilla quedó atrapada dentro del voluminoso trasto e hizo saltar un error en sus entrañas. Los operadores localizaron al bichillo en cuestión y con un poco de celo lo añadieron a la hoja de incidencias del día.

Realmente el término bug se había utilizado con anterioridad para hacer referencia a los errores que nacían en diversos aparatos, y los responsables de mantenimiento del Mark II tenían pinta de ser conscientes de ello porque en el parte de incidencias junto al insecto aplastado fueron tan cachondos como para anotar «Primer caso real de bug encontrado». Esa página actualmente se conserva en el Smithsonian, y el Doodle dedicado a Hopper incluye una polilla surgiendo de las entrañas de un ordenador. El término no habría nacido allí, pero daba igual porque aquel bichejo hecho tortilla y pegado con cinta adhesiva en un cuaderno se había convertido para siempre en una pieza de museo por morir matando a todo un sistema ordenado. Y en el fondo tampoco importaba si los bugs se llamaban así por alguna otra razón, lo que importaba es que la anécdota era cojonuda y a Hopper le divertía contarla.

En el campo de juego, los bugs, los glitches, los errores de programación, las volteretas inesperadas del código tienen un encanto especial incluso dentro de su propia naturaleza de defectos imperdonables. Por ser fisuras que pueden llegar a derrumbar una estructura estable, por ser fallos inesperados que trastocan un mundo simulado (con sus personajes y sus historias) que presuponemos ordenado y perfecto o bien porque la imprevisibilidad del caos haciendo picadillo las normas del universo siempre ha tenido consecuencias con las que te puedes echar unas risas.

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Jesus Woods – Tiger Woods PGA Tour 08 (2007)

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El único temor de cualquier varón heterosexual americano atiende a razones divinas: que la omnipresencia de Tiger Woods haya guerreado con su pareja entre las sábanas del dormitorio, algo estadísticamente posible. Pero aquel don de la ubicuidad que le permitía manifestarse en las bragas de medio país no sería el único poder sobrehumano que luciría el golfista. Alguien subió a YouTube un vídeo de Tiger Woods PGA Tour 08 en el que un error del juego se ponía caprichoso con la densidad de las superficies y permitía al jugador realizar un golpe flotando sobre las aguas. El usuario bautizó el toque como Jesus shot y ese vídeo convertido en chiste viral llegó a ojos de Electronics Arts, compañía responsable y corporación cuyos tejemanejes en el mercado le otorgaron el premio a la peor empresa de EE. UU. durante un par de años seguidos. Pero los publicistas de EA de manera inesperada se tomaron aquello con mucha guasa y lograron embaucar al propio Woods para filmar un spot de una futura entrega en el que se sentenciaba que el hombre realmente era capaz de caminar sobre las aguas. Un detalle graciosísimo e inusual, porque es bastante poco común que alguien decida preparar una campaña publicitaria señalando errores graves del producto anterior y mucho menos dándole la vuelta a los mismos.

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Minus world -  Super Mario Bros (1985)

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Mario Bros rebotando en su mundo de setas, bloques con interrogantes, banderitas y princesas que hacen la cobra entre castillo y castillo. Un entretenimiento legendario de la NES primigenia que escondía un famoso bug de proporciones poco comunes: un glitch que se provocaba al atravesar con precisión milimétrica una pared en un punto concreto transportando al jugador hasta un nivel escondido en las tripas del cartucho que el código del juego bautizaba de manera casual como «World -1». Un escenario acuático en forma de bucle, la meta conducía de vuelta al punto de inicio, que condenaba al fontanero para siempre en ese mundo negativo. La versión japonesa permitía acceder a un lote de Minus worlds diferente, y la gente ociosa que trasteaba con editores descubriría que no era el único nivel erróneo escondido en el código: existían otros doscientos quince, aunque todos eran perversiones extrañas de los niveles reales.

Ese tipo de mundos corruptos resultaban hermosos en su fealdad aleatoria desde el momento en que su diseño germinaba por puro azar. Muchos otros videojuegos contenían entre la circuitería algún espacio torcido cuya existencia era capricho de unas líneas de código revoltosas: el underworld de Zelda Link’s Awakening, el caótico mundo glitcheado de Super Mario Bros 2, o el desmadre random que podía desatarse en The guardian legend. En algunos casos los bugs se convertían en puertas de entrada ilegales a pasajes que el jugador no debería visitar en ningún momento, como la habitación de la tarta de Portal cuya existencia estaba justificada solo para una secuencia no interactiva.

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Aberraciones lovecraftianas en pañales – Los Sims 3 (2009)

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Los Sims 3, o la casa de muñecas más rentable de la historia, es uno de esos juegos en los que el programa hace malabarismos con una cantidad de datos tan enorme que parece inevitable que unos cuantos acaben colisionando entre ellos de modo terrible. Una nutrida colección de deformaciones monstruosas y algunos comportamientos extraños fueron divisados por los jugadores, pero posiblemente el más terrorífico era aquel que salpicaba algo tan tierno como la silueta del bebé. Tener a tu parejita de Sims a punto de ser padres y que la criatura alumbrada sea un engendro aterrador. O lidiar contra los antojos poligonales y acabar cayendo en la cuenta de que en el fondo hay que quererlo tal y como es.

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Fútbol loco -  Serie FIFA

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Messi con la pierna situada en posiciones poco compatibles con la lógica anatómica. El tiernísimo momento de sexual feeling entre portero y delantero. FIFA siempre da cancha para una bonita colección de patinazos graciosos.

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El glitch como universo planificadoScott Pilgrim vs the world (2010), Alphaland (2011), Glitchspace (2014)

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O utilizar el error como excusa para crear el mundo.

Al beat’em up de Scott Pilgrim vs the world le gustaba insinuar discretamente falsos errores gráficos de la época de la Nes.

Alphaland es un pequeño juego gratuito alojado en Newsground en el que la premisa inicial es testear si el programador lo ha puesto todo en su sitio en una habitación de apariencia sencilla y sin mucho riesgo. En ella un suelo falso arroja al jugador al mundo roto que compone la verdadera aventura, una plataforma donde avanzamos a través de las entrañas corruptas de un programa que no puede evitar hacerse preguntas existenciales y temer que una vez fixeado su conciencia desaparezca.

Glitchspace es un juego en primera persona cuya premisa inicial parece genial: avanzar modificando los valores de objetos del escenario, forzando el bug para que beneficie a nuestros propósitos, una especie de FPS de programación que se explica mucho mejor a sí mismo en su vídeo promocional.

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Todos los perros van al cielo -  The elder scrolls V: Skyrim (2011)

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Caminar por el monte y toparse con una alimaña con ganas de merendar muslos de guerrero es lo que el aventurero indómito definiría como «pequeño percance». Lo verdaderamente extraño y digno de contar sería que la criatura una vez finada en lugar de iniciar el procedimiento de putrefacción que dicta la costumbre biológica decidiera ascender a los cielos, literalmente.

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Epidemia – World of Warcraft (2004)

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El 13 de septiembre de 2005 se convirtió en una fecha trágica para ese juego online superpoblado que funciona como heroína entre las masas. Una nueva zona (Zul’Gurub) se implementó y un nuevo jefe final apareció en la misma: Hakkar. Aquel enemigo tenía entre su repertorio un ataque llamado corrupted blood que funcionaba como una enfermedad fulminante: drenando la vida de los jugadores y contagiándose por cercanía. Aquella plaga había sido diseñada para permanecer encerrada en la sección que regentaba Hakkar pero por error la sangre corrupta también se contagió a las mascotas virtuales del juego y estas extendieron la epidemia más allá del foco previsto por los programadores.

World of Warcraft ofrece un mundo virtual en el que millones de personas reales viven y sobreviven enfundadas en las armaduras de sus álter egos. Cuando la enfermedad despiadada comenzó a extenderse masacrando ciudades por las tierras digitales ocurrió lo que cualquiera puede esperar del comportamiento humano ante un hecho similar en la vida real: los más débiles perecieron, los más nobles se ofrecieron como voluntarios para curar a los necesitados, los más avispados buscaron el modo más rápido de alejarse de núcleos de población para esconderse en el monte a salvo de contagios, los más cabrones decidieron divertirse extendiendo la epidemia como bioterroristas. Los foros de Blizzard se llenaron de jugadores indignados, de testigos de calles pavimentadas con cientos de cadáveres y de personas que aplaudían el evento cuestionando si realmente era un error garrafal o una idea genial. Los más cabreados decidieron no volver a conectarse al Wow hasta que la infección hubiese remitido. Entretanto Blizzard sudaba sangre para arreglar el estropicio.

Al final el asunto se destapó como algo muchísimo más interesante de lo que podría parecer, varios epidemiólogos mostraron su fascinación sobre el incidente al comprobar que aquella desgracia virtual podía servir como campo de pruebas para analizar la conducta de la población ante un hecho similar en la vida real. Sobre todo al descubrir comportamientos que los estudiosos no habían tenido en cuenta a la hora de crear modelos simulados de epidemia, como el caso del «curioso»: personas que entraban a propósito en entornos infectados para ver cómo pintaba la cosa. Atención especial merece el artículo sobre el tema publicado por Ran D. Balicer, epidemiólogo de la Universidad israelí Ben-Gurion que además remataba el texto con la patada del mundo real: «The game’s administrators eventually cured the plague with a “spell” that was distributed rapidly to players en masse. If only real life were that simple».

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Mtv tunning y los instintos animales – Red dead redemption (2010)

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A Red dead redemption le ocurre lo que a muchos mundos abiertos: su ambición como obra es tan grande que pese a la tremendas bondades del producto final parece inevitable que se le cuelen numerosos bugs que ofrecen situaciones espontáneas de jocosa incredulidad. Como aquella descojonante amortiguación indomable que aparecía cuando las físicas se ponían un embudo por sombrero convirtiendo el cuadro en algo bastante gangsta. O las apariciones de los «manimals» cuando el código asignaba a un modelo humano el comportamiento de un animal: la donkey-lady sometida al hetereopatriarcado (y su supuesto marido), los enanos depredadores, el caballero serpiente o los aleteos de los hermosos hombres pájaro.

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Assassin’s Creed (2007) – Glory-holes y otras filias con el mobiliario

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Encontrarse a un guardia haciendo esto contra una pared resulta bastante sospechoso. Pero caminando entre las callejuelas de la Tierra Santa uno podía descubrir que no solo gran parte de la población tenía cierta afición romántica por el atrezo sino que unos cuantos individuos eran muy amigos de poner en práctica sus hobbies de manera grupal, en plan gangbang.

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El glitch como elemento narrativo – Fez (2012), Hora de aventuras, Rompe Ralph (2012)

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En el mundo de Fez la revelación ocurría a los pocos minutos de empezar la aventura y el juego se transmutaba añadiendo el tercer eje a las dos dimensiones de un mundo. El descubrimiento se llevaba a cabo al mismo tiempo que la pantalla se saturaba de errores simulados hasta resetearse para devolvernos al punto de partida desde donde demostraba que todo lo conocido había cambiado.

Rompe Ralph es la película que nació haciendo carantoñas a generaciones de jugadores, guiños a Metal Gear, Gears of war, Donkey Kong, Sonic, Pac-man o Street fighter nada discretos (los propios personajes de las franquicias ejercían de secundarios) y un desarrollo que aflojaba en su segunda mitad. La pasión por el mundo de recreativas vetustas y joysticks descoyuntados se reflejaba en las ocurrencias del guion: la coprotagonista, Vanellope, justificaba su extraña naturaleza al ser presentada como un glitch del juego.

La serie Hora de aventuras utilizó directamente el error digital como excusa para un capítulo inusual: «A glitch is a glitch».

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Get down -  Goldeneye (1997)

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Trasteando con la Nintendo 64 alguien descubrió que era posible toquetear el cartucho mientras el juego de Rare se ejecutaba para forzar un simpático error que ponía a todos los personajes del juego a rotar de manera endemoniada. Tiempo después brotó en internet un vídeo que coreografiaba los espasmos al ritmo de una tonadilla de J-Pop y el resto es meme.

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Demolition man – Battlefield: Bad Company 2 (2010)

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Eso no es un cuchillo, ESTO es un cuchillo.

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The Far Lands - Minecraft (2011)

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Minecraft genera su escenario de manera procedural, asegurando al jugador que siempre explorará un paisaje irrepetible. Y apoyaba la idea de fabricar un mundo infinito, el terreno se creaba aleatoriamente en cualquier dirección posible sin límite aparente. O casi: en las versiones más añejas su creador, Marcus Persson, descubrió que si alguien se alejaba lo suficiente del punto de inicio (unas ochocientas cincuenta horas en el supuesto improbable de caminar en línea recta sobre terreno llano) las matemáticas del código se retorcían y en el mundo comenzaban a suceder cosas extrañas. Persson llamó al punto donde eso ocurría The far lands y aseguró que era una meta tan improbable para el jugador medio que ni siquiera implicaba un problema real. Nadie invertiría tanto tiempo (caminado en el juego, puesto que se puede acceder al lugar gracias a un editor) en alcanzar ese fin del mundo.

O eso creía. Kurt J. Mac se enteró de la existencia de esas tierras lejanas y comenzó a jugar a una versión de Minecraft en la que el error no ha sido parcheado con el objetivo inicial de alcanzar esas misteriosas Far lands. Y documentar cada jornada de aventuras en su canal de YouTube: Far Lands or Burst! Todo esto arrancaba en marzo del 2011. A día de hoy el caballero lleva tres años de senderismo digital, cinco temporadas de su serie, The New Yorker le ha dedicado un artículo, tiene más de trescientos mil suscriptores y al ritmo que lleva tardaría unos veinte años más en llegar a la meta. ¿Una pérdida de tiempo? Difícilmente: el chico vive exclusivamente de los ingresos de sus vídeos, y gracias a la asociación con Child’s Play ha recolectado más de doscientos cincuenta mil dólares para obras de caridad.

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Lluvia de estrellas – Mass effect (2007)

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Cuando el código de Mass effect se rompía a veces le daba por ponerse Billy Elliot.

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Gay bug - Tomodachi life (2013)

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Nintendo confirmó el lanzamiento más allá de Japón de aquel loquísimo Tomodachi life con un vídeo casi más pasado de vueltas que el propio juego. El asunto espinoso llegó un poco más tarde: supuestamente un bug en el juego permitía a los jugadores establecer relaciones entre personajes del mismo sexo, algo que en principio sus desarrolladores no habían planeado. La compañía lanzó un parche que eliminaba las tropelías del código en lo referente a las relaciones no deseadas y algunos creyeron que quizá eso insinuaba que la homosexualidad era un error que debía ser subsanado. Nintendo intentó acalarar el asunto alegando cierta confusión general (achacada a una mala interpretación de imágenes con texto en japonés y a un bug que imposibilitaba el guardado de las partidas). Pero también perdió la oportunidad de dejarse de hostias conservadoras e implementar el factor gay en su producto.

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Ascension of the JackdawAssasins Creed 4: Black Fag (2013)

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Uno de los bugs más espectaculares de la historia del entretenimiento. Casi bíblico.

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Creepy Watson – Sherlock Holmes y el rey de los ladrones (2007)

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Un caso excepcional, un ejemplo delirante de cómo algo que no es un patinazo de programación acaba disfrazándose de bug por culpa de la vagancia de los programadores. En la aventura de Sherlock alguien decidió de manera lógica colocar a Watson como ayudante del detective, pero demostrando una desidia envidiable otro alguien también decidió que no merecía la pena el esfuerzo de programar la animación del movimiento de dicho personaje, privando por completo al compañero de Holmes de la capacidad de dar un solo paso: en lugar de acompañar al protagonista, Watson se teletransportaba de golpe convirtiéndolo todo en cine de susto o muerte. Un usuario elaboró un vídeo a partir de esto y el alcance viral de aquella pieza de terror fue tal que la compañía responsable aprovechó para hacer un April’s fools espectacular riéndose de sí misma al anunciar Creepy Watson: the return.

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El columpio asesino -  GTA IV (2008)

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Súbete a un coche, abróchate el cinturón, acércate a un columpio, disfruta del vuelo. Realmente ni siquiera necesitarás un coche.

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El bug como herramienta – Mario 64 (1996)

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Voltear la esencia del bug: utilizar el agujero localizado para sacar algún tipo de ventaja. Existen cientos de ejemplos pero este speedrun de Mario 64 donde un simpático usuario se despacha el juego en cinco minutos (el tiempo real necesario ronda las trece horas) es asombroso no solo por hacerlo gracias a un error que permitía atravesar paredes al saltar hacia atrás, sino también por imaginar la cantidad inhumana de horas de práctica enfermiza que han sido necesarias para alcanzar esa precisión entre el ciclón de glitches.

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Criaturas extraordinarias -  Beta Battlefield 3 (2011)

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El hábitat ideal para el avistamiento del hombre jirafa-gusano que manejaba el fusil con las nalgas era únicamente la beta (versión inacabada) de Battlefield 3. Definitivamente el criterio de selección del ejército tenía las mangas bastante anchas.

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Missingno -  Pokémon Rojo/Azul (1996)

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O el caso extraordinario de un error de programación que acabo convirtiéndose en personaje. En los pokémons germinales si el jugador seguía unos pasos específicos podía toparse con un pokémon imposible: Missingno, nombre que realmente significaba «missing number», con la apariencia de morralla gráfica apilada de forma aleatoria. La criatura/bug podía ser capturada pero debido a su naturaleza caótica eso provocaba resultados extraños, los objetos del inventario se multiplicaban salvajemente o la partida guardada se jodía para siempre. Nintendo advirtió a los consumidores de los peligros de jugar a cazar el glitch y con ello consiguió lo que era de esperar, que todo el mundo intentase capturarlo. Lo fabuloso del asunto es que el público asimiló a la criatura bugeada como parte del universo del juego: montañas de creaciones artísticas, cosplays, manualidades diversas y varias tiras cómicas encumbraron el defecto como una entidad en sí misma.

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Kill screen – Varios

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Una de las cosas que parecía no preocupar a los programadores de Pac-Man era poner un límite al juego. En teoría el jugador habilidoso seguiría avanzando nivel tras nivel de manera virtualmente infinita pero nadie se molestó en comprobar si en algún estado lejano el juego se autodestruía. Y eso mismo ocurría: en el nivel 256 una subrutina se volvía loca y media pantalla se rellenaba de gráficos residuales que impedían completar el nivel. A esa pantalla rompejuegos se le denominó kill screen y aunque la del comecocos era la más famosa también la sufrirían otras máquinas: Dig dug, Ms Pac-Man, Donkey Kong, Duck Hunt o Jr Pac-Man castigaban el llegar demasiado lejos con el total y absoluto colapso de sí mismos.

Rubik: el cubo que volvió locos a los terrícolas

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Foto: Corbis.

Foto: Corbis.

A mediados de 1981, un niño británico llamado Patrick Bossert, que contaba apenas trece años de edad, colaba su primer libro en las listas de bestsellers de medio mundo. Ni siquiera había terminado el colegio, pero solamente durante los primeros meses desde la publicación, los derechos de autor le permitieron ganar el equivalente de unos cien mil euros actuales. Alrededor de veinte ediciones del original inglés se habían agotado a final de año, más las diversas traducciones a otros idiomas: era el escritor más joven que había aparecido en esas listas desde que se estandarizaron las estadísticas sobre ventas de libros en los años cuarenta. Aquel libro escrito por un colegial y que había llamado tanto la atención no era la estremecedora narración en primera persona de acontecimientos vitales dramáticos, ni tampoco una original revelación en algún género literario, ni siquiera un cuento infantil. Su libro se titulaba sencillamente Tú también puedes resolver el cubo.

No fue el único escritor en hacerse de oro aprovechando el tirón de un hexaedro de colores que estaba causando furor a lo largo y ancho del globo. Una de las listas de ventas más importantes a nivel mundial es la que elabora el periódico New York Times. Pues bien, por aquella época llegaron a figurar tres libros de la misma temática entre los cinco primeros más vendidos… los tres al mismo tiempo. Algo completamente insólito. El mercado estaba saturado de libros que hablaban sobre el cubo. Sobre cómo resolver el cubo. Sobre qué hacer con el cubo. Todo giraba alrededor del cubo.

Y créanlo, para mucha gente era importante obtener una respuesta a los misterios del susodicho cubo. El diabólico artefacto estaba sacando de quicio a cientos de millones de personas, generando una fiebre cultural de masas que no conocía parangón. Ni la Beatlemanía, ni los primeros años de la televisión, y es posible que ni siquiera las grandes revoluciones comunistas del siglo XX hayan movido a tanta gente al mismo tiempo como aquel hexaedro. Sin abandonar el polvoriento pilón de ejemplares del New York Times de 1981, podemos leer una curiosa anécdota que ilustra a la perfección el estado mental de medio planeta por aquel entonces: un buen día, en la concurrida Quinta Avenida neoyorquina, un objeto salió volando a través de la ventanilla de un autobús municipal. El objeto cayó en mitad de la calle, bajo la mirada de los sorprendidos peatones, poco acostumbrados a que los autobuses ejerciesen como catapulta de bombardeo. ¿Qué había pasado? Los viajeros del bus narrarían más tarde lo sucedido en el interior: un hombre de mediana edad se había pasado el viaje intentando resolver el famoso rompecabezas de las sesis caras. A mitad de viaje, ante el asombro de quienes lo rodeaban, rompió el silencio pronunciando en voz alta la frase: «¡Al infierno con él! ¡Es imposible!», se giró hacia la ventanilla… y unos segundos después, su flamante cubo de colores terminaba sus días hecho pedazos sobre el asfalto neoyorquino.

Semejante reacción, claro está, solamente podía provocarla el cubo de Rubik. Es más, el que un individuo ya talludito viajase en autobús con un juguete entre manos no resultaba nada extraño en aquellos días. El cubo era mucho más que un juguete, era el objeto más parecido a un tótem cultural global que haya existido excepción hecha del aparato de televisión, de algunos símbolos religiosos y seguramente muy poco más. Quienes conserven alguna memoria de aquellos tiempos no necesitarán que se les insista sobre el grado de obsesión que originó el cubo de Rubik en medio mundo.

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Que se lo pregunten a Graham Parker. Albañil oriundo de Portchester —suburbio de Portsmouth conocido particularmente por las solemnes ruinas de su castillo costero— se compró un cubo de Rubik en 1983. Tenía por entonces diecinueve años. Intentó resolverlo. No pudo. Pero tampoco se rindió. Empezó a pasar horas y más horas con el cubo entre manos. Se convirtió en una obsesión y también en una cuestión de orgullo, porque Graham rechazaba cualquier consejo y tampoco quiso leer ni una sola línea de lo mucho publicado acerca de las estrategias para resolver el rompecabezas. Quería conseguirlo por sí mismo, sin ayuda de nadie, pero por algún motivo su cerebro no era capaz de descubrir el truco. Pasaron meses. Pasaron años. Y su vida continuaba. Se enamoró («cuando le conocí ya estaba obsesionado con el cubo y pasaba varias horas diarias con él», recordaría más adelante su futura esposa). Tuvo un hijo y formó un hogar. Pero nada de ello le hizo abandonar su cubo de Rubik, que llegó a causar serios problemas en el matrimonio (una vez más, habla ella: «a veces era como si hubiese una tercera persona en medio»), además de noches en blanco y pensamientos obsesivos que amenazaban con hacer trizas su equilibrio. En el 2009, finalmente, sus esfuerzos fueron recompensados. Lo consiguió. «Cuando esa última pieza hizo click y cada lado del cubo era de un color, me eché a llorar». Graham Parker era por entonces un hombre de cuarenta y cinco años. Había pasado veintiséis años de su vida intentando descifrar el enigma.

En 1982 mucha gente tenía ya muy claro que el cubo provocaba obsesión en personas predispuestas, una especie de adicción compulsiva. Quizá por ello empezaron a circular extrañas habladurías en torno a él: que si algunas personas se habían vuelto locas intentando resolverlo, que otras se habían suicidado a causa de la frustración… Evidentemente, la realidad era bastante menos dramática y la inmensa mayoría de los usuarios lo tomaban como lo que era: un pasatiempos absorbente pero nada trascendental. Con todo, aquellos tétricos rumores ilustraban el impacto que el cubo de Rubik había tenido en la sociedad. Por algún motivo era el rompecabezas que casi cualquier persona quería resolver en un momento u otro. Había gente que no se interesó, claro. Pero se vendieron cientos de millones de ejemplares, así que los desinteresados no fueron muchos.

Cierto es que algunos desistían de inmediato, calificando el invento como artilugio infantil e inútil. Algunos lo apartaban de sí quizá por el miedo a no ser capaces de solventar el enigma o por intolerancia a la frustración. Otros, como ya hemos visto, pasaban horas y horas dándole vueltas al maligno cacharro, probablemente mientras se preguntaban si merecía la pena perder la paz de espíritu en una abstracta batalla contra un hexaedro de plástico que jamás ofrecería recompensa ninguna excepto el reconocimiento íntimo de la victoria sobre lo que, en el fondo, no era más que un juguete. Otros, más afortunados, conseguían descifrar la piedra de Rosetta y acceder a los secretos de aquella intrincada danza de seducción que culminaba en el momento feliz en que las seis caras del hexaedro lucían colores uniformes. ¿Era la facilidad para resolverlo mera cuestión de inteligencia? No realmente: algunas personas muy inteligentes se veían incapaces de completar la tarea. Y muchos de los más hábiles dominadores del cubo eran extremadamente jóvenes, entre otras cosas porque un cerebro que todavía está aprendiendo es lo suficientemente flexible como para captar la naturaleza del problema sin apenas esfuerzo. Por entonces, en 1981, se decía que los más rápidos podían resolver el cubo en dos minutos y medio, aproximadamente. En 1982 empezarían a celebrarse competiciones oficiales de cubistas (aunque dicho así suene a partida de futbolín entre Picasso y Paul Klee) y quedaría oficialmente establecida el primer récord mundial: diecinueve segundos. Para gente como el desdichado Graham Parker o como aquel viajero del autobús neoyorquino, semejante noticia debía resultar descorazonadora. ¡Había gente que resolvía el cubo en poco más de lo que se tarda en encender un cigarrillo! Con los años, esta marca iría bajando hasta rondar los diez segundos, y aún menos. Porque los campeonatos de resolución del cubo de Rubik han continuado celebrándose, claro. Aunque no se ha vuelto a igualar el nivel de locura colectiva de principios de los ochenta. Ni en torno al cubo de Rubik, ni en torno a ninguna otra cosa.

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El cubo de Rubik es, de hecho, una mancha negra en la historia de los especialistas en marketing. Como juguete —juego, rompecabezas, objeto lúdico, instrumento de tortura o como prefieran clasificarlo— incumple absolutamente todas las características que se suponía debe poseer un producto de éxito. No tiene una forma llamativa, ni una funcionalidad clara a primera vista. De hecho solamente tiene un objetivo: ser resuelto. Una vez resuelto, no sirve para mucho más. Parece un producto ideal para ser presentado como ejemplo de mal diseño de juguete en algún curso de mercadotecnia. Al menos eso le dijeron a su inventor cuando pensó en comercializarlo y consultó a supuestos expertos en la materia: «es demasiado difícil y no le va a gustar a nadie». Los expertos en economía, esa inagotable fuente de predicciones erróneas. En 1982 se estimaba que uno de cada cinco seres humanos vivos poseía su propio ejemplar de cubo. Piensen bien en esa estadística. Posiblemente ni en las novelas de ciencia ficción hubiesen imaginado semejante escenario: una de cada cinco personas, en todo el planeta. De no haber existido pobreza endémica en muchas regiones —algo que perjudicaba la distribución, porque el cubo en sí no era demasiado caro— hubieran sido muchas más.

Los cautivos del cubo como el albañil inglés que pasó media vida tratando de resolverlo o los desertores tempranos como aquel hombre que arrojó su cubo por la ventana de un autobús no tenían, sin embargo, motivos para sentirse avergonzados. El cubo era efectivamente un rompecabezas difícil, al menos que el usuario experimentase un insight epifánico y comprendiese por intuición el procedimiento a seguir. En el caso contrario, el maldito invento parecía no tener solución y provocaba la desagradable impresión de que quienes sí lo resolvían estaban imbuidos por una mágica ciencia infusa que los convertía en una suerte de Pueblo Elegido, mientras que los demás estaban condenados a un humillante estado de ceguera cúbica que los hacía parecer inferiores. Pero no, no había motivo para la vergüenza: su propio creador, el profesor de arquitectura Erno Rubik, había tenido semejantes problemas. Y eso que era un hombre muy inteligente; lo bastante como para diseñar semejante artefacto, que algunos califican como la obra de un genio. Su primera intención al crearlo, en 1974, era la de estudiar un mecanismo cuyas partes componentes se mueven de sitio sin que la estructura básica resulte alterada. Cuando Rubik construyó sus primeros cubos rudimentarios y empezó a mover las piezas deshaciendo la uniformidad inicial de las seis caras, no pretendía nada más que eso: crear un ilustrativo ejercicio de ingeniería. Hasta que intentó devolver uno de los cubos a su posición inicial. Entonces se dio cuenta de que lo que tenía entre manos trascendía con mucho la ingeniería estructural.

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Empezó a mover las piezas en lo que a primera vista podía parecer una tarea fácil: devolver el artefacto al estado original. Solamente seis caras, no parece gran cosa. Pero no lo consiguió. Empezó a obsesionarse con la tarea, diciéndose que debía existir una manera de llevarla a cabo. Pero el asunto terminó pareciéndole tan complicado que llegó a pensar que no había forma de conseguir colocar las piezas de nuevo en su ubicación original. El propio Rubik estuvo a punto de creer que su invento, tomado como rompecabezas, era imposible de resolver. Los números apoyaban su pesimismo. El cubo se compone de veintiséis piezas visibles, que en realidad son veintiuno porque los ejes centrales cuentan como una única pieza para lados opuestos del cubo. Pues bien, el número total de permutaciones, de combinaciones posibles entre las posiciones de las veintiuna piezas es una cifra tan alta que produce mareos. Respiren hondo: las posibles combinaciones ascienden a cuarenta y tres trillones doscientos cincuenta y dos mil tres billones doscientos setenta y cuatro mil cuatrocientos ochenta y nueve millones ochocientas cincuenta y seis mil permutaciones.

Esto es, si se necesitasen realizar todos los movimientos posibles para resolver el cubo y usted hubiese empezado a mover piezas en el momento mismo de la aparición del universo, pongamos que al ritmo un movimiento por segundo, hoy seguiría sin terminar la tarea. Se habrían formado galaxias, estrellas, planetas; habría evolucionado la vida hasta generar civilizaciones enteras…. y usted continuaría sin haber resuelto el cubo de Rubik. Por fortuna para resolverlo no es necesario realizar todos los movimientos posibles —aunque nuestro amigo Graham Parker parecía decidido a comprobarlo— pero ni siquiera eso lo convierte en tarea fácil. Erno Rubik se encontró ante una encrucijada inusual: había diseñado un artilugio interesante, pero ni siquiera él, su creador, sabía ponerle de nuevo en su posición inicial. Él mismo lo recordaría así: «Era como mirar un fragmento de texto escrito en un código secreto. Pero ¡era un código que yo mismo había inventado! Y aun así no era capaz de leerlo. Esto constituía una situación tan extraordinaria que sencillamente no pude aceptarlo».

No lo aceptó. Y el joven profesor Rubik pasó varios meses tratando de devolver el cubo a su posición original, trabajo innecesario que además de innecesario resultaba frustrante… y sorprendentemente entretenido. Finalmente lo consiguió. Supo que podía resolverse y entendió que había descubierto un nuevo tipo de rompecabezas. Había experimentado lo que podríamos llamar el síndrome del cubo, aquella obsesión por resolverlo que lo convertía en un absorbente pasatiempos. De hecho, su madre fue la primera en recibir la entusiasta noticia: «¡lo he resuelto!», escena que pronto se repetiría en millones de hogares por todo el globo.

Rubik descubrió que no era el único en verlo así: sus alumnos quedaron encantados con el invento cuando empezó a llevarlo a sus clases para demostrar sus propiedades. Al igual que le había sucedido a él, lo encontraron más intrigante como rompecabezas que por su verdadera función inicial, como decíamos la de demostrar que el objeto mantenía su forma pese a que sus piezas podían ser movidas. Esa cualidad estructural poco importaba. Lo «importante» era devolver las seis caras a su estado inicial. Viendo la pasión de los alumnos y habiendo experimentado él mismo la fijación con el extraño artilugio, Erno Rubik empezó a preguntarse si podría tener posibilidades comerciales. Preguntó a algunas voces autorizadas. Le dijeron que no habría manera de vender semejante artefacto: ni servía como juguete, ni era lo bastante sencillo para que el gran público lo entendiese o se interesase por él, ni parecía otra cosa que un vulgar pisapapeles, ni tenía ningún tipo de atractivo. Una mala inversión, le dijeron. Él no opinó igual y siguió adelante con su idea.

La Hungría comunista de 1974-75 no era el mejor escenario posible para lanzarse a una aventura emprendedora. Si bien el comunismo gulash húngaro mostraba una relativa manga ancha para con las actividades mercantiles —más que algunos vecinos del área de influencia soviética—, la ausencia de un tejido empresarial adecuado le pondría las cosas difíciles. Obtuvo la patente en 1975 pero le costó lo suyo encontrar en Hungría una empresa especializada que tuviese los medios técnicos necesarios para fabricar una tirada de aquellos complejos cubos de plástico. Los cuales, de acuerdo a los deseos de Rubik, debían ser lo bastante resistentes para que el usuario entendiese rápidamente que el objetivo ¡no consistía en desmontarlos! Puede parecer una tontería, pero el cubo exigía una construcción cuidadosa y Rubik lo sabía. Terminó encontrando la empresa en un ámbito bien cultivado detrás del Telón de Acero, el de las sesenta y cuatro casillas: los primeros Cubos Mágicos —como serían publicitados en su país— fueron manufacturados en una fábrica de donde habían salido cajas y cajas de piezas de ajedrez. Se puso a la venta durante 1977, solamente en tiendas húngaras. Fue un gran éxito. En 1979 Rubik empezó a obtener patentes ien el extranjero y el cubo llegó al mercado internacional en 1980. Fue presentado por todo lo alto como el invento del año: por ejemplo, en Estados Unidos se celebró una fiesta donde el hexaedro de colores fue introducido por una famosa actriz de Hollywood, Zsa Zsa Gabor, que era compatriota del propio Rubik. Tiradas y tiradas del cubo se vendían a un ritmo crecient: primero cientos de miles, después millones, más tarde centenares de millones. El profesor, que hasta entonces había ocupado una habitación en el modesto piso de su madre, se hizo repentinamente multimillonario. También se volvió inmensamente famoso, dado que el cubo se vendió asociado a su apellido en todo el planeta excepto en dos lugares: en Hungría, donde continuaba siendo el «cubo mágico», y en Israel, donde lo comercializaron con el curioso nombre de «cubo húngaro». El apellido de su creador funcionó de maravilla como marca: «Rubik». Breve, sonoro y fácil de memorizar. Desde luego mejor que otras posibilidades que se barajaron y que eran verdaderamente horribles: el Nudo Gordiano, el Oro del Inca…

El cubo de Rubik conquistó los ochenta. En 1983 llegaron a crearse unos dibujos animados protagonizados por el hexaedro. Se multiplicaban los libros y artículos dedicados a él. Todas las cifras relacionadas con la ingente cantidad de combinaciones posibles despertaban la fascinación de aficionados a las matemáticas. Se le hacía referencia en incontables contextos, incluyendo secuencias cómicas como aquella del film UHF en la que un ciego intenta resolver el rompecabezas. Incluso Homer Simpson lo culparía más tarde por su deficiente formación como técnico nuclear, ya que los cursillos habían tenido lugar en mitad de la fiebre del cubo. Y él, claro está, tenía el suyo propio y estaba demasiado ocupado intentando resolverlo.

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Tras la explosión internacional de su invento, Erno Rubik respondió a la repentina fama de manera inusual. Continuó diseñando  juegos y alguno de ellos obtuvo también bastante éxito, como la famosa «serpiente de Rubik». Pero en los siguientes años se volvió más huraño y retraído. Su apellido era uno de los más famosos del planeta, tanto como el de los grandes iconos anglosajones: Presley, Lennon, Jordan o Jackson. Y sin embargo, Rubik no parecía demasiado entusiasmado por su nueva condición de superestrella. Un periodista estadounidense lo entrevistó a mediados de los ochenta para la revista Discover y dibujó un sorprendente retrato de lo que era un multimillonario fuera de lo convencional. Rubik seguía residiendo en Budapest, aunque ya no en un deprimente apartamento comunista, claro, sino en una suntuosa casa dotada con buenas vistas, piscina y un amplio garaje en el que podía verse aparcado un flamante Mercedes de lujo. Pero el millonario se presentó a la cita despeinado y «con aspecto de haber pasado una mala noche». Rubik, aunque se mostraba como un individuo amable y correcto, no parecía particularmente feliz. Su estampa se ajustaba a las muchas habladurías que circulaban sobre su carácter seco, y así lo reflejaba el periodista en su reportaje: «durante el paseo en el que me mostró Budapest, a lo largo de toda la mañana, no sonrió ni una sola vez». Cuando regresaron a su residencia, el reportero se sorprendió de que Rubik hubiese renunciado a tener un comedor y que planease servir la cena en un rincón de la cocina: «¿va a venir mucha gente a cenar?». El famoso creador del cubo mágico, mientras fumaba un cigarrillo, respondió lacónicamente: «espero que no».

Ese mismo carácter distante fue el que demostró durante sus primeras visitas a los Estados Unidos, donde su comportamiento no podía resultar más sorprendente para quienes acostumbraban a tratar con los nuevos ricos europeos, y especialmente con los del este, por lo general ansiosos de gastar rápidamente su dinero en lujos y placeres. Y más cuando viajaban sin la familia, claro. Erno Rubik no se ajustaba a ninguno de esos estereotipos. Después de cada compromiso social o empresarial, lejos de querer visitar lugares turísticos o las tiendas preferidas por los millonarios, pedía que lo llevasen directamente de vuelta al hotel. Allí se encerraba en su habitación y pasaba el resto del día leyendo: «no gastaba dinero en sí mismo y el único cambio en sus hábitos era que fumaba tabaco de una marca mejor», contaría uno de sus asistentes. Rubik no bebía, no salía de fiesta, ni siquiera parecía interesado en utilizar su fortuna para retozar con bellas mujeres, actividad habitual entre muchos hombres adinerados. Extremadamente circunspecto, ni tan siquiera parecía interesado en cultivar amistades con quienes formaban su círculo de negocios: «no le gustaba hablar», recordarían. Mientras estaba lejos de casa, su único propósito parecía ser el de regresar junto a su familia cuanto antes. No hacía el más mínimo esfuerzo por aprovechar las enormes posibilidades que su fortuna y su momentánea libertad le ofrecían.

Aquella personalidad lo había caracterizado, según parece, ya desde sus primeros tiempos, antes del éxito y el dinero, cuando era un oscuro profesor en Budapest. Y la instantánea celebridad planetaria no ayudó a hacerlo más accesible. De hecho, se tomaba esa celebridad con bastante sorna: cuando alguien le preguntaba «¿qué se siente siendo tan famoso?», Rubik contestaba no sin amarga ironía: «¿qué se siente no siéndolo?». Aun así, con el paso del tiempo y una vez amainada la tormenta cúbica en torno a su persona, Erno Rubik parece haberse tranquilizado. Centrado en diversas actividades empresariales y en el trabajo con varias fundaciones, se diría que agradece haber alejado de sí el exceso de atención, y es algo más accesible, aunque continúa siendo un hombre de aspecto bastante serio.

Es imposible prever si volverá a producirse un fenómeno análogo al del cubo de Rubik. Hoy está internet, o los teléfonos móviles y demás artilugios electrónicos. Pero son un medio para obtener otros contenidos: información, relaciones sociales, etc. No son un simple cubo de plástico que no sirve para absolutamente nada más que para descifrar su propio rompecabezas y que, precisamente por su aparente sencillez, tiene tal carácter icónico. Desde luego, sirve como icono visual de los años ochenta mejor que casi ninguna otra cosa. Hubiera sido interesante que nos hubiesen visitado unos exploradores alienígenas durante aquellos años: «solamente tenemos una cosa clara sobre los terrícolas: su dios es un hexaedro de colores, le rezan constantemente y sonríen satisfechos cuando el dios les contesta».

Foto: Corbis

Foto: Corbis


Jeroglífico fonético. Quiz I

Las canciones de los ordenadores de 8 bits: «musiquitas chorra» del ayer, éxitos del mañana

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Foto: Ioan Sameli (CC)

Foto: Ioan Sameli (CC)

Como todo el mundo sabe, en los años ochenta los padres compraban ordenadores a sus hijos con la esperanza de que aprendiesen por sí solos a hacer cálculos inverosímiles, programar inteligencia artificial o conectarse a las computadoras del Gobierno como en la película Juegos de guerra. Pero luego la realidad fue más bien prosaica. Pocos tenían paciencia para ponerse con el Basic y demás y lo que molaba del ordenador era jugar, esto es: matar comunistas por todo el orbe y conducir por las autopistas de California como altos cargos del Partido Popular puestos de droga caníbal. Luego apareció la Game Boy, que llegó a prácticamente todos los hogares, y por fin la civilización occidental se fue por el retrete.

De aquellas obras de arte que fueron los juegos sencillos pero intensos, simples pero adictivos a más no poder se ha hablado largo y tendido en todas partes. Sin embargo, hay un tema capital que rodea los videojuegos clásicos que nunca se ha reivindicado lo suficiente: la música.

A todo le mundo le habrá pasado de irse a dormir, cerrar los ojos y ver fichas del Tetris o del Block Out después de haber estado jugando seis horas seguidas como un enfermo mental. Se ha comentado mucho, pero ¿y la música? ¿Quién con pasado CPC no ha ido a cambiar un enchufe con treinta y cuatro años y se ha puesto a silbar la música del Commando?

Podría estar en el Appetite for Destruction perfectamente.

Todo esto viene a cuento por el excelente documental que anda circulando por ahí, Europa en 8 bits. En realidad no trata de la música de los ordenadores, sino de cómo jóvenes de ahora han tuneado los chips de esos ordenadores o consolas para componer música. En muchos casos, pillando la tecnología del vertedero. Doble mérito.

Uno de los entrevistados recuerda una conversación que tuvo de niño con un amigo que ha debido suceder en todos los barrios del continente. Le decía a su colega que la música de algunos de sus juegos de ordenador era tan sumamente buena que se podría vender como «música de verdad». Y el otro, por supuesto, que sería heavy o algo peor, amante del rock clásico por ejemplo, le dice que no y que de pena y que está disfrutando de la música mal y que eso no es correcto. Me hace gracia porque recuerdo un compañero de mi colegio que en el walkman llevaba la música del Shinobi, se la había pasado a una cinta y por ahí iba disfrutando secretamente al margen de lo que dijeran en Los 40, en el Disco Cross o, en el peor de los casos, en Gente joven. Es decir, el fenómeno, quedarse colgado de la música de los juegos, era global y espontáneo.

El caso es que en Europa en 8 bits los protagonistas son chavales que con los chips de Commodore o la Game Boy se montan unas pinchadas salvajes y consiguen sacarle a los cacharritos unos sonidos increíbles. No hay que darle muchas vueltas, no hay que contextualizarlo en la historia de la música pop ni filosofar sobre la naturaleza de este sonido. Uno ve cómo bailan en esas sesiones y lo que le apetece es estar ahí. Sobra con eso.

Pero, por si acaso, en una de las partes más simpáticas del documental aparece Cándido Polo, un psiquiatra. El hombre explica que estos jóvenes de diferentes latitudes que comparten la afinidad a mantenerse anclados en un pasado en el que fueron felices manejando todos estos instrumentos no es otra cosa que síndrome de Peter Pan. Aunque admite una frase muy bonita: «Cada generación tiene la obligación histórica de crear sus propios patrones culturales y subvertir el orden de los cánones estéticos de las anteriores». Yo añadiría: pero sin tomarse demasiado en serio a uno mismo.

Porque los entrevistados del documental, llegado cierto punto, confiesan que la gente se sigue riendo de ellos por hacer, escuchar y disfrutar música de 8 bits. Sin embargo, hay un caso de un tío más mayor que en cuanto vio las infinitas posibilidades de un limitadísimo chip de 8 bits, vendió sus sintetizadores y nunca más quiso saber de ellos.

Tampoco falta un flipadete que dice que el sistema te impone cómo tiene que ser la música y la cultura y que quien hace su propia música se está enfrentando al sistema. O un argentino que considera que modificar objetos obsoletos es «combativo». Que cada uno lo vea como quiera.

Porque el que merece mención aparte es Fela Borbone, que presenta su última creación, que ya salió en la televisión española, el Mierdofón, un Amstrad CPC 6128 que toca el tambor. Fela, conocido por sus grupos punks con instrumentos hechos con basura, como Ulan Bator Trío, y por un fanzine Rocanrrol por el puto morro, manual para hacer guitarras eléctricas y amplis con basura que debió de provocar más de un incendio, es ya una celebrity consagrada de los submudos rockeros de la piel de toro. Su filosofía elemental queda clara con su discurso: «Antiguamente los primitivos cuando necesitaban hacer algo salían a coger lo que fuera, ahora en la ciudad sales y hay una tele por ahí tirada, la basura es la naturaleza de ahora». Y su descripción del sonido de 8 bits también es perfecta: «Da mucha caña, es como si saliera una alarma de que vas a morir».

Pero todo esto ocurre ahora. Y aunque sea admirable o muy interesante, lo que a uno le gustaría es ir al Corte Inglés y encontrarse al lado de Chenoa, Pereza y Coldplay un digipak de greatest hits de Rob Hubbard. ¿Y quién es él? Hubbard fue el responsable de adaptar la canción del Commando de Tamayo Kawamoto para el Commodore 64. No se sabe quién hizo después la adaptación para Amstrad y Spectrum, pero era de esos juegos que cargabas solo para escuchar la música y mirar al techo mientras pasabas de los deberes de soci.

Hubbard, de todas formas, ha declarado en varias ocasiones que no componía música para videojuegos como un artista, no ponía sus sentimientos en el chip y hacía que su corazón se expresase. Todo lo contrario. «No me pagaban para eso», dijo en una entrevista. De hecho, subrayaba que se sentía presionado para que sus composiciones no fuesen identificables, que no se parecieran entre ellas, para no saturar a los jugadores y que terminaran repudiándole pese al éxito inicial. Pero qué vamos a decir, molan mucho casi todas.

En 1987 llegó a tener contactos con una discográfica que le ofreció lanzar un single, pero prefirió irse a Estados Unidos a trabajar con Electronic Arts, donde su primera aportación fue nada menos que la música del Skate or Die. No obstante, en todas sus entrevistas recuerda los primeros tiempos de la programación de videojuegos como una época mágica y llena de diversión: «No había normas, no había productores, no había una estrategia de marketing». Solo zumbaos llevando al monitor sus fantasías perversas e idas de madre.

En estos mismos términos habla el máximo exponente español de la música para videojuegos ochentena, César Astudillo, más conocido como Gominolas. En un reciente y extenso podcast de El Mundo del Spectrum contó toda su vida y milagros y coincidía en que los primeros tiempos fueron una época mágica. Los medios de producción estaban al alcance de cualquiera, los empresarios tenían visión y voluntad de invertir y al final hubo una serie de chavales «que cobraban más que sus padres por hacer algo que sus padres no entendían». Y hablamos de España, un país donde nos costó dejar el chisquero y coger el sofisticado y pijotero mechero de gas.

Pero ciñéndonos exclusivamente a lo musical, Gominolas también sufrió el estigma del músico de 8 bits. Su mote, revela, se lo pusieron en un grupo de rock donde tocaba, el guitarrista le daba collejas y se reía de sus orejas de soplillo llamándolas «gominolas». Pero él, sin atisbo de vergüenza, se quedó con el mote y gracias a ese apodo, ojo al dato, no hay usuario del Spectrum o del CPC que no le recuerde. Va más allá, es toda una institución.

Lo más gracioso viene después, cuando cuenta que sus hermanos eran fans del jazz y el rock progresivo y consideraban que la música electrónica era una porquería «hecha por pijos». A Gominolas por el contrario le volvían loco Aviador Dro, Human League, Depeche Mode y hasta Mecano, de los que confiesa «se supone que tenía que decir que eran espantosos, pero me gustaban mogollón y no lo reconocía delante de nadie».

Lo que luego le dio trabajo y fama, la música de 8 bits, entonces la entendía como «un placer culpable». Aunque nunca pensó en hacer carrera: «En aquella época no me sentía músico profesional, era un estudiante aficionado a la música que le pagaban por hacer musiquitas chorra». Paradojas de la vida, ahora cada vez más grupos roban esa «musiquita chorra» para sonar en la radio y salir por la MTV.

En las obras de Gominolas hay homenajes-atraco a Emerson Lake and Palmer, en el Mad Mix para Amstrad y MSX tomó los acordes de «Bailando» de Alaska y los Pegamoides y cualquiera, si se fija, puede cantar la letra por encima. La canción del juego Tuareg la hizo con la escala musical árabe, para dar ambiente. Y con la del Colisseum se inspiró en los romanos que salían en las galeras de los cómics de Asterix tocando el tambor para que otros remasen.

Es un descojono escuchar cómo se inspiraba para componer. A veces solo le daban la carátula o algunos gráficos y se tenía que poner manos a la obra. Pero dice que cuando Javier Cano, mítico fundador de Topo Soft, le contaba de qué iban a ir los juegos, el argumento y las fases, le ponía tanta pasión al discurso que, en sus palabras, «me ponía todo palote». Y de ahí, directo a crear.

Gominolas se metió en el negocio gracias a un anuncio para programadores que decía que si querías ser una estrella de los videojuegos solo tenías que pasarte por su oficina y una vez dentro, nada, solo «elegir tu Porsche». No era simple publicidad agresiva. En Inglaterra, en una entrevista en la BBC, Bruce Everiss de Imagine Software, de veintiséis años, que solía vestir con trajes de seda, dijo que uno de sus programadores, Eugene Evans, con diecisiete años ya se había comprado un Porsche aunque ni siquiera podía conducirlo. Aquello dio la vuelta «al mundillo».

El documental sobre esta empresa, Commercial Breaks: The rise and fall of Imagine Software, de Paul Anderson en 1984, comienza en esa línea, con uno de los capos, Mark Butler, con veinticuatro años entonces, conduciendo su BMW y aparcándolo al lado de un par de Ferraris en las oficinas. Y a los dos minutos, pasan revista al equipo de motociclismo que patrocinaban. En 1983, mientras los fanáticos y pioneros se pasaban días y noches toledanas encerrados en habitaciones oscuras y supongo que malolientes programando, Imagine recibía generosos créditos de la banca, pagaba los anuncios más caros y en color y figuraba en todas partes como sinónimo de éxito. Ya saben aquello de las burbujas, pero el mensaje que dejó es que se podía llegar al cielo creando videojuegos.

Por supuesto, Imagine quebró de forma tan grandilocuente como creció, se habían gastado la mayor parte del presupuesto en publicidad. Pero nada impidió que durante la segunda mitad de los ochenta en los Amstrad y Spectrum sonase la mejor música… del siglo XXI. El nuevo punk. La del Commodore 64 para mi gusto no está mal, pero es demasiado buena. En comparación con la de las dos máquinas citadas es como la Filarmónica de Praga. Aunque afirmar esto es como decir que los Beatles te parecen demasiado modernos con esos pelos, que quién se creen que son, metiendo instrumentos raros para provocar con su cosmopolitismo, como Guardiola. Dicho lo cual, ciñéndonos exclusivamente al sonido Amstrad CPC 6128, aquí tienen un TOP-10 personalísimo de mis tonadillas favoritas, obviando muchas referencias obligadas para que la cosa tenga un poco de salero.

1. 750 cc Grand Prix (1989) – Scope Soft.

Un llena-pistas. Cuando lleguen al estribillo empezarán a pensar que New Order eran unos pringaos.

2. Zona 0 (1991) Topo Soft – Lords of the Sound

Si el PP se presentase con esta a unas elecciones yo les votaría.

3. Arkanoid (1987) Ocean – Taito: Martin Galway

Sentimental y directa a la patata. Para pillar una mononucleosis en una discoteca light con esta suerte de Pitufos Makineros.

4. Xenon (1988) Dro Soft - David Wittaker

Perfectamente podría abrir la sección de internacional de un telediario.

5. Rescate Atlántida (1989) Dinamic - José A. Martín

Vámonos todos al Attica.

6. La Armadura Sagrada de Antiriad – Palace Software (1986) Richard Joseph

Como decían Gigatron: joven guerrero, coge mi mano enguantada…

7. Target Renegade (1988) Imagine

Esta balada triste bien podría denunciar la exclusión social y los problemas de las zonas deprimidas de la ciudad, pero como el juego consiste en hostiar a todas las personas que te encuentres, hombres o mujeres, correremos un tupido velo.

8. Campeones (1985) Indescomp – Amsoft

Sí, es «Jamming» de Bob Marley. Supongo que muchos niños, como me pasó a mí, en un momento dado se preguntarían qué hacía ese negro tan famoso tocando la canción del Campeones.

9. Gabrielle (1987) Ubisoft

A Madonna la conocíamos todos sin problemas, pero la base rítmica solo la pudo meter a esos niveles alguien con más de treinta años al volante de un John Deere.

10. Zap`t`balls (1993) Elmsoft

Dígalo de pie y aplaudiendo: ¡obra maestra, obra maestra!

Jeroglífico fonético. Quiz II

Lo atroz sobre un tablero desolado

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Figura 0 Vesalius_De corporis humani fabrica_Pg_164_NIH_ detalle

Vesalius de corporis humani fabrica. DP)

El cerebro humano se ha hecho a base de atrocidades. Solo en los últimos cientos de años ha habido algunos, pocos, privilegiados, que han podido ahorrarse el horror en sus vidas, las catástrofes, las injusticias, las guerras. Tanta miseria vivida por nuestros cerebros ha tenido que dejar una huella tangible en las vías de comunicación entre el área de Broca y el hipotálamo, entre la corteza prefrontal y el cerebelo. Vivir vidas felices, aisladas de los problemas ajenos, es algo nuevo, casi imposible. Allí donde hay más de dos, surge el conflicto. Allí donde se mezclan las creencias, las apetencias, las jaquecas y las emociones, surge el problema. Los juegos han servido para desfogar el exceso de adrenalina, sacar el fervor por los colores y ponerlos a secar en el patio. Con el surgimiento del ajedrez hace mucho más de un milenio se encapsuló en un tablero y unas pocas piezas todo el terror del mundo conocido, todo el miedo a la incertidumbre en diez elevado a ciento veinte posiciones posibles. La estela de este juego prosaico para algunos, indefectiblemente profundo para otros, sigue viva. El juego del ajedrez me hace feliz, dijo Tarrasch. El juego del ajedrez es lucha permanente, dijo el sabio Lasker. El juego del ajedrez es la vida, dijo el loco Fischer.

El cerebro, los caminos alucinantes de la comunicación neuronal (Thomas Schultz, CC).

El cerebro, los caminos alucinantes de la comunicación neuronal. Imagen: Thomas Schultz (CC).

En la cueva, el troglodita todavía no sabe de reyes y damas. No sabe de casillas y de tableros. Juega a vivir; está hasta arriba de alucinógenos. En realidad no los necesita, tanto tiempo en la oscuridad le hace ver sombras que no existen, luces que no están, uros con cabezas humanas, ciervos que vuelan o a su compañera danzando con las estrellas de un cielo que no puede ver. Además, tiene hambre. Lleva varios días casi sin comer y su estado de debilidad se suma al frío y al revoloteo incesante de los murciélagos por encima de sus greñas polvorientas y enredadas. Al menos hay agua en esta cueva maldita, con eso podrá preparar un pigmento con el resto de sangre coagulada que lleva pegada en su mandil. Está a punto de poner su mano sobre la piedra y dejarla ahí para toda la eternidad. Cada mano es un trofeo: dos violaciones, un parricidio, tres actos de canibalismo sobre criaturas indefensas y una pelea casi a muerte en donde al otro no le quedarán ganas de desafiar su posición de líder de la tribu. En realidad, las manos sobre la piedra son un acto de comprensión. El troglodita comprende lo que ha hecho y lo relata en la piedra. Es también un acto de poder. Es su cueva, son sus animales, sus alucinaciones, sus manos, sus miedos, sus atrocidades.

Figura 2. Pintura rupestre en la Cueva del Castillo (40.000 años): manos en la piedra como trofeos del horror.

Pintura rupestre en la Cueva del Castillo (40.000 años): manos en la piedra como trofeos del horror. (DP)

El troglodita juega al ajedrez. Saca la dama y la hunde en territorio enemigo. Se va a comer una pieza, el caníbal. Va a perpetrar una masacre, el bestia. Va a ser implacable y no va a tener piedad del peoncillo débil y aislado, del alfil de la gran diagonal ni del caballo apostado sigilosamente en la casilla e7. Ha conquistado espacio, el muy expansionista y en vez de las 32 casillas que le corresponden por derecho de ser, de estar, sobre ese tablero de 64, ahora controla 41. ¡Nueve casillas más! La victoria está cerca, la presión es insoportable; a las amenazas sobre los peones centrales se unen ahora las amenazas ciertas sobre el rey enemigo. Mientras tanto, caen algunos peones y algunas piezas. Son precios que hay que pagar. El troglodita hace tiempo que sabe hacer cuentas y discierne entre el bien y el mal. El otro troglodita, el que está sentado frente a él, también sabe de piscologías y de estrategias de terror. También tiene manos impresas sobre piedras oscuras. Ha matado inocentes, comido carne humana en muchas ocasiones y matado a quien ha creído conveniente. Ha dejado sin protección a sus propios peones. El conflicto es infinito. De tan humano, deshumanizado. De tan terrible, trivializado. De tan feroz, elevado.

Figura 3. Posición de ajedrez (partida del autor en playchess.com), juegan negras y arrasan.

Posición de ajedrez (partida del autor en playchess.com), juegan negras y arrasan.

El troglodita se incorpora sobre la posición; hay que buscar una idea. Recuerda vagamente que una posición similar se jugó en el campeonato del mundo de 1973, el gran duelo entre los representantes de las superpotencias que estuvieron a punto de hacer volar el planeta a base de misiles nucleares. En esta ocasión eran solo dos ajedrecistas, Fischer y Spassky. El troglodita había estudiado aquella partida movimiento por movimiento. De pronto, encuentra un sacrificio que la daría el triunfo. Es una jugada bella, profunda. Sus pulsaciones se aceleran y la piel comienza a transpirar con más intensidad. Mira a su alrededor y ve la habitación, sus muebles y su ventana, la brisa del viento que atrae la cortina. Vuelve sobre el tablero, solo hay tres variantes posibles y las tres parecen dar el triunfo. Las recorre una a una y constata con satisfacción que el resultado es favorable. De pronto se detiene; en su rostro se dibuja, sin duda, una mueca de contrariedad que su oponente parece percibir con agrado. El cuerpo se revuelve; en especial su estómago. Se deja aplastar contra el sillón, tensa los músculos y comienza a mover rítmicamente las piernas; ha encontrado una refutación al sacrificio de pieza en la tercera jugada de la segunda variante. El sacrificio no sirve. El cuerpo vuelve a relajarse y comienza a buscar otra idea.

Durante todo ese tiempo, en donde la actividad se focaliza en una tarea compleja como el juego de ajedrez, el cerebro y la mente que emerge de él, emplea recursos cognitivos de diversa índole: la percepción, a través de los ojos, pero también de todos los sentidos, se entremezclan para generar un acto de comprensión, haciendo que las piezas sobre el tablero se llenen de significados, una serie de símbolos que en la mente del jugador toma un sentido específico, concreto, personal, totalmente intransferible. La memoria a largo plazo examina el elemento percibido y lo compara con el conocimiento previo: el jugador recuerda la posición que percibe y busca planes de acuerdo a lo que ya sabe, su propia experiencia de otras partidas o lo que ha visto al estudiar las bases de datos. El hallazgo de una jugada, un sacrificio, genera un cúmulo de respuestas emocionales que se transmiten al cuerpo. La búsqueda de las variantes pone en juego un módulo de pensamiento lógico: al encontrar la refutación a su idea, el jugador experimenta sensaciones de frustración, una nueva respuesta emocional que se transmite por el cuerpo.

Percepción, toma de decisiones, pensamiento lógico, memoria, emociones, son algunas de las funciones emergentes del cerebro que conocemos como mente. A todas ellas se une la percepción de uno mismo, la conciencia corporal y espacial, saberse en un lugar del mundo también lleno de significados que recorren el cerebro: al descubrirse en una habitación el olor a patatas bravas que se eleva sin piedad desde el bar de abajo trae recuerdos y sensaciones al troglodita, recuerdos muy especiales que influyen de modo no consciente en la decisión que tomará en la próxima jugada.

La niña se despierta y solo quiere ver los ojos de su madre. Que todo sea inocente y bello; juegos en el jardín, darle la mano a su muñeca y llevarla a tomar el té en el mejor de los restaurantes. Pocas niñas acceden a ello; la mayoría solo lo sueñan y unas cuantas, muchas, no han aprendido ni a soñar, solo el terror está impreso en sus neuronas. Tristes hombres y tristes sus guerras. ¿Por qué avanza la torre implacable sobre esa columna semiabierta? ¿No sabe que causará desolación? ¿No sabe que el peón también sufre alucinaciones? ¿Cómo justificar lo injustificable? Cuarenta mil años desde que las primeras manos quedaran impresas sobre las piedras. Poco y nada desde entonces. Los mismos miedos, las mismas atrocidades.

Laberintos: el arte de perderse

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Escena de Dentro del laberinto. Imagen: The Jim Henson Company / Lucasfilm / TriStar Pictures.

Escena de Dentro del laberinto. Imagen: The Jim Henson Company / Lucasfilm / TriStar Pictures.

Cierra los ojos y visualízate recorriendo un corredor tallado en la roca, apenas iluminado por antorchas. Esperas encontrar bifurcaciones, pero el camino prosigue implacable, curvándose a derecha e izquierda pero sin dejarte más opción que continuar hacia adelante. De repente oyes un rugido rabioso y triste que no puede proceder de una garganta humana. Te giras y vislumbras la sombra de un gigante cornudo abalanzándose sobre ti… Bienvenido al laberinto: símbolo mágico, amuleto protector, juego romántico y un lugar en el que perderse puede ser un placer además de un reto intelectual. Propongo un viaje por la historia y significado de los laberintos, forzosamente a vista de pájaro (o de Dédalo e Ícaro, en este caso). A quien le pique el gusanillo por saber más, le recomiendo el completísimo El Laberinto: historia y mito de Marcos Méndez Filesi, la fundacional Mazes and Labyrinths de W.H. Matthews y un paseo por la web de Jeff Saward Labyrinthos y su revista Caerdroia.

1. Laberintos clásicos

Quien solo busca la salida no entiende el laberinto, y aunque la encuentre, saldrá sin haberlo entendido. José Bergamín

El primer laberinto fue en realidad egipcio, un edificio gigantesco construido en Hawara hace cuatro mil años que dejó sin palabras a Heródoto; un monumento funerario aún mayor que las pirámides, aunque resulta difícil saberlo con certeza porque no se han encontrado casi restos. Las reconstrucciones muestran patios de columnas, galerías subterráneas e incluso paredes móviles…

Sin embargo, el modelo arquetípico del laberinto es cretense. Su leyenda es conocida: el rey Minos se pasó de listo con Poseidón, que le castigó haciendo que su esposa Pasifae deseara a un toro sagrado. La pobre Pasifae recibió la ayuda del inventor Dédalo, que le fabricó un disfraz de vaca digno de Top Secret. Fruto de esta pasión zoófila nació el minotauro, que fue encerrado en un laberinto construido por Dédalo. Por aquellas fechas Androgeo, hijo de Minos, fue asesinado en Atenas en circunstancias poco claras, y el rey cretense se vengó imponiendo el sacrificio periódico de catorce jóvenes atenienses, siete hombres y siete mujeres, que entrarían en el laberinto a ser devorados por el minotauro. El héroe Teseo, hijo de Egeo, fue el único capaz de derrotar al monstruo, aunque haciendo algo de trampa: Ariadna, la enamoradiza hija de Minos, le ayudó regalándole un ovillo de hilo (o una corona luminosa, en algunas versiones) para que se orientara en el laberinto. Teseo le devolvió el favor a Ariadna abandonándola ignominiosamente en Naxos, y completó su gesta olvidando la contraseña acordada con su padre para avisar de su triunfo (cambiar las velas negras de su barco por blancas), lo que provocó el suicidio de Egeo. Vaya héroe.

Imagen: Toni Pecoraro (CC)

Imagen: Toni Pecoraro (CC)

Hay controversia sobre qué hay de realidad en el mito… Por ejemplo, se han hallado esqueletos de niños cuyo análisis apunta a la existencia de sacrificios humanos en Creta. Varias teorías sobre la base real del minotauro apuntan a un general minoico especialmente cruel llamado Taurus, o a la ceremonia de saltar sobre toros a la carga, o al método de tortura consistente en encerrar a las víctimas en el vientre de un toro metálico que se calentaba al rojo. En cualquier caso la derrota del minotauro es una metáfora de la decadencia de la cultura minoica, hegemónica en el Egeo durante siglos; y de cómo el toro-dios solar (Asterión, otro nombre del minotauro, significa «estrella») perdió su poder.

A principios del siglo XIX Franz Sieber exploró la cueva cretense de Gortina, convencido de que había encontrado el laberinto del minotauro. Independientemente de que poco después le encerraran en un manicomio, su hipótesis no era descabellada: sus 2,5 km de extensión, retorcidas galerías y aspecto de mapa del Dungeons and Dragons le convertían en buen candidato. Otra hipótesis apunta al propio palacio de Cnosos, de intricada estructura y repleto de hachas de doble filo o labrys, de donde se cree que procede la palabra «laberinto».

Foto: AliveFreeHappy (CC)

Foto: AliveFreeHappy (CC)

Aunque la imagen mental del laberinto es la de un lugar en el que es posible perderse, su representación clásica es un diseño unicursal (de un solo camino) anterior a la leyenda del minotauro. Dibujar un laberinto clásico es muy sencillo: quizá por eso variaciones de este diseño aparecen en Europa, el norte de África, India o Sudamérica. En los países nórdicos el laberinto aparece en forma de trojeborgs, agrupaciones de piedras asociadas a creencias paganas: ritos de la fertilidad, sacrificios para asegurar la cosecha, protección contra las enfermedades mentales… Los pescadores escandinavos los empleaban como amuleto: los espíritus norteños del viento y la tormenta se aplacaban al atravesar los meandros del laberinto. Una variante interesante es la Rueda Báltica, un diseño con una doble espiral en el centro y dos posibles entradas, lo que facilita ceremonias como la descrita en Historia de las gentes septentrionales de Olao Magno: dos jóvenes, uno disfrazado de verano y otro de invierno (los imagino como un sureño y un norteño de Canción de hielo y fuego), entran en el laberinto y luchan entre sí. Solo si vence el verano puede esperarse una buena cosecha…

Esta idea de lucha nos lleva a uno de los laberintos más extraños de este artículo: el Chakra-Vyuha hindú. Durante el decimotercer día de la Guerra de Kurukshetra descrita en el Mahabharata, el general Drona organizó a sus tropas en formación de laberinto: una espiral con tres «muros» de soldados en movimiento constante. Una formación difícil de coordinar, pero que permite destrozar a cualquier ejército que caiga entre sus aspas. El Chakra-Vyuha se cobró innumerables vidas hasta que el héroe Abhimanyu rompió la formación sacrificándose al adentrarse en el mar de lanzas… El laberinto como arma de destrucción masiva.

2. Laberintos romanos y medievales

Un laberinto no es solo es un viaje simbólico, sino un mapa sobre el que podemos caminar literalmente, difuminando la diferencia entre el mapa y el territorio. Rebecca Solnit, Wanderlust

Teseo y el minotauro (DP)

Teseo y el minotauro (DP)

 

Los romanos eran especialmente aficionados a grafitear laberintos en todas partes, en ocasiones como amuleto protector. En la tumba sarda de Luzzanas, junto a las pinturas rupestres neolíticas aparece grabado un laberinto que trajo de cabeza a los arqueólogos hasta que dedujeron que un romano, quizá aburrido mientras se refugiaba de una tormenta, lo grabó con un puñal milenios después de la construcción de la tumba. En las ruinas de Pompeya, frente a la casa de un tal Marco Lucrecio se halló otro grafiti: un tosco laberinto clásico de planta rectangular acompañado por la frase LABYRYNTHUS HIC HABITAT MINOTAURUS. Es inevitable sospechar que alguien le estaba tomando el pelo a Lucrecio… Durante el Imperio romano el laberinto se usó a menudo en mosaicos añadiendo variaciones al diseño clásico: laberintos serpentinos, de meandros o en espiral.

Los romanos identificaron el laberinto con la ciudad de Troya, probablemente a través de los «juegos troyanos», complicadísimos bailes ecuestres realizados por jóvenes nobles en conmemoración de la huida de Eneas de una Troya moribunda. El laberinto también se compara con Troya como un símbolo de defensas impenetrables: la ciudad solo cayó tras el truco del caballo de madera de Ulises, probando que solo la inteligencia, y no la fuerza bruta, permite atravesar un laberinto… No es casualidad que Tolkien imaginara Minas Tirith con una estructura laberíntica de murallas concéntricas con puertas a diferentes alturas.

A partir de los siglos XI y XII aparecieron laberintos medievales, formalmente similares a los romanos, en manuscritos y en decoración de iglesias. La leyenda del laberinto se cristianizó, identificando al minotauro con Satanás y a Teseo con Jesucristo. En el evangelio apócrifo de Nicodemo se cuenta como Cristo, tras morir crucificado, descendió al Averno a encadenar al Maligno, liberar a los justos y clavar una cruz en el centro del Infierno… La cruz que aparecía, por ejemplo, en el centro del laberinto de la abadía de Saint-Omer.

Un laberinto en la catedral de Notre-Dame de Chartres, en Francia. Fotografía: Daderot (CC).

El mejor ejemplo de laberinto medieval es el de la catedral de Chartres. Ocupa toda la nave de lado a lado, y su enorme tamaño hace posible que se recorra a pie, sea como juego o como ayuda a la meditación. Hoy en día solo puede hacerse el 21 de junio, por cierto: el resto del tiempo está cubierto por los bancos de la iglesia. No está claro con qué propósito se construyeron este y otros laberintos eclesiásticos: se cree que los penitentes los recorrían de rodillas como sustituto de una peregrinación, aunque hay muy poca información al respecto. Mi teoría favorita apunta a un juego pascual de los monjes medievales: el deán se plantaba en el centro lanzando una pelota a los monjes que bailaban recorriendo el laberinto… Una costumbre divertida (heredera quizá de los juegos troyanos o los bailes cretenses) que los clérigos amargados del siglo XIV acabaron prohibiendo.

3. Laberintos modernos

Lo difícil al tratar con laberintos no es navegar sus recovecos para encontrar la salida sino conseguir no entrar en la maldita cosa. Vera Nazarian

En la Inglaterra de los Tudor los laberintos se hicieron populares de nuevo, tanto en los grandes jardines de la nobleza como en rústicos laberintos de césped. Shakespeare los menciona de pasada en varias ocasiones: en Sueño de una noche de verano lamenta que por falta de uso las malas hierbas hayan desdibujado el diseño. Durante el Renacimiento el laberinto huye del suelo de las iglesias y de significados religiosos y es recuperado como espacio de galanteo o experimentación.

Cualquier laberintófilo disfrutará curioseando Le Thresor des Parterres de l’universe, un completo tratado de diseños laberínticos para jardines recopilado en 1629 por el médico Daniel Loris. Por ejemplo: el laberinto de setos más antiguo que aún se conserva es el del palacio de Hampton Court en Surrey, con una infrecuente forma de trapezoide. En ocasiones los laberintos se usaban para esconder información alquímica, llenándolos de autómatas, ingeniosos sistemas hidráulicos, esculturas alegóricas, gabinetes de curiosidades… Laberintos desconcertantes en forma o en significado, como el Sacro Bosque de Bomarzo concebido por Pier Francisco Orsini como un viaje iniciático hacia el misterio, con imágenes que no desentonarían en una película de Miyazaki.

Una imagen del Parque de los Monstruos en Bomarzo, Italia. Fotografía: Roberto Fogliardi (CC).

Al principio los laberintos vegetales no tenían el objetivo de perder a los viandantes, aunque poco a poco se fueron sustituyendo los diseños univiarios por laberintos multicursales (mazes) con bifurcaciones, callejones sin salida y rincones aprovechados por amantes y libertinos para besuquearse a salvo de miradas indiscretas. Mi laberinto preferido es el Parque del Laberinto de Horta en Barcelona: setecientos cincuenta metros de cipreses entre los que perderse hasta llegar al centro, donde retozar ante una estatua de Eros. Y este es un buen momento para subrayar que una de las interpretaciones del minotauro es la erótica: el reflejo de la atracción por una sexualidad más animal y salvaje que la de los efebitos atenienses. Esto lo entendió muy bien Picasso, por ejemplo en Dora y el minotauro.

El amor es un buen motivo para perderse en un laberinto, pero cuando quieras salir recuerda esta regla: si el muro que rodea el centro está conectado a la entrada del laberinto, basta con mantener una mano en contacto con el muro para acabar resolviéndolo. A principios del siglo XIX se empezó a aislar el centro del perímetro mediante muros desconectados («islas»), creando los primeros laberintos imposibles de resolver con ese truco. El laberinto de Chevening House es un buen ejemplo… Para resolverlo hay que usar otros métodos, como el que requiere ir marcando las encrucijadas recorridas. Y siempre quedará si no el truco del héroe etíope Sirak, que para atravesar el laberinto con que el rey Salomón había protegido su harén, excavó un túnel que llevaba directamente al centro… Un laberinto gordiano para impacientes.

La dificultad de un laberinto se multiplica si le añadimos espejos. En un esquema de Leonardo da Vinci se muestra una cámara octagonal de espejos en la que un visitante podría ver todo su cuerpo infinitamente reflejado… Una idea prometedora, pero aún faltaba mucho para que la tecnología permitiera construir laberintos de espejos viables. El truco para maximizar el desconcierto es distribuir espejos en ángulos de sesenta grados: así se multiplican los reflejos y los falsos corredores, dando la sensación de que el laberinto es hasta seis veces más grande. Para complicar las cosas, se pueden añadir cristales transparentes contra los que se partan la nariz los apresurados.

El primer laberinto de espejos con este diseño lo patentó Gustav Casten en 1889. En los años siguientes aparecieron copias cada vez más complejas en Constantinopla, Praga o Lucerna, con más de cien espejos y aspecto inspirado en la Alhambra. Con el paso del tiempo los parques de atracciones añadieron pequeños laberintos que incluían espejos deformantes, fuente de pesadillas más que de diversión. La dificultad para distinguir lo real de lo reflejado convierte un laberinto de espejos en el peor lugar del mundo para un tiroteo, como se comprueba en la escena cumbre de La Dama de Shangai, de Orson Welles… Lo mejor en estos casos es optar por la solución «nudo gordiano» de Bruce Lee en la pelea final de Operación Dragón: romper todos los espejos posibles y lanzar una patada voladora contra lo que quede en pie.

El laberinto de Gletschergarten Luzern en Lucerna, Suiza. Fotografía: Dave Shafer (CC).

La tendencia a confundir a los viandantes se multiplicó en los años noventa con los laberintos 3D, lo que no significa que haya que ponerse gafas polarizadas para recorrerlos, sino que emplean túneles, puentes y pasos a nivel. En Labyrinthia, un parque temático danés imprescindible para los aficionados al arte de perderse, hay un par de ejemplos de laberintos de este tipo. Otros más complejos aún son los condicionales, con puertas que se abren en una sola dirección, recorridos que permanecen abiertos solo un tiempo determinado, muros que cambian de posición… El final lógico de esta progresión es añadir trampas mortales y construir, al fin, Cube.

4. Laberintos de papel y bytes

No es preciso erigir un laberinto cuando el universo ya lo es. Jorge Luis Borges, «El Aleph»

Toda biblioteca es un laberinto. A veces literalmente, como en la biblioteca de la abadía de El nombre de la Rosa, con sus espejos, trampas y salas ordenadas según un ingenioso método que no revelaré aquí… No querría arruinar el placer de leer cómo lo desentrañan Guillermo de Baskerville y Adso de Melk. El bibliotecario que la custodia es el ciego Jorge de Burgos, homenaje a Borges, el escritor que más ha reflexionado sobre laberintos. En La Biblioteca de Babel, inspiración reconocida por Eco para El nombre de la rosa, Borges imagina el laberinto de palabras definitivo: una biblioteca infinita que alberga todos los libros y todas las combinaciones de letras posibles.

Muchos cuentos borgianos exploran los laberintos. En «Los dos reyes y los dos laberintos» Borges demuestra que el perdedero definitivo ofrece infinitas opciones y ninguna esperanza. En «El jardín de los caminos que se bifurcan» construye un laberinto de tiempo a partir de infinitas realidades alternativas: «una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos». Y «La casa de Asterión» narra el mito del laberinto desde el punto de vista del minotauro, para el que los atenienses no son víctimas sino peregrinos que acuden alegremente a ser librados de todo mal… excepto un redentor que le liberará llevándolo a un lugar mejor, «con menos galerías y menos puertas».

En la literatura abundan los laberintos, reales o metafóricos. Mi capítulo favorito de La Historia Interminable (el libro que leería junto a la peli que no puedo perderme) muestra el Templo de las Mil Puertas, una sucesión interminable de habitaciones idénticas excepto por dos puertas definidas por oposición: una enorme y otra diminuta, una helada y otra ardiente… Para encontrar la salida no sirven las técnicas de orientación al uso sino un sistema mental para navegar por laberintos conceptuales: no vagar sin rumbo sino tener un objetivo en mente, una Verdadera Voluntad que guíe intuitivamente cada decisión.

Hay laberintos cuya única salida es la muerte. Cuando el médico de Simón Bolívar le comunicó que su enfermedad era mortal, el militar exclamó: «¿Y ahora, cómo salgo yo de este laberinto?», anécdota empleada por García Márquez para titular El general en su laberinto. Cuando era niño me traumatizaron los libros de Elige tu propia aventura llamados Crónicas cretenses, en los que el lector asume el papel de Alteo, supuesto hermano de Teseo. En esos libros entretenidísimos y terribles, Alteo viaja a Creta tras los pasos de su hermano y descubre que Teseo murió en el laberinto. Alteo derrota al minotauro, regresa a su hogar tras innumerables peligros… Y allí, en un giro de guión demasiado cruel para niños de diez años, descubre a su madre agonizante y su pueblo destruido, un downer ending tremebundo que hace pensar al protagonista (¡y al lector!) que se hubiera ahorrado un mal trago muriendo en el laberinto, tras su mayor triunfo.

Una escena de El resplandor. Imagen Warner Bros / Hawk Films / Peregrine / Producers Circle.

Por suerte, por esas mismas fechas recuperé las ganas de vivir con la película de culto Dentro del laberinto, con un magníficamente pasado de rosca David Bowie encandilando a Jennifer Connely. Y sí, será camp como toda peli ochentera que se precie, pero momentazos como el clímax en un laberinto escheriano se quedan grabados para toda la vida. Otras películas proporcionan a los críos material chungo para pesadilllas laberínticas: verse cazado por Jack Nicholson en El Resplandor, por un deforme monstruo comeniños en El laberinto del fauno o topando con lord Voldemort transmutado en una especie de minotauro-en-el-laberinto durante la cuarta de Harry Potter. Uno de los laberintos más terroríficos que recuerdo aparece en La casa de hojas, novela de Mark Z. Danielewski en la que una infinitud de corredores, pasillos y oscuridad se condensa en apenas seis milímetros.


No solo la literatura y el cine nos hablan del arte de perderse: en muchos videojuegos el laberinto es un elemento esencial. ¿Por dónde corretea Pac-Man en busca de anfetaminas, enfrentándose a fantasmales minotauros de colores? ¿Qué juego de enigmas (véase The 7th Guest) está completo sin un laberinto? ¿No circulan por laberintos los personajes de los first-person shooters como Wolfenstein 3D, Doom, Quake y muchos de los posteriores? Repasando estos perdederos electrónicos me doy cuenta de que queda un último laberinto por explorar… Así que terminaré el artículo tal como empezó: con una visualización.

Cierra los ojos. Busca nuevos caminos imitando al explorador de El misterio de la isla de Tökland, que al llegar al centro de un laberinto subterráneo prosigue el viaje por el interior de su cuerpo. Deslízate en tus entrañas. Escúrrete por el retorcido túnel del intestino delgado, navega por los pasillos laberínticos del oído interno, piérdete en la tupida red de capilares que se bifurcan y entrecruzan… Y desemboca con un relámpago de luz en el más complejo laberinto que existe: las circunvalaciones del cerebro, el complejísimo baile neuronal de axones y dendritas que se conectan y desconectan creando algo parecido a una conciencia. Busca el centro de ese desquiciado laberinto de sinapsis eléctricas esperando encontrar al minotauro… Y ahí está. Al fin has encontrado al monstruo y el lugar en que librar la última batalla.

Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
este el último día de la espera.
(Jorge Luis Borges, El laberinto)

Laberinto de Horta. Foto: Cortesía de Tentesion 

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